miércoles, 12 de julio de 2023

Moisés, hombre de oración

 




 Oración al Espíritu Santo

Recibid ¡oh Espíritu Santo!, la consagración perfecta y absoluta de todo mi ser, que os hago en este día para que os dignéis ser en adelante, en cada uno de los instantes de mi vida, en cada una de mis acciones, mi director, mi luz, mi guía, mi fuerza, y todo el amor de mi corazón.
Yo me abandono sin reservas a vuestras divinas operaciones, y quiero ser siempre dócil a vuestras santas inspiraciones. 
¡Oh Santo Espíritu! Dignaos formarme con María y en María, según el modelo de vuestro amado Jesús. Gloria al Padre Creador. Gloria al Hijo Redentor. Gloria al Espíritu Santo Santificador. Amén



Leer:

Génesis 37-50  La Historia de José, Israel y Egipto


Génesis   41, 50  -  42, 1-7   José y los Hijos de Jacob


Génesis  45, 16-20   La invitación del Faraón


Éxodo 1, 8-22  La sentencia del nuevo Faraón









La oración de Moisés






La intercesión de Moisés por su pueblo (Ex 32, 7-14)




Moises, hombre de oración

Mediador entre Dios e Israel haciéndose portador

Llevándolo hacia la libertad de la Tierra Prometida

Enseñando a vivir en la obediencia y en la confianza hacia Dios 

Sobre todo, orando...









Queridos hermanos y hermanas:

Leyendo el Antiguo Testamento, resalta una figura entre las demás: la de Moisés, precisamente como hombre de oración. Moisés, el gran profeta y caudillo del tiempo del Éxodo, desempeñó su función de mediador entre Dios e Israel haciéndose portador, ante el pueblo, de las palabras y de los mandamientos divinos, llevándolo hacia la libertad de la Tierra Prometida, enseñando a los israelitas a vivir en la obediencia y en la confianza hacia Dios durante la larga permanencia en el desierto, pero también, y diría sobre todo, orando. 



Moises libera con la oración


Reza por el faraón cuando Dios, con las plagas, trataba de convertir el corazón de los egipcios (cf. Ex 8–10); pide al Señor la curación de su hermana María enferma de lepra (cf. Nm 12, 9-13); intercede por el pueblo que se había rebelado, asustado por el relato de los exploradores (cf. Nm 14, 1-19); reza cuando el fuego estaba a punto de devorar el campamento (cf. Nm 11, 1-2) y cuando serpientes venenosas hacían estragos (cf. Nm 21, 4-9); se dirige al Señor y reacciona protestando cuando su misión se había vuelto demasiado pesada (cf. Nm 11, 10-15); ve a Dios y habla con él «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (cf. Ex 24, 9-17; 33, 7-23; 34, 1-10.28-35).








La ley de Dios,  signo del diálogo orante



También cuando el pueblo, en el Sinaí, pide a Aarón que haga el becerro de oro, Moisés ora, explicando de modo emblemático su función de intercesor. El episodio se narra en el capítulo 32 del Libro del Éxodo y tiene un relato paralelo en el capítulo 9 del Deuteronomio. En la catequesis de hoy quiero reflexionar sobre este episodio y, en particular, sobre la oración de Moisés que encontramos en el relato del Éxodo. El pueblo de Israel se encontraba al pie del Sinaí mientras Moisés, en el monte, esperaba el don de las tablas de la Ley, ayunando durante cuarenta días y cuarenta noches (cf. Ex 24, 18; Dt 9, 9). El número cuarenta tiene valor simbólico y significa la totalidad de la experiencia, mientras que con el ayuno se indica que la vida viene de Dios, que es él quien la sostiene. El hecho de comer, en efecto, implica tomar el alimento que nos sostiene; por eso, en este caso ayunar, renunciando al alimento, adquiere un significado religioso: es un modo de indicar que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor (cf. Dt 8, 3). Ayunando, Moisés muestra que espera el don de la Ley divina como fuente de vida: esa Ley revela la voluntad de Dios y alimenta el corazón del hombre, haciéndolo entrar en una alianza con el Altísimo, que es fuente de la vida, es la vida misma.

Pero, mientras el Señor, en el monte, da a Moisés la Ley, al pie del monte el pueblo la transgrede. Los israelitas, incapaces de resistir a la espera y a la ausencia del mediador, piden a Aarón: «Anda, haznos un dios que vaya delante de nosotros, pues a ese Moisés que nos sacó de Egipto no sabemos qué le ha pasado» (Ex 32, 1). Cansado de un camino con un Dios invisible, ahora que también Moisés, el mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, palpable, del Señor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarón, un dios que se ha vuelto accesible, manipulable, al alcance del hombre. Esta es una tentación constante en el camino de fe: eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, correspondiente a sus propios esquemas, a sus propios proyectos. 









Ora intercediendo por el pueblo pecador


Lo que acontece en el Sinaí muestra toda la necedad y la ilusoria vanidad de esta pretensión porque, como afirma irónicamente el Salmo 106, «cambiaron su gloria por la imagen de un toro que come hierba» (Sal 106, 20). Por eso, el Señor reacciona y ordena a Moisés que baje del monte, revelándole lo que el pueblo estaba haciendo y terminando con estas palabras: «Deja que mi ira se encienda contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo» (Ex 32, 10). Como hizo a Abraham a propósito de Sodoma y Gomorra, también ahora Dios revela a Moisés lo que piensa hacer, como si no quisiera actuar sin su consentimiento (cf. Am 3, 7). Dice: «Deja que mi ira se encienda contra ellos». En realidad, ese «deja que mi ira se encienda contra ellos» se dice precisamente para que Moisés intervenga y le pida que no lo haga, revelando así que el deseo de Dios siempre es la salvación. Como en el caso de las dos ciudades del tiempo de Abraham, el castigo y la destrucción, en los que se manifiesta la ira de Dios como rechazo del mal, indican la gravedad del pecado cometido; al mismo tiempo, la petición de intercesión quiere manifestar la voluntad de perdón del Señor. Esta es la salvación de Dios, que implica misericordia, pero a la vez denuncia de la verdad del pecado, del mal que existe, de modo que el pecador, reconociendo y rechazando su pecado, deje que Dios lo perdone y lo transforme. Así, la oración de intercesión hace operante, dentro de la realidad corrompida del hombre pecador, la misericordia divina, que encuentra voz en la súplica del orante y se hace presente a través de él donde hay necesidad de salvación.





La súplica de Moisés está totalmente centrada en la fidelidad y la gracia del Señor. 


Se refiere ante todo a la historia de redención que Dios comenzó con la salida de Israel de Egipto, y prosigue recordando la antigua promesa dada a los Padres. El Señor realizó la salvación liberando a su pueblo de la esclavitud egipcia. ¿Por qué entonces —pregunta Moisés— «han de decir los egipcios: “Con mala intención los sacó, para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra”?» (Ex 32, 12). La obra de salvación comenzada debe ser llevada a término; si Dios hiciera perecer a su pueblo, eso podría interpretarse como el signo de una incapacidad divina de llevar a cabo el proyecto de salvación. Dios no puede permitir esto: él es el Señor bueno que salva, el garante de la vida; es el Dios de misericordia y perdón, de liberación del pecado que mata. Así Moisés apela a Dios, a la vida interior de Dios contra la sentencia exterior. Entonces —argumenta Moisés con el Señor—, si sus elegidos perecen, aunque sean culpables, él podría parecer incapaz de vencer el pecado. Y esto no se puede aceptar. Moisés hizo experiencia concreta del Dios de salvación, fue enviado como mediador de la liberación divina y ahora, con su oración, se hace intérprete de una doble inquietud, preocupado por el destino de su pueblo, y al mismo tiempo preocupado por el honor que se debe al Señor, por la verdad de su nombre. El intercesor, de hecho, quiere que el pueblo de Israel se salve, porque es el rebaño que le ha sido confiado, pero también para que en esa salvación se manifieste la verdadera realidad de Dios. Amor a los hermanos y amor a Dios se compenetran en la oración de intercesión, son inseparables. Moisés, el intercesor, es el hombre movido por dos amores, que en la oración se sobreponen en un único deseo de bien.








Ante la infidelidad del pueblo Moises espera de modo infalible en la fidelidad de Dios.


Después, Moisés apela a la fidelidad de Dios, recordándole sus promesas: «Acuérdate de tus siervos, Abraham, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo: “Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea para siempre”» (Ex 32, 13). Moisés recuerda la historia fundadora de los orígenes, recuerda a los Padres del pueblo y su elección, totalmente gratuita, en la que únicamente Dios tuvo la iniciativa. 



No por sus méritos habían recibido la promesa, sino por la libre elección de Dios y de su amor (cf. Dt 10, 15). 

Y ahora, Moisés pide al Señor que continúe con fidelidad su historia de elección y de salvación, perdonando a su pueblo. El intercesor no presenta excusas para el pecado de su gente, no enumera presuntos méritos ni del pueblo ni suyos, sino que apela a la gratuidad de Dios: un Dios libre, totalmente amor, que no cesa de buscar a quien se ha alejado, que permanece siempre fiel a sí mismo y ofrece al pecador la posibilidad de volver a él y de llegar a ser, con el perdón, justo y capaz de fidelidad. Moisés pide a Dios que se muestre más fuerte incluso que el pecado y la muerte, y con su oración provoca este revelarse divino. El intercesor, mediador de vida, se solidariza con el pueblo; deseoso únicamente de la salvación que Dios mismo desea, renuncia a la perspectiva de llegar a ser un nuevo pueblo grato al Señor. La frase que Dios le había dirigido, «Y de ti haré un gran pueblo», ni siquiera es tomada en cuenta por el «amigo» de Dios, que en cambio está dispuesto a asumir sobre sí no sólo la culpa de su gente, sino todas sus consecuencias. Cuando, después de la destrucción del becerro de oro, volverá al monte a fin de pedir de nuevo la salvación para Israel, dirá al Señor: «Ahora, o perdonas su pecado o me borras del libro que has escrito» (v. 32). 











Moisés y Cristo


Con la oración, deseando lo que es deseo de Dios, el intercesor entra cada vez más profundamente en el conocimiento del Señor y de su misericordia y se vuelve capaz de un amor que llega hasta el don total de sí. En Moisés, que está en la cima del monte cara a cara con Dios y se hace intercesor por su pueblo y se ofrece a sí mismo —«o me borras»—, los Padres de la Iglesia vieron una prefiguración de Cristo, que en la alta cima de la cruz realmente está delante de Dios, no sólo como amigo sino como Hijo. Y no sólo se ofrece —«o me borras»—, sino que con el corazón traspasado se deja borrar, se convierte, como dice san Pablo mismo, en pecado, lleva sobre sí nuestros pecados para salvarnos a nosotros; su intercesión no sólo es solidaridad, sino identificación con nosotros: nos lleva a todos en su cuerpo. Y así toda su existencia de hombre y de Hijo es un grito al corazón de Dios, es perdón, pero perdón que transforma y renueva.

Creo que debemos meditar esta realidad. Cristo está delante del rostro de Dios y pide por mí. Su oración en la cruz es contemporánea de todos los hombres, es contemporánea de mí: él ora por mí, ha sufrido y sufre por mí, se ha identificado conmigo tomando nuestro cuerpo y el alma humana. Y nos invita a entrar en esta identidad suya, haciéndonos un cuerpo, un espíritu con él, porque desde la alta cima de la cruz él no ha traído nuevas leyes, tablas de piedra, sino que se trajo a sí mismo, trajo su cuerpo y su sangre, como nueva alianza. Así nos hace consanguíneos con él, un cuerpo con él, identificados con él. 





La unidad de corazón de Moises con Dios y su pueblo

La unidad en el Corazón de Cristo de Dios con la Iglesia


Nos invita a entrar en esta identificación, a estar unidos a él en nuestro deseo de ser un cuerpo, un espíritu con él. Pidamos al Señor que esta identificación nos transforme, nos renueve, porque el perdón es renovación, es transformación.


Quiero concluir esta catequesis con las palabras del apóstol san Pablo a los cristianos de Roma: «¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (…) Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, (…) ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 33-35.38.39).











Tarea: Leer Génesis, capitulo 32






miércoles, 5 de julio de 2023

Un don de Iglesia para toda la Iglesia

 




Oración al Espíritu Santo


Recibid ¡oh Espíritu Santo!, la consagración perfecta y absoluta de todo mi ser, que os hago en este día para que os dignéis ser en adelante, en cada uno de los instantes de mi vida, en cada una de mis acciones, mi director, mi luz, mi guía, mi fuerza, y todo el amor de mi corazón.


Yo me abandono sin reservas a vuestras divinas operaciones, y quiero ser siempre dócil a vuestras santas inspiraciones. 


¡Oh Santo Espíritu! Dignaos formarme con María y en María, según el modelo de vuestro amado Jesús. Gloria al Padre Creador. Gloria al Hijo Redentor. Gloria al Espíritu Santo Santificador. Amén






San Juan 13, 19-27


«Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis que Yo Soy.

En verdad, en verdad os digo: quien acoja al que yo envíe me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a Aquel que me ha enviado.»

Cuando dijo estas palabras, Jesús se turbó en su interior y declaró: «En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará.»

Los discípulos se miraban unos a otros, sin saber de quién hablaba.

Uno de sus discípulos, el que Jesús amaba, estaba a la mesa al lado de Jesús.

Simón Pedro le hace una seña y le dice: «Pregúntale de quién está hablando.»

El, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dice: «Señor, ¿quién es?»

Le responde Jesús: «Es aquel a quien dé el bocado que voy a mojar.» Y, mojando el bocado, le toma y se lo da a Judas, hijo de Simón Iscariote.

Y entonces, tras el bocado, entró en él Satanás. Jesús le dice: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto.»






La devoción al Sagrado Corazón mira como fuente de inspiración, el momento de la Última Cena, donde el discípulo amado de Jesús, el apóstol San Juan, reposó su cabeza sobre el pecho de nuestro Salvador y le preguntó quién era el que lo iba a entregar  (Jn. 13, 25). Él fue quien sintió latir el Corazón del Dios Amor.


Recordemos que Juan fue el único apóstol que estuvo presente en la crucifixión de Jesús (Jn. 19, 26) y vio cuando salió del costado de Jesús sangre y agua, luego de que el soldado romano lo traspasara allí con su lanza (Jn. 19, 34).

Ese mismo apóstol escribe más adelante en sus cartas: “Dios es Amor” (1 Jn. 4, 8).


Sin embargo, la revelación más profunda y completa sobre esta devoción fue reservada a los tiempos modernos, cuando  Jesús se le apareció a una humilde religiosa de la Orden de la Visitación de Santa María, en la ciudad de Paray-Le-Monial, en la segunda mitad del siglo XVII: Santa Margarita María de Alacoque


Aunque la historia de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús o al Corazón Eucarírtico de Jesus se remonta como verdad y realidad teológica y espiritual, a los principios de la  revelación, al Ministerio público del Señor y el anuncio del Evangelio, al inició de la reflexión y contemplación en torno al miisterio de la Encarnación y al Misterio de la presencia real de Jesús en la Eucaristía, que se ha ido desarrollando en la medida que la predicación de la Iglesia y el Magisterio han sido iluminados por la acción del Espíritu Santo en las almas, en los frutos de la vida y testimonio de los santos, en las luces concedidad a los Padres y Doctores de la Iglesia, en el fervor y la piedad de los fieles y en la madurez espiritual de los misterios celebrados en la liturgia de la Iglesia, es un un hito y ápice mistico y espiritual  en la historia de la Iglesia y en la vida de una Santa Visitandina,   no de orden cronóligo pero si en corcordancia y vínculo pleno con la Agonía y pasión de nuestro Señor, que la Iglesía, como cuerpo m´stico debe vivir y asimilar, con los impulsos del Espíritu Santo en la configuración de los fieles con Cristo nuestro señor y en  la pasión por la que debe pasar el Cuerpo Místico, en momentos de crisis y pruebas externas e internas, en las que debe palpitar la cristiandad según el  palpitar del Corazón del Señor, para florecer en su amor, en Fe y Esperanza, en el Reinado de los Sagrados Corazones.







Esta es parte de la Revelación del Corazón de Jesús a la Santa religiosa de la Orden de la Visitación, Santa Margarita María de Alacoque:                                                                                                                                                                                                                               

"Estando ante el Santísimo Sacramento un día de su octava, y queriendo tributarle amor por Su tan gran amor, me dijo el Señor:

«No puedes tributarme ninguno mayor que haciendo lo que tantas veces te he pedido ya.» Entonces el Señor le descubrió su Corazón y le dijo «He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombre y que no ha ahorrado nada hasta el extremo de agotarse y consumirse para testimoniarles su amor. Y, en compensación, sólo recibe, de la mayoría de ellos, ingratitudes por medio de sus irreverencias y sacrilegios, así como por las frialdades y menosprecios que tienen para conmigo en este Sacramento de amor. Pero lo que más me duele es que se porten así los corazones que se me han consagrado. Por eso te pido que el primer viernes después de la octava del Corpus se celebre una fiesta especial para honrar a mi Corazón, y que se comulgue dicho día para pedirle perdón y reparar los ultrajes por él recibidos durante el tiempo que ha permanecido expuesto en los altares. También te prometo que mi Corazón se dilatará para esparcir en abundancia las influencias de su divino amor sobre quienes le hagan ese honor y procuren que se le tribute.»


 La Madre Superiora, que por fin llego a creer en ella, fue trasladada a otro monasterio. Pero antes de irse ordena a Margarita a que relatara ante toda la comunidad todo cuanto el Señor le había revelado. Ella accedió solo en nombre de la santa obediencia y les comunicó a todas lo que el Señor le había revelado incluyendo los castigos que El haría caer sobre la comunidad y sobre ellas. Y cuando todos enfurecidos empezaron a hablarle duramente, Margarita se mantuvo callada, aguantando en humildad todo cuanto le decían. Al siguiente día, la mayoría de las monjas sintiéndose culpables de lo que habían hecho, acudían a la confesión. Margarita entonces oyó que el Señor le decía que ese día por fin llegaba la paz de nuevo al monasterio y que por su gran sufrimiento, Su Divina Justicia había sido aplacada.

                                                                                                  

En contra de su voluntad, Margarita fue asignada como maestra de novicias y asistente a la superiora. Esto llegó a ser parte del plan del Señor para que por fin se empezara a abrazar la devoción del Sagrado Corazón de Jesús. Sin embargo Margarita nunca llegó a ver durante su vida en la tierra el pleno reconocimiento de esta devoción. 




Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne.

  Ezequiel.  36,   26-27




Venid a mí, los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestra vida. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.

Mateo 11:28-30








Así lo definió la encíclica de Pio XII “Aurietis aquas”.


1º. – Amor divino, como proyecto creador del mundo con todas sus creaturas, poniendo al humano como cumbre de su sabiduría en función de venturanza final. Plan libérrimo, fruto único del amor puro según la esencia del fenómeno volitivo amoroso: “el amor es difusivo”, no llamado a vivirlo en pura y contemplativa felicidad solitaria.


2º. – Amor humano sensitivo (de Cristo Nuestro Señor), cuyo corazón latió con el natural afecto sensorial hacia su santa Madre, a San José, a sus apóstoles y amistades, hacia los enfermos y atormentados posesos, hacia los descarriados arrepentidos o los hambrientos de pan y de doctrina salvífica.


Fue humano y su corazón representa todas las funcionalidades orgánicas y afectivas de todo hombre normal.


Reconocemos su valor caritativo y adoramos su afecto reconfortante.


3º. – Amor humano espiritual; es decir esa tendencia benéfica, salvadora de ignorantes y extraviados en las tinieblas del pecado y la desesperación, doctrinal y esperanzadora, pero con completo desinterés por su parte, propio de un Dios que nada necesita de nosotros y sólo se preocupa de la realización de su plan salvífico sobre el mundo y de cada uno de nosotros.


En estos tres grados de amor (tendencia operativa al bien de alguien o de algo) se sintetiza la obra redentora de Dios sobre el mundo.


De este modo hermoso e íntegro consideramos nosotros al Corazón de Jesús…; modo como suele entenderlo de ordinario el pueblo fiel, y modo como parece desea que le consideremos la Iglesia, cuando excluye del culto público (no del privado) al Corazón separado de lo restante de Cristo, en servicio de la comprensión de todo el Misterio de la Encarnación, de las dos naturalezas de la persona del Hijo y Verbo Encarnado, pero procurando no solo reconocer la verdad del misterio, sino de amarle auténticamente, con la convicción interior y con la fuerza de la caridad:


Este es el Amor que merece ser amado, este es el Corazón que merece ser, por sobre todo, preferido, porque es el Corazón que nos ha preferido y amado a nososotros, a cada uno con misericordia, compasión redentora y predilección.






Benedicto XVI:


¡El corazón de Dios se estremece de compasión! 


En esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús la Iglesia presenta a nuestra contemplación este misterio, el misterio del corazón de un Dios que se conmueve y derrama todo su amor sobre la humanidad.


 Un amor misterioso, que en los textos del Nuevo Testamento se nos revela como inconmensurable pasión de Dios por el hombre.


 No se rinde ante la ingratitud, ni siquiera ante el rechazo del pueblo que se ha escogido; más aún, con infinita misericordia envía al mundo a su Hijo unigénito para que cargue sobre sí el destino del amor destruido; para que, derrotando el poder del mal y de la muerte, restituya la dignidad de hijos a los seres humanos esclavizados por el pecado.


 Todo esto a caro precio: el Hijo unigénito del Padre se inmola en la cruz: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1).


 Símbolo de este amor que va más allá de la muerte es su costado atravesado por una lanza. A este respecto, un testigo ocular, el apóstol san Juan, afirma: "Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua" (Jn 19, 34).


Detengámonos a contemplar juntos el Corazón traspasado del Crucificado. En la lectura breve, tomada de la carta de san Pablo a los Efesios, acabamos de escuchar una vez más que "Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo (...) y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Ef 2, 4-6).


 Estar en Cristo Jesús significa ya sentarse en los cielos.







LA SANGRE DE TU HERMANO CLAMA A MÍ DESDE EL SUELO



«Caín se lanzó contra su hermano Abel y lo mató» (Gn 4, 8)


El pecado es la raíz de la violencia contra la vida


 «No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera... Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen» (Sb 1, 13-14; 2, 23-24).


«Caín dijo a su hermano Abel: "Vamos afuera". Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató.


El Señor dijo a Caín: "¿Dónde está tu hermano Abel?". Contestó: "No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?". Replicó el Señor: "¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo".


El hermano mata a su hermano. Cristo se asemejó a nosotros y quizo hermanarse por el bautismo a nosotros para derramar su sangre, ofrecer su corazón y dar su vida por sus hermanos.


 ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9).


Cristo responde al Padre configurándose como el hermano guardian.


Parabola del Hijo Pródigo San Lucas 15, 11-32


(Un tercer hermano tácito)



"Dios permitió la lanzada para que a través de la llaga abierta en el costado de Jesús tuviéramos acceso a su Corazón, a la amistad con Él. Nuestro destino es ser amigos suyos. Nosotros no lo somos y nos alejamos, con nuestros pecados, con nuestros caprichos y muchas otras cosas. Él es fiel a la amistad porque nos ha llamado a vivirla. Nos ha elegido para ser sus amigos: “Ya no os llamo siervos (…), a vosotros os amigos” (Jn 15, 15). ¿Cómo habla Jesús a Judas, en el momento de la traición?: “Amigo, ¿a qué vienes?” (Mt 26, 50). Él es fiel. No le dice: “Vete porque tú te has alejado de mí. Vete”. ¡No! Él hasta el final es fiel al don de la amistad. Por eso podemos confiar plenamente en el Señor. Jamás nos defraudará el más fiel Amigo que tenemos, el Sagrado Corazón de Jesús."  (Papa Francisco, Homilía 14.V.2018)




Era para ellos como quien alza a un niño hasta sus mejillas, y me inclinaba hacia él y le daba de comer. Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas. No daré curso al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím, porque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo soy el Santo, y no vendré con ira (Os 11, 1.3-4.8-9)



Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único

 (Jn 3, 16).







Milagro Eucarístico de Lanciano.


Se hicieron pruebas de la Carne y la Sangre y se descubrió un fenómeno inexplicable. Las cinco bolitas de Sangre coagulada son de diferentes tamaños y formas. Pero cualquier combinación pesa en total lo mismo. En otras palabras, 1 pesa lo mismo que 2, 2 pesan lo mismo que 3, y 3 pesan lo mismo que 5. Este resultado esta marcado en una tabla de mármol en la Iglesia.


A través de los años se han hecho muchas investigaciones. Nuestro Señor se ha permitido ser pinchado y cortado, examinado a través de microscopio y fotografiado.


A las distintas investigaciones eclesiásticas siguieron las científicas, llevadas a cabo desde 1574, en 1970-71 y en 1981. En estas últimas, el eminente científico Profesor Odoardo Linoli docente en Anatomía y Histología Patologica y en Química y Microscopía Clínica, con la colaboración del Profesor Ruggero Bertelli de la Universidad de Sena, utilizó los instrumentos científicos más modernos disponibles.


Los análisis, realizados con absoluto rigor científico y documentados por una serie de fotografías al microscopio, dieron los siguientes resultados:


* La Carne es verdadera Carne. La Sangre es verdadera Sangre.

* La Carne y la Sangre pertenecen a la especie humana.

* La Carne está constituida por el tejido muscular del corazón. En la Carne están presentes, en secciones, el miocardio, el endocardio, el nervio vago y, por el relevante espesor del miocario, el ventrículo cardiaco izquierdo.

* La Carne es un CORAZON completo en su estructura esencial.

* La Carne y la Sangre tienen el mismo grupo sanguíneo (AB, el mismo de la Sábana Santa).

* En la Sangre se encontraron las proteínas normalmente fraccionadas, con la proporción en porcentaje, correspondiente al cuadro Sero- proteico de la sangre fresca normal.

* En la Sangre también se encontraron estos minerales : Cloruro, fósforo, magnesio, potasio, sodio y calcio.

* La conservación de la Carne y de la Sangre, dejadas al estado natural por espacio de doce siglos y expuestas a la acción de agentes atmosféricos y biológicos, es de por sí un fenómeno extraordinario.



Se puede decir que la Ciencia ha dado una respuesta segura y exhaustiva acerca de la autenticidad del Milagro Eucarístico de Lanciano.






El Magisterio de la Iglesia


Conviene destacar, en primer lugar y muy en particular, la expresión «unanimidad». Es, ciertamente singular y, por ello, admirable tal unanimidad pontificia.


 Ya LeónXIII destacaba la serie de pontífices predecesores suyos que había favorecido en su tiempo esta naciente devoción.


 Citaba, en la Annum Sacrum, a lnocencio XII, Benedicto XIII, Clemente XIII, Pío VI, Pío VII y Pío IX. 


Con posterioridad a León XIII y antes de Juan XXIII hay que hablar, en particular, de san Pío X, Pío XI y Pío XII; estos dos últimos, autores de encíclicas monográficamente dedicadas al culto al Sagrado Corazón.


 No es, pues, la devoción de un determinado Papa o de una determinada época. 


No puede darse esta unanimidad sin la reiterada asistencia del Espíritu Santo.


 Esta es la lección que se desprende de la unanimidad pontificia.


Estos Pontífices «pusieron en claro la virtud y fuerza de esta forma de culto religioso». 


En estas enseñanzas del más alto magisterio se analizaron y contrastaron a la luz de la verdad revelada el contenido de esta devoción o culto


Se explicitaron su capacidad salvadora y aún santificadora y su incontenible fuerza. 


Se trata de un culto que en sí mismo es eficaz para la vida cristiana tanto a nivel personal -su virtud- para elevar a cada hombre a la santidad como a nivel social -su fuerza- para entusiasmar y constituir un ideal colectivo. 


Y, tiene fuerza para vencer los ataques de los enemigos de Cristo, e incluso para convertirlos.


Finalmente los Pontífices, «promovieron su uso». 


Las revelaciones a santa Margarita fueron el inicio y, de algún modo, el alma de esta devoción...


Pero no puede decirse que esta devoción sea «privada» después de las encíclicas pontificias en las que se da razón del contenido de esta devoción, de su fundamentación y de sus ubérrimos frutos. 


El cauce por el que discurrirá esta devoción ya no es el de una determinada escuela o espiritualidad, o de una orden religiosa o de un país. 


Toda la Iglesia universal verá extendida esta devoción y elevada por los Pontífices a la máxima legitimación y promoción. 


El mismo Juan XXIII termina el párrafo: «en muchos y públicos documentos emanados del magisterio eclesiástico, que encontraron su culminación en las tres insignes Encíclicas dadas sobre esta cuestión». 


Y estas tres encíclicas, anotadas en dicha Carta Apostólica, no son otras que:


  Annum Sacrum de León XIII (1899),

 Miserentissimus Redemptor (1928) de Pío XI, 

 Haurietis aquas (1956) de Pío XII. 



Palabras  de  San Juan XXIII que reafirman, lo  dicho por Pío XI en su memorable encíclica:


«Nadie se admire, pues, de que nuestros predecesores hayan defendido continuamente esta devoción estimadísima contra las acusaciones de los calumniadores» (M.R., n. 3). Palabras esencialmente reiteradas por Pío XII en la suya cuando escribió: «La Iglesia siempre ha tenido en tan gran estima el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús: lo fomenta y propaga entre todos los cristianos y lo defiende además enérgicamente contra las acusaciones del «naturalismo» y del «sentimentalismo»» (H.A., n. 3).



Entre una gran lista de Santos, son de gran trascendencia Santa Margarita María Alacoque, San Claudio de la Colombiare y San Juan Eudes, entre otros.






El culto al Sagrado Corazón, síntesis de toda la religión y la norma más perfecta de la vida cristiana.



(Pío XI, Miserentissimus Redemptor n° 10)

Dios movido por amor nos exige darle culto para provecho nuestro, pero habiéndonos elevado al orden sobrenatural y mostrado eficazmente que nos ama quiere que le demos culto no sólo por ser Señor y soberano, sino también y precisamente porque nos ama. Por la fe «hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4, 16) ; Cristo nos ha amado hasta la muerte y una muerte de cruz, derramando hasta la última gota de su sangre por cada uno de los pecadores, y dejándose traspasar en su Corazón. Nuestro deber de alabanza y reconocimiento a Dios adquiere a la luz de la fe un nuevo título que hace más suave y confiado nuestro deber de darle culto: hemos de darle culto porque en su infinita misericordia nos ha amado. Esta verdad está en el centro del Evangelio, pero es principalmente a partir del carisma profético de Santa Margarita María de Alacoque y San Claudio de la Colombiere como se ha hecho más presente en el pueblo cristiano recibiendo el apoyo y aprobación decidida de los Romanos Pontífices.


Pero el amor de Dios manifestado en el Corazón traspasado no es correspondido; hemos sido injustos con el amor divino y le hemos ofendido. Las ofensas que de continuo hacemos al Señor al no aceptar el amor que nos salva exigen en justicia una reparación, hemos de pedir perdón. Dios nos creó para abundar sobre nosotros con la riqueza de los dones celestiales; el amor divino exige ser correspondido, pues es el amor de nuestro Padre y Señor, y somos injustos cuando no lo recibimos. Forma parte del culto al Corazón de Cristo el deber de reparar por nuestros pecados y por los de todos los hombres. Cristo murió en la cruz por todos nuestros pecados y satisfizo suficientemente al Padre por todos nuestros delitos; por la eficacia de su amor infinito, donde abundó el pecado sobreabundó la gracia. Sin embargo en su condescendencia misericordiosa quiso invitarnos a responder también a su amor reparando por los pecados. El amor del Corazón de Cristo es ofendido cuando el hombre no acepta los caminos de la salvación; entonces este corazón exige alguien que corresponda a su amor, que participe de su sufrimiento por los pecados del mundo, que quiera darle consuelo en su tribulación y angustia. En su bondad infinita el Señor no quiere sino tratarnos como amigos, y al amarnos con un Corazón sensible podemos sentir el dolor de Dios por nuestros males y aprender en esa fuente el verdadero sentido de la reparación. Ahora bien, toda la fuerza y el valor de la reparación dependen del único sacrificio de Cristo en la Cruz. Y al reparar por nuestros pecados y por los del mundo entero consolamos a Cristo porque acogemos el amor que nos ofrece. Si estamos unidos a este sacrificio mediante la participación en la santa Misa, nuestros trabajos, dolores e incomodidades cotidianos y la mortificación de nuestra carne para completar lo que falta a la Pasión de Cristo, sirven porque son realizados por amor, para dar consuelo al Corazón de Cristo pues las penas se alivian por la compañía de los amigos. «Más, ¿cómo semejantes ritos expiatorios podrían consolar a Cristo, que reina felizmente en los cielos? Claro está, respondemos, sirviéndonos de las palabras de San Agustín que caen muy bien en este lugar: dame un amante y entiende lo que digo» [Pío XI, Miserentissimus Redemptor n 10.].




Autobiografía de Santa Margarita María Alacoque


Consagración Personal al Sagrado Corazón P. Alcañiz


Devocionario para el Mes del Sagrado Corazón


Meditaciones sobre el Corazón de Jesús S Juan Eudes


Manual de Oración


33 dias para la Consagración al Sagrado Corazón


Entronización del Sagrado Corazón en el Hogar


Jesus Rey de Amor, Padre Mateo Crawley


Hora Santa Padre Mateo Crawley


Corazón de Jesús de Fray Antonio Royo Marín






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