martes, 29 de agosto de 2023

"Cuando me pregunten: "¿Cuál es su nombre?", ¿qué les responderé?" Gén. 3,13






"Dijo Dios a Moisés: «Yo soy el que soy.» Y añadió: «Así dirás a los israelitas: "Yo soy" me ha enviado a vosotros.»" (Gén. 3, 14)








El segundo mandamiento del decálogo es: No tomarás el nombre de Dios en vano. Este mandamiento manda honrar y respetar el nombre de Dios (Cf. Catecismo, 2142), que no se ha de pronunciar «sino para bendecirlo, alabarlo y glorificarlo» (Catecismo, 2143).

 De lo contrario, el hombre pierde, en mayor o menor escala, el sentido de la realidad: olvida quién es Dios y quién es él; y reincide en la tentación del origen. (Pecado Original)

El segundo mandamiento: "No tomarás el nombre de Dios en vano". Prescribe respetar el nombre del Señor" y manda honrar el nombre de Dios. Siempre según el Catecismo, no se ha de pronunciar "sino para bendecirlo, alabarlo y glorificarlo".

2143 Entre todas las palabras de la revelación hay una, singular, que es la revelación de su Nombre. Dios confía su Nombre a los que creen en El; se revela a ellos en su misterio personal. El don del Nombre pertenece al orden de la confidencia y la intimidad. ‘El nombre del Señor es santo’. Por eso el hombre no puede usar mal de él. Lo debe guardar en la memoria en un silencio de adoración amorosa (cf Za 2, 17). No lo empleará en sus propias palabras, sino para bendecirlo, alabarlo y glorificarlo (cf Sal 29, 2; 96, 2; 113, 1-2).

2144 “La deferencia respecto a su Nombre expresa la que es debida al misterio de Dios mismo y a toda la realidad sagrada que evoca. El sentido de lo sagrado pertenece a la virtud de la religión:

Los sentimientos de temor y de ‘lo sagrado’ ¿son sentimientos cristianos o no? Nadie puede dudar razonablemente de ello. Son los sentimientos que tendríamos, y en un grado intenso, si tuviésemos la visión del Dios soberano. Son los sentimientos que tendríamos si verificásemos su presencia. En la medida en que creemos que está presente, debemos tenerlos. No tenerlos es no verificar, no creer que está presente. (Newman, par. 5, 2).










Benedicto XVI: "hoy consideramos el 2º Mandamiento de la Ley de Dios: "No tomarás el nombre de Dios en vano". En positivo, debemos respetar el nombre del Señor. Jesucristo reprocha a los escribas y fariseos abusar del nombre de Dios, puesto que —mediante una compleja casuística que habían inventado— sabían encontrar subterfugios para usar retorcidamente (¡siempre en beneficio propio!) el juramento.

Dios —como un regalo— nos ha revelado su Santo Nombre: debemos guardarlo en la memoria, en un silencio de amorosa adoración. Sin embargo, de ninguna palabra se ha abusado tanto como de la palabra "Dios". Un solo ejemplo: los cinturones del ejército nazi llevaban grabada la frase "Dios con nosotros". Aparentemente se honraba el nombre de Dios, pero —en realidad— se le profanaba gravemente para los propios fines. Esas profanaciones de su nombre van desfigurando el rostro de Dios, hasta hacerlo irreconocible.

—Dios mío, quiero adorarte invocando muchas veces tu Nombre "tres veces Santo", y deseo alzar tu dulce nombre de Dios-Hombre: ¡Jesús!"










«El nombre de una persona expresa la esencia, su identidad y el sentido de su vida. Dios tiene un nombre. No es una fuerza anónima» (Catecismo, 203). Sin embargo, Dios no puede ser abarcado por los conceptos humanos, ni hay idea capaz de representarlo, ni nombre que pueda expresar exhaustivamente la esencia divina. Dios es “Santo”, lo que significa que es absolutamente superior, que está por encima de toda criatura, que es trascendente.

A pesar de todo, para que podamos invocarle y dirigirnos personalmente a Él, en el Antiguo Testamento «se reveló progresivamente y bajo diversos nombres a su pueblo» (Catecismo, 204). El nombre que manifestó a Moisés indica que Dios es el Ser por esencia, que no ha recibido el ser de nadie y del que todo procede: «Dijo Dios a Moisés: “Yo soy el que soy”. Y añadió: “Así dirás a los hijos de Israel: ‘Yo soy’ [Yahvé: ‘Él es’] me ha enviado a vosotros” (...) Este es mi nombre para siempre» (Ex 3,13-15; Cf.Catecismo, 213). Por respeto a la santidad de Dios, el pueblo de Israel no pronunciaba su nombre sino que lo sustituía por el título “Señor” (“Adonai”, en hebreo; “Kyrios”, en griego) (Cf. Catecismo, 209). Otros nombres de Dios en el Antiguo Testamento son: “Élohim”, que es el plural mayestático de ‘plenitud’ o ‘grandeza’; “El-Saddai”, que significa poderoso, omnipotente.








En el Nuevo Testamento, Dios da a conocer el misterio de su vida íntima: que es un solo Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Jesucristo nos enseña a llamar a Dios “Padre” (Mt 6.9): “Abbá” que es el modo familiar de decir Padre en hebreo (Cf. Rm 8,15). Dios es Padre de Jesucristo y Padre nuestro, aunque no del mismo modo, porque Él es el Hijo Unigénito y nosotros hijos por adopción. Pero esa peculiar adopción nos hace verdaderamente hijos (Cf. 1 Jn 3,1), hermanos de Jesucristo (Rm 8,29), porque el Espíritu Santo ha sido enviado a nuestros corazones y participamos de la naturaleza divina (Cf. Gal 4,6; 2 P 1,4). Somos hijos de Dios en Cristo. En consecuencia, podemos dirigirnos a Dios llamándole con verdad “Padre”.

En el Padrenuestro rezamos: “Santificado sea tu nombre”. El término “santificar” debe entenderse, aquí, en el sentido de «reconocer el nombre de Dios como santo, tratar su nombre de una manera santa» (Catecismo, 2807). Es lo que hacemos cuando adoramos, alabamos o damos gracias a Dios. Pero las palabras “santificado sea tu nombre” son también una de las peticiones del Padrenuestro: al pronunciarlas pedimos que su nombre sea santificado a través de nosotros, es decir, que con nuestra vida le demos gloria y llevemos a los demás a glorificarle (Cf. Mt 5,16). «Depende de nuestra vida y de nuestra oración que su Nombre sea santificado entre las naciones» (Catecismo, 2814).

El respeto al nombre de Dios reclama también respeto al nombre de la Santísima Virgen María, de los Santos y de las realidades santas en las que Dios está presente de un modo u otro, ante todo la Santísima Eucaristía, verdadera Presencia de Jesucristo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, entre los hombres.








El que pronuncia el nombre de Dios lo debería hacer siendo consciente de la responsabilidad que esto implica para él ante Dios. Una manera muy grave de tomar el nombre de Dios en vano, es la blasfemia, en la cual intencionadamente se denigra, burla o injuria a Dios. También el que invoca a Dios para mentir, toma en vano el nombre de Dios.

En el curso de la historia muchas veces fue tomado en vano el nombre de Dios para enriquecerse, librar guerras, discriminar personas, torturar y matar.

También en la vida cotidiana se transgrede el segundo mandamiento. Ya la mención irreflexiva de los nombres “Dios", “Jesucristo" o “Espíritu Santo" en conversaciones poco serias, es pecado. Lo mismo sucede con las maldiciones, en las cuales se menciona a Dios o Jesús y no pocas veces en expresiones ajenas a la realidad, y los chistes en los cuales aparecen Dios, el Padre, Jesucristo o el Espíritu Santo.













El segundo mandamiento prohíbe todo uso inconveniente del nombre de Dios (Cf. Catecismo, 2146), y en particular la blasfemia, que «consiste en proferir contra Dios —interior o exteriormente— palabras de odio, de reproche, de desafío (...). Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte. [...] La blasfemia es de suyo un pecado grave» (Catecismo, 2148).

También prohíbe jurar en falso (Cf. Catecismo, 2150). Jurar es poner a Dios por testigo de lo que se afirma (por ejemplo, para dar garantía de una promesa o de un testimonio). Es lícito el juramento, cuando es necesario y se hace con verdad y con justicia: por ejemplo, en un juicio o al asumir un cargo (Cf. Catecismo, 2154). Por lo demás, el Señor enseña a no jurar: «sea vuestro lenguaje: sí, sí; no, no» (Mt 5,37; Cf. St 5,12; Catecismo, 2153).


El nombre del cristiano

«El hombre es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma»[13]. No es “algo” sino “alguien”, una persona. «Solo él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y esta es la razón fundamental de su dignidad» (Catecismo, 356). En el Bautismo, recibe un nombre que representa su singularidad irrepetible ante Dios y ante los demás (Cf. Catecismo, 2156, 2158). Bautizar también se dice “cristianizar”. Cristiano, seguidor de Cristo, es nombre propio de todo bautizado: «fue en Antioquía donde los discípulos [los que se convertían al ser evangelizados] recibieron por primera vez el nombre de cristianos» (Hch 11,26).






Dios llama a cada uno por su nombre (Cf. 1 S 3,4-10; Is 43,1; Jn 10,3; Hch 9,4 ). Ama a cada uno personalmente. De cada uno espera una respuesta de amor: «amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas». Nadie puede sustituirnos en esa respuesta. San Josemaría anima a meditar «con calma aquella divina advertencia, que llena el alma de inquietud y, al mismo tiempo, le trae sabores de panal y de miel: redemi te et vocavi te nomine tuo: meus es tu (Is 43,1); te he redimido y te he llamado por tu nombre: ¡eres mío! No robemos a Dios lo que es suyo. Un Dios que nos ha amado hasta el punto de morir por nosotros, que nos ha escogido desde toda la eternidad, antes de la creación del mundo, para que seamos santos en su presencia.








"Teme al Señor y honra al sacerdote"


           Eclesiásttico 7, 31  





“Padre...”», y enseñó el Padre Nuestro (cf. Lc 11, 2-4), sacándolo de su propia oración, con la que se dirigía a Dios, su Padre. San Lucas nos transmite el Padre Nuestro en una forma más breve respecto a la del Evangelio de san Mateo, que ha entrado en el uso común. Estamos ante las primeras palabras de la Sagrada Escritura que aprendemos desde niños. Se imprimen en la memoria, plasman nuestra vida, nos acompañan hasta el último aliento. Desvelan que «no somos plenamente hijos de Dios, sino que hemos de llegar a serlo más y más mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo. Ser hijos equivale a seguir a Jesús» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 172).













San Francisco ante los Sacerdotes



La «Iglesia», por tanto, no es para él algo etéreo, inconcreto y genérico, no es algo intangible y, en definitiva, inasible. Para Francisco la Iglesia se hace carne viva en los intermediarios de la salvación establecidos por Dios: los «clérigos». Por eso afirma:

Dichoso el siervo que mantiene la fe en los clérigos que viven verdaderamente según la forma de la Iglesia romana. Y ¡ay de aquellos que los desprecian!

Quien quiere ser siervo de Dios, tiene que respetar y amar a la Iglesia, que el Señor ha instituido para su glorificación y para la salvación de los hombres. Y, en primer lugar, tiene que respetar y amar a los servidores de la Iglesia en quienes y a través de quienes cumple ésta sus grandes tareas de glorificación de Dios y de salvación de los hombres. ¿Y por qué debe respetar y amar a los «clérigos»? ¿Por sus dotes carismáticas? ¿Por su santidad personal? ¿Por sus grandes méritos? ¡A nada de esto alude Francisco! En su Testamento da gracias a Dios por haberle dado y seguir dándole «una fe tan grande en los sacerdotes que viven según la forma de la Iglesia romana», y esto «por su ordenación» (Test 6). Por eso, el que los sacerdotes vivan según la norma de la santa Iglesia romana es un elemento decisivo de la fe que en ellos deben tener los siervos de Dios.

En el sacramento del orden, Cristo, cabeza de la Iglesia, une consigo de una manera especial a los sacerdotes. Éstos han recibido plenos poderes para actuar en su lugar, en su nombre o, como se decía en la Edad Media, «en su persona». Francisco manifiesta esta fe con expresiones muy personales: «Y a estos sacerdotes y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a señores míos. Y no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de Dios y son mis señores» (Test 8-9). Actuando así, este creyente cristiano cumple la palabra del Señor: «El que os escucha a vosotros, a mí me escucha; y el que os rechaza, a mí me rechaza; y el que me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10,16). Por eso, ¡dichoso quien tiene en los enviados por el Señor a su Iglesia la misma fe que en Cristo, el Señor! Y, ¡ay de aquellos que los desprecian!, pues eso equivale a despreciar a Cristo, que viene en ellos a nuestro encuentro, y al Padre que lo ha enviado.

Pues, aun cuando sean pecadores, nadie, sin embargo, debe juzgarlos, porque el Señor mismo se reserva para sí sólo el juicio sobre ellos.

La veneración, el respeto y la fe que se nos exige en la primera frase de esta Admonición, y que se nos exige además con toda firmeza (Dichoso... ¡ay de aquellos...!), resultan particularmente difíciles en el caso de «algunos pobrecillos sacerdotes de este mundo» (Test 7) que no actúan como debieran y viven en pecado: aun cuando sean pecadores (4). Los sacerdotes son seres humanos como los demás; por tanto, son pecadores como todos nosotros. Una vez más podemos comprobar cómo Francisco no idealiza ni encubre nada. Toma la realidad de la vida tal como es. Él, que vivía con la mente bien despierta y conocía los problemas y carencias de su tiempo, sabe que el sacerdote, a pesar de su íntima unión con Cristo por el sacramento del orden, sigue siendo un ser humano, un hombre con faltas e imperfecciones, con pecados y negaciones. ¡Esto es algo que él experimentó en su tiempo, y que lo experimentó incluso en proporciones que hoy día nos resultan difíciles de imaginar!

Pero, según Francisco, todo ello no debe ensombrecer la dignidad interna que el sacerdote ha recibido de Cristo en la ordenación. Penetrando lo humano, contempla lo que procede de Dios: «Porque miro en ellos al Hijo de Dios» (Test 9). Esta mirada de fe le impide juzgarlos. Deja todo juicio en manos de Dios, el Señor, el único a quien compete juzgar. Como dice el apóstol Pablo: «A mí lo que menos me importa es ser juzgado por vosotros o por un tribunal humano... Mi juez es el Señor» (1 Cor 4,34). Francisco no quiere anticiparse al juicio de Dios.

Por otra parte, ¡aquí se refleja también claramente cuán grande es la responsabilidad del sacerdote en todos los ámbitos y aspectos de su vida, por su ordenación! El sacerdote, que debe hacer las veces de Cristo y puede actuar «en su persona», está obligado a vivir cada vez más a Cristo. «A quien mucho se le dio, se le reclamará mucho» (Lc 12,48). Las cuentas que le pedirá el Señor estarán en relación con la gracia que ha recibido.

Pues cuanto más grande es el ministerio que tienen del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, que ellos reciben y ellos solos administran a otros, tanto más pecado tienen los que pecan contra ellos que los que lo hacen contra todos los otros hombres de este mundo.

Una vez más, Francisco expresa su más profunda preocupación. Una vez más, advierte a sus seguidores que no deben juzgar a aquellos sobre quienes el Señor en persona se ha reservado todo juicio. Una vez más, queda bien claro que la sublimidad y dignidad del sacerdote se basa sobre su ministerio, especialmente sobre la potestad de celebrar la eucaristía y administrar a los hombres el cuerpo y la sangre de Cristo: «Y lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que ellos reciben y solos ellos administran a otros» (Test 10).














¿Qué es un sacrilegio?





PREGUNTA: ¿Qué es un sacrilegio?
RESPUESTA: Se entiende generalmente como la profanación o trato injurioso de un objeto o persona sagrado

PREGUNTA: ¿Cuáles son los tipos de sacrilegios?
RESPUESTA: Hay tres tipos de sacrilegios: contra las personas, lugares o cosas sagradas:


Sacrilegio contra una persona sagrada:
 Significa comportarse de una manera tan irreverente con una persona sagrada que, ya sea por el daño físico infligido o por la deshonra acarreada, viola el honor de dicha persona.


Sacrilegio local:
Violación de un lugar sagrado: iglesia, cementerio, oratorio privado.
Esa violación puede ser por robo, comisión de un delito dentro de un lugar sagrado, usar una iglesia como establo o mercado, o como sala de banquetes, o como corte judicial para dirimir en ellas cuestiones meramente seculares.


Sacrilegio real:
El sacrilegio real es la injuria hacia cualquier objeto sagrado que no sea un lugar ni una persona.
Este tipo de sacrilegio puede cometerse, en primer lugar, administrando o recibiendo la Eucaristía en estado de pecado mortal, y también cuando se hace escarnio consciente y notorio hacia la Sagrada Eucaristía. Se considera el peor de los sacrilegios. Y en general cuando se recibe un sacramento de vivos en pecado mortal (confirmación, eucaristía, orden sacerdotal y matrimonio)
Asimismo se considera sacrilegio real la vejación de imágenes sagradas o reliquias, el uso de las Sagradas Escrituras y objetos litúrgicos para fines no sacramentales, y también la apropiación indebida o el desvío para otros fines de bienes y propiedades (muebles o inmuebles) destinados a servir a la manutención del clero o al ornamento de la iglesia.
A veces se puede incurrir en sacrilegio al omitir algún elemento necesario para la adecuada administración de los sacramentos o la celebración de la Eucaristía, como, por ejemplo, diciendo la Misa sin las vestiduras sagradas.


PREGUNTA: ¿Cuál es el sacrilegio más grave y frecuente que se comete hoy día?
RESPUESTA: Recibir la Sagrada Eucaristía en pecado mortal. Hay muchas personas que reciben a Jesús Sacramentado en la Misa; pero en cambio hay muy pocas personas que se confiesan. Y no olvidemos lo que dijo San Pablo: "El que come indignamente el Cuerpo de Jesucristo come su propia condenación" (1 Cor 11: 29)

PREGUNTA: ¿Cómo se perdona?
RESPUESTA: Sólo con la confesión. El sacrilegio es un pecado muy grave.












Otros puntos:














Mención especial: Aborto, Eutanasia, divorcio,  Homosexualidad, etc.

 

Mártires, una misión eficaz

Homilía Monseñor Fridolin Ambongo La Iglesia de la República Democrática del Congo tiene cuatro nuevos beatos que dan testimonio de la labor...