jueves, 12 de septiembre de 2024

Génesis 3, 4-5


 

Génesis 3, 4-5


"Replicó la serpiente a la mujer: «De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal.»"



La Misión de la Iglesia


849 El mandato misionero. «La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser "sacramento universal de salvación", por exigencia íntima de su misma catolicidad, obedeciendo al mandato de su Fundador se esfuerza por anunciar el Evangelio a todos los hombres» (AG 1): "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 19-20)


850 El origen la finalidad de la misión. El mandato misionero del Señor tiene su fuente última en el amor eterno de la Santísima Trinidad: "La Iglesia peregrinante es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre" (AG 2). El fin último de la misión no es otro que hacer participar a los hombres en la comunión que existe entre el Padre y el Hijo en su Espíritu de amor (cf  RM 23).


851 El motivo de la misión. Del amor de Dios por todos los hombres la Iglesia ha sacado en todo tiempo la obligación y la fuerza de su impulso misionero: "porque el amor de Cristo nos apremia..." (2 Co 5, 14; cf AA 6; RM 11). En efecto, "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad" (1 Tm 2, 4). Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera.



La Secularización


En el viaje del Papa Francisco a Canada, Pontífice reflexionó sobre la verdadera alegría, que «no es una alegría fácil, esa que a menudo nos propone el mundo, ilusionándonos con fuegos artificiales; esta alegría no está ligada a riquezas y seguridades; tampoco está ligada a la persuasión de que en la vida nos irá siempre bien, sin cruces ni problemas».


El Papa Francisco señaló que «la alegría cristiana, está unida a una experiencia de paz que permanece en el corazón incluso cuando estamos rodeados de pruebas y aflicciones, porque sabemos que no estamos solos, sino acompañados de un Dios que no es indiferente a nuestra suerte».


En cuanto al problema de la secularización, Francisco dijo que «para nosotros cristianos, no debe ser la menor relevancia social de la Iglesia o la pérdida de riquezas materiales y privilegios; más bien, esta nos pide que reflexionemos sobre los cambios de la sociedad, que han influido en el modo en el que las personas piensan y organizan la vida. Si nos detenemos en este aspecto, nos damos cuenta de que no es la fe la que está en crisis, sino ciertas formas y modos con los que anunciamos».


Desde el punto de vista fenomenológico, por secularización se entiende un proceso que caracteriza sobre todo a las sociedades occidentales y está marcado por el abandono de los esquemas religiosos y de los comportamientos de carácter sagrado. Históricamente, este proceso se relaciona con el de emancipación de la esfera política con respecto a la religiosa, y se ha considerado a sí mismo como restablecimiento de la razón y de lo que es razonable. Parecía que, separando los valores del cristianismo, privatizando la fe y considerando  la  moral autónoma de la religión, se pondrían las bases para construir una humanidad auténticamente libre y digna.


Pero la historia misma se ha encargado de desmentir estos "mesianismos sin mesías". Y a un precio muy elevado. La visión secularista, inmanente y cerrada a los valores trascendentes, ya no ha podido esconder su inhumanidad, precisamente porque la apertura a Dios constituye una dimensión fundamental del hombre. En efecto, con el tiempo la verdad ha sido sustituida por la ideología, o por el escepticismo y el nihilismo. Pero todo ello, a diferencia de la verdad, no nutre, sino que intoxica; no ilumina el intelecto, sino que lo despista; no alimenta la vida interior, sino que la mortifica y hasta la sofoca; no refuerza los valores, sino que los hace más inciertos, e incluso los vacía.


El Papa Benedicto XVI, refiriéndose a este cuadro, con ocasión del 50° aniversario de los Tratados de Roma, habló de "apostasía" de Europa de sí misma, antes que de Dios, y de la paradoja por la que Europa desea convertirse en una comunidad de valores, pero cada vez más a menudo rechaza que existan valores universales (cf. Discurso con ocasión del 50° aniversario de la firma de los Tratados de Roma, 24 de marzo de 2007:  L'Osservatore  Romano, edición en lengua española, 30 de marzo de 2007, p. 3).


Durante su reciente viaje a Brasil, en el discurso dirigido al Episcopado latinoamericano, Benedicto XVI recordó que "donde Dios está ausente —el Dios del rostro humano de Jesucristo— estos valores no se muestran con toda su fuerza, ni se produce un consenso sobre ellos. No quiero decir -subraya el Papa- que los no creyentes no puedan vivir una moralidad elevada y ejemplar; digo solamente que una sociedad en la que Dios está ausente no encuentra el consenso necesario sobre los valores morales y la fuerza para vivir según la pauta de estos valores, aun contra los propios intereses" (Discurso, 13 de mayo de 2007:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de mayo de 2007, p. 10).





Génesis 11, 4-9


"Luego dijo: «Oye, construyamos una ciudad y una torre con un pico en el cielo, y seremos famosos, así que nos desperdiciaremos por toda la tierra.»

Vea Yahvé la ciudad y la torre que construyeron los hombres, y digo Yahveh: «Aquí cada uno es un pequeño pueblo con la misma lengua, y este es el comienzo de su obra. Ahora nada de lo que se proponga será imposible.

Ea, pues, bajemos, y una vez allí confundamos tu lengua, para que no entiendas a cada uno de tu prójimo.»

Y desde entonces arrasaron a Yahveh por toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad.

Por eso la llamamos Babel; porque allí Yahveh enredó la lengua del mundo entero, y desde allí destruí a Yahveh por toda la tierra."






Ante esas dificultades y ese desconcierto, se abre camino la certeza de que es necesario romper el vínculo que, durante demasiado tiempo, ha unido la secularización a la aversión o, por lo menos, al desencanto con respecto a la religión. En otras palabras, existe la convicción de que hay que acabar con el postulado que hace coincidir de modo indiscutible el progreso con la ideología secularista, y la religión se acredita como reserva de sentido para la sociedad misma.


El Señor, que detesta la mundanidad, tiene una mirada buena sobre el mundo. Él bendice nuestra vida, dice bien de nosotros y de nuestra realidad, se encarna en las situaciones de la historia no para condenar, sino para hacer brotar la semilla del Reino precisamente ahí donde parecería que triunfan las tinieblas.


Dios, en efecto, no nos quiere esclavos sino hijos, no quiere decidir en nuestro lugar ni oprimirnos con un poder sagrado en un mundo gobernado por leyes religiosas. No, Él nos ha creado libres y nos pide que seamos personas adultas, personas responsables en la vida y en la sociedad. Otra cosa ―distinguía San Pablo VI― es el secularismo, una concepción de vida que separa totalmente del vínculo con el Creador, de modo que se vuelve «superfluo y hasta un obstáculo» y se generan «nuevas formas de ateísmo» sutiles y variadas: «una civilización del consumo, el hedonismo erigido en valor supremo, una voluntad de poder y de dominio, de discriminaciones de todo género» (iibíd.). A nosotros como Iglesia, sobre todo como pastores del Pueblo de Dios, como pastores, como consagradas, como consagrados, diáconos, seminaristas, como agentes de pastoral, a todos nosotros nos toca saber hacer estas distinciones, discernir. Si cedemos a la mirada negativa y juzgamos de modo superficial, corremos el riesgo de transmitir un mensaje equivocado, como si detrás de la crítica sobre la secularización estuviera, por parte nuestra, la nostalgia de un mundo sacralizado, de una sociedad de otros tiempos en la que la Iglesia y sus ministros tenían más poder y relevancia social. Y esta es una perspectiva equivocada.


El problema de la secularización, para nosotros cristianos, no debe ser la menor relevancia social de la Iglesia o la pérdida de riquezas materiales y privilegios; más bien, esta nos pide que reflexionemos sobre los cambios de la sociedad, que han influido en el modo en el que las personas piensan y organizan la vida. Si nos detenemos en este aspecto, nos damos cuenta de que no es la fe la que está en crisis, sino ciertas formas y modos con los que anunciamos. Por eso, la secularización es un desafío a nuestra imaginación pastoral, es «la oportunidad para recomponer la vida espiritual en nuevas formas y también para nuevas maneras de existir» (C. Taylor, A Secular Age, Cambridge 2007, 437). De este modo, mientras la mirada que discierne nos hace ver las dificultades que tenemos en transmitir la alegría de la fe, a la vez nos estimula a volver a encontrar una nueva pasión por la evangelización, a buscar nuevos lenguajes, a cambiar algunas prioridades pastorales e ir a lo esencial.








Compendio 898: La vocación de los laicos


"Los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios [...] A ellos de manera especial corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza del Creador y Redentor" (LG 31).

De entrada se nos ha dado en este texto la clave, la esencia de cuál es la vocación del laico en el mundo, que podríamos resumirlo en una palabra: "Cristificar el mundo", llevar Cristo a todos los lugares, que no haya ninguna realidad temporal que no este Cristificada.

El gran peligro que tendríamos, si no existiese la vocación laical, sería la oposición entre lo sagrado y lo mundano; donde lo sagrado son los signos que la jerarquía hace durante la celebración de los sacramentos, lo religioso, lo santo, todo aquello que está ligado al culto; y todo el resto sería como lo "mundano": "lo que no es de Cristo". Esa oposición no es correcta: todo es de Cristo; no solo es de Cristo lo "sagrado": todo el mundo es de Cristo.

La Meta de la Iglesia es que todo este hecho para gloria de Dios; las realidades temporales estén ordenadas según Dios. Lo propio de la vocación laical es que se viva la vocación que sea, según Dios: el trabajo, la medicina…, todo se realice de una manera vocación haciendo presente a Cristo en ella.

¿Qué se entiende por vida espiritual? La vida espiritual no es una vida distinta a la vida "mundanal", es la misma vida del mundo pero vivida en el Espíritu de Cristo. En caso contrario tenemos el peligro de vivir en un dualismo entre lo mundano y lo religioso. Es verdad que el termino mundano aparece a veces en el sentido de "pecaminoso", contrario a los caminos de Cristo: "Vosotros no sois de este mundo, pero estáis en el mundo". Pero ahora nos referimos a la palabra "mundo" a todo lo creado por Dios. Todo lo temporal, todo lo material: "Y dijo Dios: hágase…., y vio Dios que era bueno".

En ese sentido estamos llamados a clasificar todo el mundo, y la vida espiritual no es una vida ajena a la vida del mundo.

Para el Señor "el mundo es su trono". Cristo no solo esta entronizado en el cielo.

El Señor quiere que la liturgia eucarística la vivamos con intensidad y según las normas litúrgicas, también quiere que en la familia se viva santamente, que en el trabajos se haga con dignidad y con vocación de "perfección cristiana"; y que la enseñanza este bien realizada, y hasta el trabajo más humilde este cristificado. 



En este "secularismo" ( este "ismo" quiere indicar un matiz negativo) en el que vivimos, a veces se pretende encerrar a Cristo, a lo religioso, en la sacristía,; como si fuera de los muros de la Iglesia no existiera la vida religiosa. Pues no es cierto: Todo está llamado a ser Cristificado; el trono de Cristo es el mundo: CRISTO ES REY DE ESTE MUNDO.


-LUMEN GENTIUM, 31




También en LUMEN GENTIUM 

19. El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los que El quiso, eligió a doce para que viviesen con El y para enviarlos a predicar el reino de Dios (cf. Mc 3,13-19; Mt 10,1-42); a estos Apóstoles (cf. Lc 6,13) los instituyó a modo de colegio, es decir, de grupo estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos mismos (cf. Jn 21,15-17). Los envió primeramente a los hijos de Israel, y después a todas las gentes (cf. Rm 1,16), para que, participando de su potestad, hiciesen discípulos de El a todos los pueblos y los santificasen y gobernasen (cf. Mt 28,16-20; Mc 16, 15; Le 24,45-48; Jn 20,21-23), y así propagasen la Iglesia y la apacentasen, sirviéndola, bajo la dirección del Señor, todos los días hasta la consumación de los siglos (Mt 28,20). En esta misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés (cf. Hch 2,1-36), según la promesa del Señor: «Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaría y hasta el último confín de la tierra» (Hch 1,8). Los Apóstoles, pues, predicando en todas partes el Evangelio (cf. Mc 16,20), recibido por los oyentes bajo la acción del Espíritu Santo, congregan la Iglesia universal que el Señor fundó en los Apóstoles y edificó sobre el bienaventurado Pedro, su cabeza, siendo el propio Cristo Jesús la piedra angular (cf. Ap 21, 14; Mt 16, 18; Ef 2, 20) [39].


20. Esta divina misión confiada por Cristo a los Apóstoles ha de durar hasta él fin del mundo (cf. Mt 28,20), puesto que el Evangelio que ellos deben propagar es en todo tiempo el principio de toda la vida para la Iglesia. Por esto los Apóstoles cuidaron de establecer sucesores en esta sociedad jerárquicamente organizada.


En efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio[40], sino que, a fin de que la misión a ellos confiada se continuase después de su muerte, dejaron a modo de testamento a sus colaboradores inmediatos el encargo de acabar y consolidar la obra comenzada por ellos [41], encomendándoles que atendieran a toda la grey, en medio de la cual el Espíritu Santo los había puesto para apacentar la Iglesia de Dios (cf. Hch 20,28). Y así establecieron tales colaboradores y les dieron además la orden de que, al morir ellos, otros varones probados se hicieran cargo de su ministerio [42]. Entre los varios ministerios que desde los primeros tiempos se vienen ejerciendo en la Iglesia, según el testimonio de la Tradición, ocupa el primer lugar el oficio de aquellos que, ordenados Obispos por una sucesión que se remonta a los mismos orígenes [43], conservan la semilla apostólica [44]. Así, como atestigua San Ireneo, por medio de aquellos que fueron instituidos por los Apóstoles Obispos y sucesores suyos hasta nosotros, se manifiesta [45] y se conserva la tradición apostólica en todo el mundo [46].


Los Obispos, pues, recibieron el ministerio de la comunidad con sus colaboradores, los presbíteros y diáconos [47], presidiendo en nombre de Dios la grey [48], de la que son pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros de gobierno [49]. Y así como permanece el oficio que Dios concedió personalmente a Pedro; príncipe de los Apóstoles, para que fuera transmitido a sus sucesores, así también perdura el oficio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ejercer de forma permanente el orden sagrado de los Obispos [50]. Por ello, este sagrado Sínodo enseña que los Obispos han sucedido [51], por institución divina, a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, de modo que quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y a quien le envió (cf. Lc 10,16).





-Lo sagrado  


Jesucristo es sagrado, y lo es por su humanidad. Sólo en él coinciden totalmente el Santo y lo sagrado. Y en Cristo, en su Cuerpo, que es la Iglesia, son sagradas aquellas criaturas -personas, cosas, lugares, tiempos- que, en modo manifiesto a los creyentes, han sido elegidas por el Santo para obrar especialmente por ellas la santificación.


Según esto, santo y sagrado son distintos (hágios y hierós). Un ministro sagrado, por ejemplo, si es pecador, no es santo, pero sigue siendo sagrado, y puede realizar con eficacia y validez ciertas funciones sagradas que le son propias. Tampoco se confunden profano y pecaminoso: las cosas son profanas, simplemente, en la medida en que no son sagradas. En fin, el cosmos no es sagrado para los cristianos, a no ser en un sentido sumamente amplio e impropio.


-Viene de iniciativa divina.


Avancemos otro paso. Lo sagrado cristiano surge por iniciativa divina, porque Dios quiere elegir unas criaturas para santificar por ellas a otras. El podría haber santificado a los hombres sin mediaciones creaturales, pero, sólo por bondad y por amor, quiso asociar de manera especial en la Iglesia ciertas criaturas a su causalidad santificadora. En una decisión completamente libre, quiso el Señor elegir-llamar-consagrar-enviar a algunas criaturas (sacerdotes, agua, aceite, pan, vino, libros, ritos, lugares, días y tiempos), comunicándoles una objetiva virtualidad santificante, y haciendo de ellas lugares de gracia, espacios y momentos privilegiados para el encuentro con El.


-En modos visibles y sensibles.


Es la economía sacramental de lo sagrado: signo visible de acciones invisibles de la gracia. Surge lo sagrado de que quiso Dios comunicarse a los hombres de modo manifiesto y sensible -patente, se entiende, para los creyentes-. Así Dios se acomoda al hombre. En este sentido, el fundamento de lo sagrado está en el carácter mediato de nuestra experiencia de Dios. Como bien señala Audet, lugares, ritos, templos, «todo esto no existiría si, en lugar de una experiencia mediata de lo divino, pudiéramos tener desde ahora una experiencia inmediata» (Le sacré 37). Por eso sabemos que toda estructura sacral se desvanece en el cielo, cuando «Dios sea todo en todas las cosas» (1 Cor 15,28; +Ap 21-22). Es ahora, en el tiempo, cuando Dios concede al hombre la ayuda de lo sagrado.



Observemos también que lo sagrado eleva las criaturas a una nueva dignidad, sobre la que ya tenían por su misma naturaleza, mientras que, por el contrario, la desacralización las rebaja en un movimiento descendente. La eucaristía, por ejemplo, se celebra en hermosas modalidades sagradas, y la comida familiar es elevada por la oración de acción de gracias (ascenso). O por el contrario, la eucaristía se celebra como una comida ordinaria, y los laicos comen igual que si fueran paganos, sin acción de gracias (descenso). La dignidad del hombre y de la naturaleza se ve conservada y elevada por lo sagrado, mientras que la desacralización rebaja y degrada el mismo orden natural. Esto es de experiencia universal, no sólo en el mundo cristiano.


-El sagrado-cristiano es de unión,


no de separación.


Por último, señalemos que la sacralidad cristiana es de unión, no es tabú, no es de separación. Por eso la distinción de las personas y cosas sagradas mediante ciertos signos sensibles, lejos de estar destinada a causar separación, es para una mayor unión. En efecto, el pan eucarístico no lo toca cualquiera, por supuesto, pero está hecho precisamente para que lo coman los cristianos. El templo es sagrado, pero justamente por eso está abierto a todos, a diferencia de las casas privadas. Un sacerdote, por ser ministro sagrado, puede ser abordado por cualquiera, mientras que un laico no tiene por qué ser tan asequible a todos. Las sacralidades cristianas no son de separación, sino de unión.








Espiritualidad de lo sagrado


El amor a lo sagrado en la Iglesia pertenece a la esencia de la espiritualidad católica. El cristiano no ignora ni menosprecia el orden sacral dispuesto por el Señor con tanto amor, sino que se adentra en él gozosamente, sin confundir nunca lo sagrado y el Santo, sin temor a falsas ilusiones, pues la Iglesia ya se cuida bien de que las sacralidades cristianas no caigan en idolatría, superstición, tabú o magia. El cristiano genuino es practicante, por supuesto: busca asiduamente al Santo en las cosas sagradas de la Iglesia: en la Escritura, en el templo, en los ministros sagrados, en los sacramentos, en la asamblea de los fieles, en el Magisterio, en el domingo y el Año litúrgico, y también en los sacramentales (SC 7, 47-48, 59-60, etc.). El cristiano, en fin, busca al Santo -no exclusivamente, pero sí principalmente- en lo sagrado, allí donde él ha querido manifestarse y comunicarse con especial intensidad, certeza y significación sensible. Este es un rasgo constitutivo de la espiritualidad católica.


El que es pelagiano, o al menos voluntarista, no aprecia debidamente lo sagrado. Y es que no busca su santificación en la gracia de Dios, sino más bien en su propia esfuerzo personal. No busca tanto ser santificado por Cristo, como santificarse él mismo según sus fuerzas, sus modos y maneras. No entiende la gratuidad de lo sagrado. No comprende que la santificación es ante todo don de Dios, que él confiere a los creyentes sobre todo a través de los signos sagrados que él mismo ha establecido. No cree en la especial virtualidad santificante de lo sagrado: «¿Por qué rezar la Liturgia de las Horas, y no una oración más de mi gusto? ¿Qué más da ir a misa el domingo o un día de labor? ¿Qué interés hay en tratar con los sacerdotes? ¿Qué tiene el templo que no tenga otro lugar cualquiera?»... El sólo confía en su propia mente y voluntad para santificarse: para él sólo cuenta lo que le da más devoción a su sensibilidad, lo que su mente capta mejor, lo que más se acomoda a su modo de ser. El orden de sacralidades dispuesto por Dios es para él insignificante. Por eso o se aleja de lo sagrado o lo usa arbitrariamente, sólo si coincide con su inclinación, o si puede adaptarlo a sus gustos y criterios.


Por el contrario, los santos han mostrado siempre un amor humilde y conmovedor a lo sagrado. Recordemos, por ejemplo, el amor de San Francisco de Asís por las iglesias, las campanas, los objetos de culto, los sacerdotes, todo lo relacionado con la sagrada eucaristia o con la Escritura (Ctas. a toda la Orden; Iª a los custodios). El, que reparó varios templos, confiesa en su Testamento: «El Señor me dio una fe tal en las iglesias, que oraba y decia así sencillamente: Te adoramos, Señor Jesucristo, aquí y en todas las iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo».




Informe sobre la fe



El mundo admite a los cristianos sólamente en la medida en que éstos dejan de serlo, es decir, cuando pierden su fe en Cristo. Entonces es cuando les acoge, y les da lugar, voz y posibilidad de acción. Como decía San Juan, «ellos son del mundo, y por eso hablan el lenguaje del mundo, y el mundo los oye. Nosotros somos de Dios» (1Jn 4,5-6).


Según esto, la apostasía significa normalmente una asimilación del mundo presente. Pero, atención a esto, en los pueblos descristianizados la apostasía se produce frecuentemente también por asimilación de un cristianismo falsificado. El mundo, como digo, acoge sin problema alguno a los falsos cristianos, reconociéndolos como suyos, y hasta llega a promocionarlos.


Pues bien, en este segundo sentido, sobre todo, el Cardenal Ratzinger, en su Informe sobre la fe (1984), nos da una visión autorizada de la situación del Occidente descristianizado.


-Malas teologías. «Gran parte de la teología parece haber olvidado que el sujeto que hace teología no es el estudioso individual, sino la comunidad católica en su conjunto, la Iglesia entera. De este olvido del trabajo teológico como servicio eclesial se sigue un pluralismo teológico que en realidad es, con frecuencia, puro subjetivismo, individualismo que tiene poco que ver con las bases de la tradición común... con grave daño para el desconcertado pueblo de Dios... En esta visión subjetiva de la teología, el dogma es considerado con frecuencia como una jaula intolerable, un atentado a la libertad del investigador» (79-80). Esta abundancia de errores y de falsificaciones de la fe repercute inevitablemente en la catequesis. Se hace necesario reconocer que «algunos catecismos y muchos catequistas ya no enseñan la fe católica en la armonía de su conjunto, sino algunos aspectos del cristianismo que se consideran «más cercanos a la sensibilidad contemporánea» (80).


-Ruptura con la tradición eclesial, y mundanización del cristianismo. «Después del Concilio se produjo una situación teológica nueva:


«a) se formó la opinión de que la tradición teológica existente hasta entonces no resultaba ya aceptable y que, por tanto, era necesario buscar, a partir de la Escritura y de los signos de los tiempos, orientaciones teológicas y espirituales totalmente nuevas;


«b) la idea de apertura al mundo y de comprometerse con el mundo se transformó frecuentemente en una fe ingenua en las ciencias; una fe que acogió las ciencias humanas como un nuevo evangelio, sin querer reconocer sus limitaciones y sus propios problemas. La psicología, la sociología y la interpretación marxista de la historia fueron consideradas como científicamente garantizadas, y, por tanto, como instancias indiscutibles del pensamiento cristiano;


«c) la crítica de la tradición por parte de la exégesis evangélica moderna, especialmente de Rudolf Bultmann y de su escuela, se convirtió en una instancia teológica inconmovible, que obstruyó el camino a las formas hasta entonces válidas de la teología, alentando de este modo otras nuevas construcciones» (196).


-Proliferación de herejías. De lo anterior se sigue necesariamente un «confuso período en el que todo tipo de desviación herética parece agolparse a la puertas de la auténtica fe católica» (114). Se pueden señalar, por ejemplo, la negación práctica del pecado original y de sus consecuencias (87-89, 160-161), el humanismo arriano sobre Cristo (85), el eclipse de la teología de la Virgen (113), la deformación del misterio de la Iglesia (53-54, 60-61), la negación del demonio (149-158), la devaluación de la redención (89), etc.


Y sin embargo, las herejías «no las encontramos hoy día casi nunca de una forma clara. Y no porque no existan, sino porque no quieren aparecer como tales... A diario admiro la habilidad de los teólogos que logran sostener exactamente lo contrario de lo que con toda claridad está escrito en claros documentos del Magisterio» (31). El libre-pensamiento, tan entrañado en el protestantismo como en el liberalismo, lleva a los cristianos al relativismo o si se quiere a un cierto modo de agnosticismo. Y así, «en medio de un mundo donde, en el fondo, el escepticismo ha contagiado también a muchos creyentes, es un verdadero escándalo la convicción de la Iglesia de que hay una Verdad con mayúscula y que esta Verdad es reconocible, expresable y, dentro de ciertos límites, definible también con precisión» (28).


-Nuevas morales. A juicio del cardenal Ratzinger, «el liberalismo económico encuentra, en el plano moral, su exacta correspondencia en el permisivismo. En consecuencia, se hace difícil, cuando no imposible, presentar la moral de la Iglesia como razonable; se halla ésta demasiado distante de lo que consideran obvio y normal la mayoría de las personas, condicionadas por una cultura hegemónica, a la cual han acabado por amoldarse, como autorizados valedores, incluso no pocos moralistas «católicos»» (91-92).


En efecto, «la mentalidad hoy dominante ataca los fundamentos mismos de la moral de la Iglesia que, si se mantiene fiel a sí misma, corre el peligro de aparecer como un anacronismo, como un embarazoso cuerpo extraño. Así, muchos moralistas occidentales, con la intención de ser todavía creíbles, se creen en la obligación de tener que escoger entre la disconformidad con la sociedad y la disconformidad con la Iglesia... Pero este divorcio creciente entre Magisterio y nuevas teologías morales provoca lastimosas consecuencias» (94-95), por ejemplo, en la moral de la sexualidad (95-96).


Por lo que a la moral social se refiere, enseñan en contra de la doctrina social de la Iglesia «aquellos teólogos [de la liberación] que de alguna manera han hecho propia la opción fundamental marxista» (193). «Decepciona dolorosamente que prenda en sacerdotes y en teólogos esta ilusión tan poco cristiana de poder crear un hombre y un mundo nuevos, no ya mediante una llamada a la conversión personal, sino actuando sólamente sobre las estructuras sociales y económicas» (211).


-La debilitación de las misiones. Habiendo «disminuído el carácter esencial del bautismo, se ha llegado a poner un énfasis excesivo en los valores de las religiones no cristianas, que algún teólogo llega a presentar no como vías extraordinarias de salvación, sino incluso como caminos ordinarios... Tales hipótesis obviamente han frenado en muchos la tensión misionera» (220; +152-154). La exaltación, en efecto, de ciertas religiosidades no cristianas, hace imposible dirigirles la Palabra apostólica en toda su fuerza: «Vosotros estábais muertos en vuestros pecados, viviendo según el mundo, sujetos al demonio y a las inclinaciones del hombre carnal. Pero el amor misericordioso de Dios os dio vida por Cristo -por gracia habéis sido salvados-» (resumen de Ef 2,1-5). Esta visión del Apóstol, para los amatores mundi, que incluyen en su enamoramiento del mundo una valoración exaltada de las religiones no cristianas, o de algunas de ellas, resulta escandalosa e inadmisible.


Así las cosas, «los cristianos son de nuevo minoría, más que en ninguna otra época desde finales de la antigüedad» (35). O lo que es lo mismo: el ateísmo o el agnosticismo, el esoterismo, las sectas y las religiones no cristianas, están creciendo en el mundo durante estos decenios mucho más que el cristianismo.


La descristianización de los países ricos, escándalo de los países pobres


La apostasía por mundanización se ha producido ante todo en países ricos de muy antigua filiación cristiana. En efecto, la mayor parte de las herejías o desviaciones de la fe católica han nacido en el Occidente. Y así, de las mismas regiones desde donde antiguamente, y hasta hace poco, se irradiaba al mundo fe y costumbres cristianas, hace ya decenios que más bien se van difundiendo hacia toda la humanidad la duda, el nihilismo y la degradación moral.


Antes de recibir el Evangelio, los hombres adámicos tienden a admirar y a imitar a los ricos -aunque los odien-, pues la riqueza, la fuerza y el poder que en éstos ven, expresa justamente la posición ideal que ellos desean. Y eso explica que todos los vicios de Occidente -la soberbia, la avaricia materialista, la lujuria, la irreligiosidad y todos los demás- causen estragos de fascinación e imitación en los pueblos subdesarrollados.







Un mundo sin Dios se vuelve contr el hombre




Reino de Cristo


Sin ningún complejo de inferioridad respecto del mundo, los cristianos, aunque se vean como ciudadanos marginados, fuera de la ley, siempre amenazados de muerte, confiscación o cárcel y, a los ojos humanos, sin ningún horizonte histórico, gente que no tiene salida, saben que en Cristo son reyes. Saben que Cristo venció al mundo en la cruz, y que fue allí precisamente donde mostró ser Rey del universo, atrayendo a todos hacia sí. Del mismo modo, los cristianos mártires saben que por sus combates victoriosos se manifiesta y se extiende el Reino de Cristo, inaugurado ya para siempre en el Calvario.


En este sentido, es significativo que en el final de las Passiones de los mártires se halla a veces una afirmación solemne del reinado universal de Cristo: «Padecieron los beatísimos mártires Luciano y Marciano siete días antes de las calendas de noviembre, bajo el emperador Decio y el procónsul Sabino, reinando nuestro Señor Jesucristo, a quien sea honor y gloria, virtud y poder, por los siglos de los siglos. Amén».







Mártires, una misión eficaz

Homilía Monseñor Fridolin Ambongo La Iglesia de la República Democrática del Congo tiene cuatro nuevos beatos que dan testimonio de la labor...