miércoles, 21 de junio de 2023

El Magisterio y el Corazón de Jesus

 






Oración al Espíritu Santo

Recibid ¡oh Espíritu Santo!, la consagración perfecta y absoluta de todo mi ser, que os hago en este día para que os dignéis ser en adelante, en cada uno de los instantes de mi vida, en cada una de mis acciones, mi director, mi luz, mi guía, mi fuerza, y todo el amor de mi corazón.
Yo me abandono sin reservas a vuestras divinas operaciones, y quiero ser siempre dócil a vuestras santas inspiraciones. 
¡Oh Santo Espíritu! Dignaos formarme con María y en María, según el modelo de vuestro amado Jesús. Gloria al Padre Creador. Gloria al Hijo Redentor. Gloria al Espíritu Santo Santificador. Amén






La devoción al Sagrado Corazón de Jesús en el Magisterio de la Iglesia



El Magisterio de la Iglesia


Los católicos obedecemos al magisterio porque es la auténtica interpretación de la Palabra de Dios encomendada por Jesucristo al Papa y a los obispos en comunión con el. Jesús dijo: "El que a vosotros oye, a Mí me oye" (Lc 10,16). Todas las enseñanzas del magisterio son importantes y dignas de ser recibidas con obediencia.


Es cierto que las enseñanzas de la Iglesia están ordenadas en una jerarquía que nos ayuda a entender mejor el significado de cada una.



Las Encíclicas


Del Latín Literae encyclicae, que literalmente significa "cartas circulares". Las encíclicas son cartas públicas y formales del Sumo Pontífice que expresan su enseñanza en materia de gran importancia. Pablo VI definió la encíclica como "un documento, en la forma de carta, enviado por el Papa a los obispos del mundo entero".


Las encíclicas se proponen:

Enseñar sobre algún tema doctrinal o moral

Avivar la devoción

Condenar errores

Informar a los fieles sobre peligros para la fe procedentes de corrientes culturales, amenazas del gobierno, etc.


Por definición, las cartas encíclicas formalmente tienen el valor de enseñanza dirigida a la Iglesia Universal. Sin embargo, cuando tratan con cuestiones sociales, económicas o políticas, son dirigidas comúnmente no solo a los católicos, sino a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Esta práctica la inició el Papa Juan XXIII con su encíclica Pacem in terris (1963). En algunos casos, como el de la encíclica Veritatis splendor (1993) de Juan Pablo II, el Papa solo incluye en su saludo de apertura, a los Obispos, aunque él pretenda la doctrina de la encíclica para la instrucción de todos los fieles. Esto tiene su razón de ser en el hecho de que los Obispos son los Pastores que deben enseñar a los fieles la doctrina.


Debido al peso y la verdad que contienen, todo fiel debe concederle a las encíclicas asentimiento, obediencia y respeto. El Papa Pío XII observó que las encíclicas, aunque no son la forma usual de promulgar pronunciamientos infalibles, si reflejan el Magisterio Ordinario de la Iglesia y merece ese respeto de parte de los fieles (Humani generis, 1950)






El Magisterio de la Iglesia y el Sagrado Corazón de Jesús


En la Carta Apostólica lnde a Primis de 30 de junio de 1960 -que tenía por motivo central presentar y favorecer el culto a la preciosísima Sangre de Cristo- el Papa San  Juan XXIII hizo una breve pero central referencia a la devoción al Sagrado Corazón y resaltó no sólo la importancia de las apariciones del Sagrado Corazón a santa Margarita sino también la aceptación y promoción por el Magisterio pontificio de este culto. 


Escribía San Juan XXIII acerca de la importancia de estas revelaciones: «…el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús, a cuya plena y perfecta constitución y a cuya difusión por todo el mundo en tanto grado contribuyeron las cosas que Cristo el Señor, mostrando su sacrosanto Corazón, manifestó a santa Margarita María Alacoque». 


Resumen, de modo admirable, el papel singular y determinante en la devoción al Corazón de Jesús de las apariciones a santa Margarita. «Las cosas que Cristo el Señor manifestó a santa Margarita», nos dice, sencilla y profundamente. Se trata, en efecto, de Cristo, que es el Señor, esto es, Dios, quien se aparece a la santa monja salesa y le habla de su deseo de ser amado y de su misericordia hacia los hombres. Pero en estas apariciones no hay sólo palabras sino también gestos, pues el Señor habló «mostrando su sacrosanto Corazón». Esta imagen del Corazón es inseparable de las palabras de Cristo porque enseñan de modo gráfico el contenido esencial de sus palabras, salidas del Corazón y que piden que los hombres entiendan que Dios tiene corazón humano. Es por razón de esta mostración tan singular que decimos «apariciones del Sagrado Corazón» y no simplemente de Jesucristo.


Esta forma de presentarse el Señor -mostrando su Corazón- de tal manera constituye parte intrínseca de la revelación de Cristo que, si se olvida, ni se entiende ni se practica ni fructifica en las almas esta privilegiada y providencial forma de culto. La teología del Sagrado Corazón ha de entender el valor intrínseco de esta imagen irrenunciable.


La aparicion a Santa Margarita María como parte base de la enseñanza pontificia:


Para dejar claro, desde el comienzo, que la enseñanza pontificia toma pie de las revelaciones a santa Margarita, basta comprobar que la Miserentissimus Redemptor de Pío XI, en la que de alguna manera se culmina la exposición de aquello que constituye esta devoción -al añadir a la consagración la práctica de la reparación- cita a la santa expresamente por su nombre en cuatro ocasiones (cf. nn. l , 4, 13 y 23) y aún repite literalmente por dos veces palabras de la aparición del Corazón de Jesús, aquellas, precisamente en que se lamenta de la falta de amor de los hombres (cf. n. 13) y aquellas en que promete abundancia de gracias para los que se ejerciten en esta práctica de fe y piedad (cf. n. 23). Más aún, en la encíclica Haurietis aquas de Pío Xll se la cita expresamente cinco veces, lo que es más notable todavía tratándose de una encíclica que pretende sobre todo mostrar su fundamentación teológica.




Fechas memorables


Pequeña historia de la devoción al Sagrado Corazón y aquella «Unanimidad» pontificia.


Nos situaremos primero en 1765, año en que se concede por el Papa Clemente XIII la fiesta del Sagrado Corazón, con misa propia, al reino de Polonia y a la archicofradía romana del Sagrado Corazón. La celebración de la fiesta se extendió después al reino de Portugal y posteriormente al de España.


Doscientos años después, en 1965, Pablo VI quiere celebrar este aniversario y escribe una Carta Apostólica, lnvestigabilis divitias, que es por hoy el último documento de ámbito universal temáticamente dedicado a la devoción al Corazón de Jesús. 


Polonia, por cierto, fue la primera nación en consagrarse al Sagrado Corazón.


 Las congregaciones que tienen al Sagrado Corazón por centro y lema de su espiritualidad, agradecieron al Papa esta Carta Apostólica en una carta colectiva que, a su vez, tuvo una importante respuesta pontificia.


En 1856 el hoy beato Pío IX extiende a la iglesia universal la fiesta del Sagrado Corazón que cobra, a partir de entonces, una difusión espectacular. Dicha misa fue elevada por León XIII en 1889 a rito de primera clase -lo que hoy llamaríamos «solemnidad»-, y en 1928 Pío XI la enaltecía al máximo declarándola fiesta «con octava».


A los cuarenta años de la consagración del mundo al Corazón de Jesús, esto es, en 1939, sube al solio pontificio el papa Pío XII y proclama su primera encíclica Summi Pontiflcatus, que deliberadamente enmarca dentro de esta conmemoración. Y es este el motivo con el que comienzan las primeras palabras de esta primera encíclica: 


«El arcano designio del Señor nos ha confiado, sin algún merecimiento, la altísima dignidad y las gravísimas preocupaciones del pontificado Supremo precisamente el año que recurre el cuadragésimo aniversario de la consagración del género humano al Sacratísimo Corazón del Redentor». No es el reciente comienzo de la que sería terrible segunda guerra mundial el marco en que inscribe esta encíclica sino la conmemoración del cuarenta aniversario de la consagración del mundo al Sagrado Corazón. 


A los cien años de la extensión universal de la fiesta, en 1956, Pío XII celebra su centenario con la publicación de la magna encíclica Haurietis aquas, que sigue siendo el referente más completo para conocer la fundamentación e importancia de esta devoción y culto.


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 Annum Sacrum de León XIII (1899)


Muchas veces Nos hemos esforzado en mantener y poner más a la luz del día esta forma excelente de piedad que consiste en honrar al Sacratísimo Corazón de Jesús. Seguimos en esto el ejemplo de Nuestros predecesores Inocencio XII, Benedicto XIV, Clemente XIII, Pío VI, Pío VII y Pío IX. Esta era la finalidad especial de Nuestro decreto publicado el 28 de junio del año 1889 y por el que elevamos a rito de primera clase la fiesta del Sagrado Corazón.

 En efecto, hace alrededor de 25 años, al acercarse la solemnidad del segundo Centenario del día en que la bienaventurada Margarita María de Alacoque había recibido de Dios la orden de propagar el culto al divino Corazón, hubo muchas cartas apremiantes,  pretendían obtener que el soberano Pontífice quisiera consagrar al Sagrado Corazón de Jesús, todo el género humano. Se prefirió entonces diferirlo, a fin de ir madurando más seriamente la decisión. A la espera, ciertas ciudades recibieron la autorización de consagrarse por su cuenta, si así lo deseaban y se prescribió una fórmula de consagración. Habiendo sobrevenido ahora otros motivos, pensamos que ha llegado la hora de culminar este proyecto.


Su imperio se extiende no solamente a las naciones que profesan la fe católica o a los hombres que, por haber recibido en su día el bautismo, están unidos de derecho a la Iglesia, aunque se mantengan alejados por sus opiniones erróneas o por un disentimiento que les aparte de su ternura.


El reino de Cristo también abraza a todos los hombres privados de la fe cristiana, de suerte que la universalidad del género humano está realmente sumisa al poder de Jesús. Quien es el Hijo Único de Dios Padre, que tiene la misma sustancia que Él y que es "el esplendor de su gloria y figura de su sustancia" (Hebreos 1:3), necesariamente lo posee todo en común con el Padre; tiene pues poder soberano sobre todas las cosas. Por eso el Hijo de Dios dice de sí mismo por la boca del profeta: "Ya tengo yo consagrado a mi rey en Sión mi monte santo... Él me ha dicho: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Pídeme y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra" (Salmo 2: 6-8).


"Todo está sumido a Cristo en cuanto a la potencia, aunque no lo está todavía sometido en cuanto al ejercicio mismo de esta potencia" (Santo Tomás, III Pars. q. 30, a.4.). Este poder de Cristo y este imperio sobre los hombres, se ejercen por la verdad, la justicia y sobre todo por la caridad.


 "No obstante, por su bondad y caridad soberanas, no rehúsa nada que le ofrezcamos y que le consagremos lo que ya le pertenece, como si fuera posesión nuestra. No sólo no rehúsa esta ofrenda, sino que la desea y la pide: "Hijo mío, dame tu corazón" Podemos pues serle enteramente agradables con nuestra buena voluntad y el afecto de nuestra s almas. Consagrándonos a Él, no solamente reconocemos y aceptamos abiertamente su imperio con alegría, sino que testimoniamos realmente que si lo que le ofrecemos nos perteneciera, se lo ofreceríamos de todo corazón; así pedimos a Dios quiera recibir de nosotros estos mismos objetos que ya le pertenecen de un modo absoluto. Esta es la eficacia del acto del que estamos hablando, y este es el sentido de sus palabras.


Puesto que el Sagrado Corazón es el símbolo y la imagen sensible de la caridad infinita de Jesucristo, caridad que nos impulsa a amarnos los unos a los otros, es natural que nos consagremos a este corazón tan santo. Obrar así, es darse y unirse a Jesucristo, pues los homenajes, señales de sumisión y de piedad que uno ofrece al divino Corazón, son referidos realmente y en propiedad a Cristo en persona.


Nos exhortamos y animamos a todos los fieles a que realicen con fervor este acto de piedad hacia el divino Corazón, al que ya conocen y aman de verdad. Deseamos vivamente que se entreguen a esta manifestación, el mismo día, a fin de que los sentimientos y los votos comunes de tantos millones de fieles sean presentados al mismo tiempo en el templo celestial.







Miserentissimus Redemptor (1928) de Pío XI


En medio de las dos guerras mundiales, cuando el hombre soñaba con instaurar la paz por medio de su diplomacia o la fuerza militar, el Papa señala un camino del todo distinto: el amor reparador a Cristo, tal cual lo pidió Él mismo en Paray-le-Monial. Hoy queremos recordar esta famosa encíclica para renovar en nuestros corazones la llamada de los pontífices y profundizar en el concepto de reparación, especialmente en su relación con la consagración al Sagrado Corazón.


Primero definiremos la consagración, luego la reparación para terminar relacionando ambas según la doctrina de la Miserentissimus Redemptor.


Consagración

Cuentan que un famoso médico logró llegar hasta el Padre Pío para mostrarle su tesis doctoral de investigación científica. «Este es el mayor fruto de mi vida, la obra a la que he consagrado todos mis esfuerzos». El Padre Pío le miró y le reprochó, gritándole lleno de furia: «¡esa es la obra de tu vida! ¡esa es la obra de tu vida!» Y así lo despidió.


Ese día aquel hombre descubrió que el cristiano (y todo hombre) ha sido llamado a consagrarse a una obra mucho más grande que un trabajo científico. El contraste de esta anécdota es la consagración al Sagrado Corazón; la dedicación más preciosa y fructuosa que puede hacer el hombre.


La consagración al Sagrado Corazón es aquel acto en el que la persona se ofrece de manera firme y estable por amor al mismo amor de Jesús y a su obra salvadora.


No se equivocaba quien la comparaba al canapé en la bandeja dispuesto a ser alimento del comensal. La vida queda dedicada y orientada establemente al amor de Cristo, del cual el Sagrado Corazón es símbolo excelente. No queda sacralizada como la vida consagrada pero sí dirigida en todos sus actos al Señor: sello de pertenencia al Señor, que ha de ir renovándose y actualizándose en el tiempo. Como dice la Miserentissimus Redemptor: «la piadosa y memorable consagración con que nos ofrecemos al Corazón divino de Jesús, con todas nuestras cosas, reconociéndolas como recibidas de la eterna bondad de Dios» (n. 4).



La reparación

Si lo primero y principal de la consagración es que al amor del Creador responda el amor de la criatura, se sigue espontáneamente otro deber: el de compensar las injurias de algún modo inferidas al amor increado» (MR n. 5). A la consagración sigue la reparación, pero antes de ver la relación entre ambas debemos definir qué quiere decir reparación.


La reparación de Cristo y nuestra reparación

El acto reparador por antonomasia lo realizó Cristo en la cruz y se renueva en cada misa. El pecado del hombre ofende la majestad infinita de Dios, por eso dice el Catecismo sobre el pecado original: «En este pecado, el hombre se prefirió a sí mismo en lugar de Dios, y por ello despreció a Dios: hizo elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de criatura y, por tanto, contra su propio bien». Realmente todo pecado es un acto u omisión por el que nos alejamos de Dios y nos convertimos a las creaturas atentando contra la llamada del Creador. Por lo mismo, aunque sólo puede pecar una creatura libre como el hombre o los ángeles, sólo lo puede sanar Dios mismo, pues supone una ofensa a su infinita dignidad.






 Haurietis aquas (1956) de Pío XII. 


En el centenario de la expansión a la Iglesia entera de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, Pío XII escribe la encíclica Haurietis aquas (1956). La encíclica tiene una impostación bíblica, a partir del título, que es una cita extraída del libro del profesta Isaías (12, 3: “Con gozo sacarán agua de los manantiales de la salvación”). La Iglesia ha siempre tenido en gran estima el culto al Corazón sacratísimo de Jesús y se ha siempre empeñado a través de cada medio en defenderlo contra los prejuicios y las acusaciones de sentimentalismo. También de parte de algunos católicos, de hecho, puramente animados de un sincero celo por la difusión de la Verdad, se ha considerado superfluo tal culto, adaptado más a las mujeres y a las personas simples que a las personas cultas, en cuanto que es una devoción impregnada más de sentimientos que de “nobles pensamientos y afectos” (Haurietis aquas, nn. 4-7).


Pero al Papa Pío XII se le debe todavía -en esta misma encíclica- una declaración que podemos llamar de la máxima conciencia de ejercer el supremo magisterio de la Iglesia al promover y defender este culto. Y sus palabras han de sonar como muy definitorias de un juicio dado por el Vicario de Cristo que consciente y formalmente declara que no puede haber ninguna reticencia hacia esta devoción. Tales son sus palabras: «Si tu conocieses el don de Dios (Jo. 4, 1 0). Con estas palabras, Venerables Hermanos, Nos, que por divina disposición hemos sido constituidos guardián y dispensador del tesoro de la fe y de la piedad ....conscientes del deber de Nuestro oficio, amonestamos a todos aquellos de Nuestros hijos que, a pesar de que el culto del Sagrado Corazón de Jesús, venciendo la indiferencia y los errores humanos, ha penetrado ya en el Cuerpo Místico, todavía abrigan prejuicios contra él y aun llegan a reputarlo menos adaptado, por no decir nocivo, a las necesidades espirituales de la Iglesia y de la humanidad en la hora presente, que son las más apremiantes» (H. A. n. 3). 


En esta memorable encíclica, en la que se halla el recorrido y la fundamentación escriturística y de los Santos Padres de tal forma de culto, se halla también una singular aportación al conocimiento de lo que representa la devoción al Corazón de Jesús, al hacer hincapié en la singularidad del amor que se expresa en esta devoción---, así con las palabras como con la imagen de las mismas apariciones del Sagrado Corazón a santa Margarita.


Nos referimos al triple amor de Cristo que se expresa en esta devoción, pues según Pío XII al doble amor, el humano y el divino de Jesús, ya que es verdadero hombre y verdadero Dios, se le ha de sumar «el amor sensible del Corazón físico de Jesús» (n. 28). Importantísima doctrina que nos introduce en el misterio de la Encamación y nos hace pensar que este amor, digamos espontáneo, sin la mediación de la voluntad, verdadero amor sensible -que es entre nosotros los hombres aquel que con más frecuencia sale a flote en nuestras relaciones más íntimas personales con las personas con las que nos encontramos ligados por vínculos afectivos tan fuertes como los de la sangre- pero no herido por el pecado, puro y santo, estuvo también actuante en la persona única de Cristo. Tal amor humano nos ha sido revelado expresamente en la imagen de su Corazón herido. Con este amor lloró el Señor sobre Jerusalén y ante la tumba de Lázaro, por ejemplo. Con este amor se compadece hoy de los pecadores y se duele de su obstinación. «No hay duda de que el Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la persona divina del Verbo, palpitó de amor y de todo otro afecto sensible» (n. 12). «Y -también en palabras de Pío XII- su Corazón palpitó también de amor hacia su Padre y de santa indignación cuando vio el comercio sacrílego que en el templo se hacía, e increpó a los violadores» (n. 18).





lnde a Primis de San Juan XXIII   de 1960


 San  Juan XXIII hizo una breve pero central referencia a la devoción al Sagrado Corazón y resaltó no sólo la importancia de las apariciones del Sagrado Corazón a santa Margarita sino también la aceptación y promoción por el Magisterio pontificio de este culto. Estas palabras son un magnífico resumen de lo que supone esta extraordinaria devoción y nos sirven de guía en este artículo.


Escribía San Juan XXIII acerca de la importancia de estas revelaciones: «…el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús, a cuya plena y perfecta constitución y a cuya difusión por todo el mundo en tanto grado contribuyeron las cosas que Cristo el Señor, mostrando su sacrosanto Corazón, manifestó a santa Margarita María Alacoque». 


Resumen, de modo admirable, el papel singular y determinante en la devoción al Corazón de Jesús de las apariciones a santa Margarita. «Las cosas que Cristo el Señor manifestó a santa Margarita», nos dice, sencilla y profundamente. Se trata, en efecto, de Cristo, que es el Señor, esto es, Dios, quien se aparece a la santa monja salesa y le habla de su deseo de ser amado y de su misericordia hacia los hombres. Pero en estas apariciones no hay sólo palabras sino también gestos, pues el Señor habló «mostrando su sacrosanto Corazón». Esta imagen del Corazón es inseparable de las palabras de Cristo porque enseñan de modo gráfico el contenido esencial de sus palabras, salidas del Corazón y que piden que los hombres entiendan que Dios tiene corazón humano. Es por razón de esta mostración tan singular que decimos «apariciones del Sagrado Corazón» y no simplemente de Jesucristo.


Esta forma de presentarse el Señor -mostrando su Corazón- de tal manera constituye parte intrínseca de la revelación de Cristo que, si se olvida, ni se entiende ni se practica ni fructifica en las almas esta privilegiada y providencial forma de culto. La teología del Sagrado Corazón ha de entender el valor intrínseco de esta imagen irrenunciable.







 lnvestigabilis Divitias de San Pablo VI,  1965


El año 1965  San Pablo VI quiso conmemorar el doscientos aniversario del decreto de la sagrada Congregación de Ritos de 25 de enero (aprobado por Clemente XIII el 6 de febrero) de 1765 por el que se concedía la fiesta del Sagrado Corazón a la Archicofradía Romana y al reino de Polonia. Obsérvese que esta fecha es diez años anterior a las apariciones del Sagrado Corazón a santa Margarita y manifiesta que esta devoción nació en la convergencia entre lo que el Espíritu Santo inspiraba a los fieles que querían reavivar el recuerdo del amor divino (Cf. H. A. n. 27) y la iniciativa divina de manifestarse como Amor misericordioso.


San Pablo VI quiso recordar el doscientos aniversario de aquel decreto con una Carta Apostólica, lnvestigabilis divitias, de 6 de febrero de 1965, monográficamente dedicada al culto del Sagrado Corazón. La devoción «ya estaba introducida en diversos lugares -dice Pablo VI- por obra e impulso de san Juan Eudes», pero «después que nuestro misericordioso Salvador, apareciéndose, como se refiere, a la religiosa elegida Margarita María Alacoque, en la pequeña ciudad de Paray-le-Monial, repetidamente pidió que todos los hombres, como en pública competencia de oraciones, honrase a su Corazón, herido por nuestro amor , y de todas las maneras reparasen las ofensas a Él inferidas, el culto al Sagrado Corazón floreció maravillosamente, entre el pueblo y clero cristiano, y se difundió en todos los continentes». 


Afirmado, pues, por San Pablo VI el papel predominante de las apariciones a santa Margarita, se refiere a la aprobación reiterada y sucesiva de los diversos Pontífices. Pide «que el culto al sagrado Corazón que -lo decimos con dolor- se ha enfriado un poco en algunos, reflorezca cada día más».  Decía en esta Carta: «He aquí, por tanto, Nuestros deseos, Nuestra voluntad: a saber, que en esta ocasión, la institución de la fiesta del Sagrado Corazón, puesta oportunamente en evidencia sea celebrada con digno relieve por vosotros todos, venerables hermanos, que sois los obispos de la Iglesia de Dios, y por las poblaciones a vosotros confiadas».


Pero quizá fue más explícito en la carta dirigida a los superiores de órdenes religiosas expresamente vinculadas al Sagrado Corazón, quienes habían agradecido a Su Santidad la anterior Carta Apostólica. En esta carta decía: «Del Corazón traspasado del Redentor nació la Iglesia y de Él brota su desarrollo… Por este motivo es absolutamente necesario que los cristianos adoren pública y privadamente a aquel Corazón de cuya plenitud todos hemos recibido, y de Él aprendan cómo debe ordenarse su vida para que pueda responder a las exigencias de estos tiempos. En el sagrado Corazón, en efecto, tiene su origen la Sagrada Liturgia porque es el Templo santo de Dios… Además, la Iglesia encuentra en el sagrado Corazón su estímulo para buscar todos los medios y auxilios para que los hermanos separados puedan llegar a la plena unidad con la Cátedra de Pedro». 



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 No es, pues, la devoción de un determinado Papa o de una determinada época. 

No puede darse esta unanimidad sin la reiterada asistencia del Espíritu Santo.


Estos Pontífices «pusieron en claro la virtud y fuerza de esta forma de culto religioso». 

En estas enseñanzas del más alto magisterio se analizaron y contrastaron a la luz de la verdad revelada el contenido de esta devoción o culto

Se explicitaron su capacidad salvadora y aún santificadora y su incontenible fuerza. 

Se trata de un culto que en sí mismo es eficaz para la vida cristiana tanto a nivel personal -su virtud- para elevar a cada hombre a la santidad como a nivel social -su fuerza- para entusiasmar y constituir un ideal colectivo. 

Y, tiene fuerza para vencer los ataques de los enemigos de Cristo, e incluso para convertirlos.

Finalmente los Pontífices, «promovieron su uso». 

Las revelaciones a santa Margarita fueron el inicio y, de algún modo, el alma de esta devoción...

Pero no puede decirse que esta devoción sea «privada» después de las encíclicas pontificias en las que se da razón del contenido de esta devoción, de su fundamentación y de sus ubérrimos frutos. 

El cauce por el que discurrirá esta devoción ya no es el de una determinada escuela o espiritualidad, o de una orden religiosa o de un país. 

Toda la Iglesia universal verá extendida esta devoción y elevada por los Pontífices a la máxima legitimación y promoción. 




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Selecciones de los Documentos

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  Annum Sacrum de León XIII (1899),





"ANNUM SACRUM"



Puesto que el Sagrado Corazón es el símbolo y la imagen sensible de la caridad infinita de Jesucristo, caridad que nos impulsa a amarnos los unos a los otros, es natural que nos consagremos a este corazón tan santo. Obrar así, es darse y unirse a Jesucristo, pues los homenajes, señales de sumisión y de piedad que uno ofrece al divino Corazón, son referidos realmente y en propiedad a Cristo en persona.


Nos exhortamos y animamos a todos los fieles a que realicen con fervor este acto de piedad hacia el divino Corazón, al que ya conocen y aman de verdad. Deseamos vivamente que se entreguen a esta manifestación, el mismo día, a fin de que los sentimientos y los votos comunes de tantos millones de fieles sean presentados al mismo tiempo en el templo celestial.



 Miserentissimus Redemptor (1928) de Pío XI, 






MISERENTISSIMUS REDEMPTOR


Mas, entre todo cuanto propiamente atañe al culto del Sacratísimo Corazón, descuella la piadosa y memorable consagración con que nos ofrecemos al Corazón divino de Jesús, con todas nuestras cosas, reconociéndolas como recibidas de la eterna bondad de Dios. Después que nuestro Salvador, movido más que por su propio derecho, por su inmensa caridad para nosotros, enseñó a la inocentísima discípula de su Corazón, Santa Margarita María, cuánto deseaba que los hombres le rindiesen este tributo de devoción, ella fue, con su maestro espiritual, el P. Claudio de la Colombiére, la primera en rendirlo. Siguieron, andando el tiempo, los individuos particulares, después las familias privadas y las asociaciones y, finalmente, los magistrados, las ciudades y los reinos.


Mas, como en el siglo precedente y en el nuestro, por las maquinaciones de los impíos, se llegó a despreciar el imperio de Cristo nuestro Señor y a declarar públicamente la guerra a la Iglesia, con leyes y mociones populares contrarias al derecho divino y a la ley natural, y hasta hubo asambleas que gritaban: «No queremos que reine sobre nosotros» (Lc 19,14),  por esta consagración que decíamos, la voz de todos los amantes del Corazón de Jesús prorrumpía unánime oponiendo acérrimamente, para vindicar su gloria y asegurar sus derechos: «Es necesario que Cristo reine (1 Cor 15,25). Venga su reino». De lo cual fue consecuencia feliz que todo el género humano, que por nativo derecho posee Jesucristo, único en quien todas las cosas se restauran (Ef 1,10), al empezar este siglo, se consagra al Sacratísimo Corazón, por nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, aplaudiendo el orbe cristiano.


Comienzos tan faustos y agradables, Nos, como ya dijimos en nuestra encíclica Quas primas, accediendo a los deseos y a las preces reiteradas y numerosas de obispos y fieles, con el favor de Dios completamos y perfeccionamos, cuando, al término del año jubilar, instituimos la fiesta de Cristo Rey y su solemne celebración en todo el orbe cristiano.


Cuando eso hicimos, no sólo declaramos el sumo imperio de Jesucristo sobre todas las cosas, sobre la sociedad civil y la doméstica y sobre cada uno de los hombres, mas también presentimos el júbilo de aquel faustísimo día en que el mundo entero espontáneamente y de buen grado aceptará la dominación suavísima de Cristo Rey. Por esto ordenábamos también que en el día de esta fiesta se renovase todos los años aquella consagración para conseguir más cierta y abundantemente sus frutos y para unir a los pueblos todos con el vínculo de la caridad cristiana y la conciliación de la paz en el Corazón de Cristo, Rey de Reyes y Señor de los que dominan.


El deber de tributar al Sacratísimo Corazón de Jesús aquella satisfacción honesta que llaman reparación.


Si lo primero y principal de la consagración es que al amor del Creador responda el amor de la criatura, síguese espontáneamente otro deber: el de compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa. A este deber llamamos vulgarmente reparación.


Pecadores como somos todos, abrumados de muchas culpas, no hemos de limitarnos a honrar a nuestro Dios con sólo aquel culto con que adoramos y damos los obsequios debidos a su Majestad suprema, o reconocemos suplicantes su absoluto dominio, o alabamos con acciones de gracias su largueza infinita; sino que, además de esto, es necesario satisfacer a Dios, juez justísimo, «por nuestros innumerables pecados, ofensas y negligencias». A la consagración, pues, con que nos ofrecemos a Dios, con aquella santidad y firmeza que, como dice el Angélico, son propias de la consagración[1], ha de añadirse la expiación con que totalmente se extingan los pecados, no sea que la santidad de la divina justicia rechace nuestra indignidad impudente, y repulse nuestra ofrenda, siéndole ingrata, en vez de aceptarla como agradable.



Y ciertamente en el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús tiene la primacía y la parte principal el espíritu de expiación y reparación; ni hay nada más conforme con el origen, índole, virtud y prácticas propias de esta devoción, como la historia y la tradición, la sagrada liturgia y las actas de los Santos Pontífices confirman.


Cuando Jesucristo se aparece a Santa Margarita María, predicándole la infinitud de su caridad, juntamente, como apenado, se queja de tantas injurias como recibe de los hombres por estas palabras que habían de grabarse en las almas piadosas de manera que jamás se olvidarán: «He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres y de tantos beneficios los ha colmado, y que en pago a su amor infinito no halla gratitud alguna, sino ultrajes, a veces aun de aquellos que están obligados a amarle con especial amor». Para reparar estas y otras culpas recomendó entre otras cosas que los hombres comulgaran con ánimo de expiar, que es lo que llaman Comunión Reparadora, y las súplicas y preces durante una hora, que propiamente se llama la Hora Santa; ejercicios de piedad que la Iglesia no sólo aprobó, sino que enriqueció con copiosos favores espirituales.


Los pecadores, ciertamente, «viendo al que traspasaron» (Jn 19,37), y conmovidos por los gemidos y llantos de toda la Iglesia, doliéndose de las injurias inferidas al Sumo Rey, «volverán a su corazón» (Is 46,8); no sea que obcecados e impenitentes en sus culpas, cuando vieren a Aquel a quien hirieron «venir en las nubes del cielo» (Mt 26,64), tarde y en vano lloren sobre El (cf. Ap 1,7).


Los justos más y más se justificarán y se santificarán, y con nuevas fervores se entregarán al servicio de su Rey, a quien miran tan menospreciado y combatido y con tantas contumelias ultrajado; pero especialmente se sentirán enardecidos para trabajar por la salvación de las almas, penetrados de aquella queja de la divina Víctima: «¿Qué utilidad en mi sangre?» (Sal 19,10); y de aquel gozo que recibirá el Corazón sacratísimo de Jesús «por un solo pecador que hiciere penitencia» (Lc 15,4).




 Haurietis aquas (1956) de Pío XII. 





HAURIETIS AQUAS


La caridad divina tiene su primer origen en el Espíritu Santo, que es el Amor personal del Padre y del Hijo, en el seno de la augusta Trinidad. Con toda razón, pues, el Apóstol de las Gentes, como haciéndose eco de las palabras de Jesucristo, atribuye a este Espíritu de Amor la efusión de la caridad en las almas de los creyentes: «La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» [5].


Este tan estrecho vínculo que, según la Sagrada Escritura, existe entre el Espíritu Santo, que es Amor por esencia, y la caridad divina que debe encenderse cada vez más en el alma de los fieles, nos revela a todos en modo admirable, venerables hermanos, la íntima naturaleza del culto que se ha de atribuir al Sacratísimo Corazón de Jesucristo. En efecto; manifiesto es que este culto, si consideramos su naturaleza peculiar, es el acto de religión por excelencia, esto es, una plena y absoluta voluntad de entregarnos y consagrarnos al amor del Divino Redentor, cuya señal y símbolo más viviente es su Corazón traspasado. 


...Amonestamos a todos aquellos de nuestros hijos que, a pesar de que el culto del Sagrado Corazón de Jesús, venciendo la indiferencia y los errores humanos, ha penetrado ya en su Cuerpo Místico, todavía abrigan prejuicios hacia él y aun llegan a reputarlo menos adaptado, por no decir nocivo, a las necesidades espirituales de la Iglesia y de la humanidad en la hora presente, que son las más apremiantes...


"...la Iglesia tributa al Corazón del Divino Redentor el culto de latría. Tal motivo, como bien sabéis, venerables hermanos, es doble: el primero, común también a los demás miembros adorables del Cuerpo de Jesucristo, se funda en el hecho de que su Corazón, por ser la parte más noble de su naturaleza humana, está unido hipostáticamente a la Persona del Verbo de Dios, y, por consiguiente, se le ha de tributar el mismo culto de adoración con que la Iglesia honra a la Persona del mismo Hijo de Dios encarnado. Es una verdad de la fe católica, solemnemente definida en el Concilio Ecuménico de Éfeso y en el II de Constantinopla [15]. El otro motivo se refiere ya de manera especial al Corazón del Divino Redentor, y, por lo mismo, le confiere un título esencialmente propio para recibir el culto de latría: su Corazón, más que ningún otro miembro de su Cuerpo, es un signo o símbolo natural de su inmensa caridad hacia el género humano. «Es innata al Sagrado Corazón», observaba nuestro predecesor León XIII, de f. m., «la cualidad de ser símbolo e imagen expresiva de la infinita caridad de Jesucristo, que nos incita a devolverle amor por amor» [16].


Muy a propósito dice el Doctor Angélico: «Conviene observar que la liberación del hombre, mediante la pasión de Cristo, fue conveniente tanto a su justicia como a su misericordia. Ante todo, a la justicia; porque con su pasión Cristo satisfizo por la culpa del género humano, y, por consiguiente, por la justicia de Cristo el hombre fue libertado. Y, en segundo lugar, a la misericordia; porque, no siéndole posible al hombre satisfacer por el pecado, que manchaba a toda la naturaleza humana, Dios le dio un Redentor en la persona de su Hijo». Ahora bien: esto fue de parte de Dios un acto de más generosa misericordia que si El hubiese perdonado los pecados sin exigir satisfacción alguna. Por ello está escrito: «Dios, que es rico en misericordia, movido por el excesivo amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos por los pecados, nos volvió a dar la vida en Cristo»


 "...los evangelistas y los demás escritores eclesiásticos no nos describan directamente los varios efectos que en el ritmo pulsante del Corazón de nuestro Redentor, no menos vivo y sensible que el nuestro, se debieron indudablemente a las diversas conmociones y afectos de su alma y a la ardentísima caridad de su doble voluntad —divina y humana—, sin embargo, frecuentemente ponen de relieve su divino amor y todos los demás afectos con él relacionados: el deseo, la alegría, la tristeza, el temor y la ira, según se manifiestan en las expresiones de su mirada, palabras y actos. Y principalmente el rostro adorable de nuestro Salvador, sin duda, debió aparecer como signo y casi como espejo fidelísimo de los afectos, que, conmoviendo en varios modos su ánimo, a semejanza de olas que se entrechocan, llegaban a su Corazón santísimo y determinaban sus latidos."


"...con toda razón, es considerado el corazón del Verbo Encarnado como signo y principal símbolo del triple amor con que el Divino Redentor ama continuamente al Eterno Padre y a todos los hombres. Es, ante todo, símbolo del divino amor que en El es común con el Padre y el Espíritu Santo, y que sólo en El, como Verbo Encarnado, se manifiesta por medio del caduco y frágil velo del cuerpo humano, ya que en «El habita toda la plenitud de la Divinidad corporalmente» [52].


Además, el Corazón de Cristo es símbolo de la ardentísima caridad que, infundida en su alma, constituye la preciosa dote de su voluntad humana y cuyos actos son dirigidos e iluminados por una doble y perfectísima ciencia, la beatífica y la infusa [53].


Finalmente, y esto en modo más natural y directo, el Corazón de Jesús es símbolo de su amor sensible, pues el Cuerpo de Jesucristo, plasmado en el seno castísimo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, supera en perfección, y, por ende, en capacidad perceptiva a todos los demás cuerpos humanos..."


"...hemos de admirar otras tantas pruebas de su triple amor, y meditar los latidos de su Corazón, con los cuales quiso medir los instantes de su terrenal peregrinación hasta el momento supremo, en el que, como atestiguan los Evangelistas, «Jesús, luego de haber clamado de nuevo con gran voz, dijo: "Todo está consumado". E inclinado la cabeza, entregó su espíritu» [56]. Sólo entonces su Corazón se paró y dejó de latir, y su amor sensible permaneció como en suspenso, hasta que, triunfando de la muerte, se levantó del sepulcro.


Después que su Cuerpo, revestido del estado de la gloria sempiterna, se unió nuevamente al alma del Divino Redentor, victorioso ya de la muerte, su Corazón sacratísimo no ha dejado nunca ni dejará de palpitar con imperturbable y plácido latido, ni cesará tampoco de demostrar el triple amor con que el Hijo de Dios se une a su Padre eterno y a la humanidad entera, de la que con pleno derecho es Cabeza Mística."


El adorable Corazón de Jesucristo late con amor divino al mismo tiempo que humano, desde que la Virgen María pronunció su Fiat, y el Verbo de Dios, como nota el Apóstol, «al entrar en el mundo dijo: "Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: Heme aquí presente. En el principio del libro se habla de mí. Quiero hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad..." Por esta "voluntad" hemos sido santificados mediante la "oblación del cuerpo" de Jesucristo, que él ha hecho de una vez para siempre»




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Múltiples textos de San Juan Pablo II que se centran en el Corazón de Jesús, con el protagonismo de las catequesis y comentarios de las Letanías, así como el Magisterio de Benedicto XVI y el Papa Francisco, confirman la respuesta de la Iglesia a la acción luminosa del Espíritu Santo y la confidencia del  Divino Corazón a los Santos, especialmente a Santa Margarita María Alacoque.







Comunión Espiritual:

 “Padre eterno, permitid  que os ofrezca el Corazón de Jesucristo,  vuestro  Hijo muy  amado, como se ofrece Él mismo, a Vos  en sacrificio. Recibid  esta ofrenda por mí, así como por todos los deseos, sentimientos, afectos  y actos de este Sagrado Corazón. Todos son  míos, pues Él se inmola por mí,  y yo no quiero tener en adelante otros deseos que los suyos. Recibidlos para concederme por  sus méritos todas las gracias que me son necesarias, sobre todo la gracia de la perseverancia  final. Recibidlos como otros tantos actos de amor, de adoración y alabanza que ofrezco a vuestra  Divina Majestad, pues por el Corazón de Jesús sois dignamente honrado y glorificado. Amén.” (De Santa Margarita María Alacoque)



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