lunes, 26 de junio de 2023

La Espiritualidad: Consagración y la Reparación

 






Oración al Espíritu Santo

Recibid ¡oh Espíritu Santo!, la consagración perfecta y absoluta de todo mi ser, que os hago en este día para que os dignéis ser en adelante, en cada uno de los instantes de mi vida, en cada una de mis acciones, mi director, mi luz, mi guía, mi fuerza, y todo el amor de mi corazón.
Yo me abandono sin reservas a vuestras divinas operaciones, y quiero ser siempre dócil a vuestras santas inspiraciones. 
¡Oh Santo Espíritu! Dignaos formarme con María y en María, según el modelo de vuestro amado Jesús. Gloria al Padre Creador. Gloria al Hijo Redentor. Gloria al Espíritu Santo Santificador. Amén





El mismo Señor suscita en la Iglesia el culto a su divino Corazón al comunicarse a la religiosa salesa Santa Margarita María de Alacoque en el Monasterio de la Visitación en Paray-le-Monial, Francia, el 16 de junio de 1675: “He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres, que nada ha perdonado hasta agotarse y consumirse para demostrarles su amor, y que no recibe en reconocimiento de la mayor parte sino ingratitud, ya por sus irreverencias y sacrilegios, ya por la frialdad y desprecio con que me tratan en este Sacramento de Amor. Pero lo que me es aún mucho más sensible es que son corazones que me están consagrados los que así me tratan” pidiendo además desagravio por las injurias que recibe en los altares.


Será por medio de San Claudio la Colombière, joven sacerdote jesuita, confesor y confidente, llamado por el mismo Corazón de Jesús “siervo fiel y perfecto amigo” como se extenderá esta devoción primero en Francia y después, por medio de la Compañía de Jesús en toda Europa. El Beato P. Bernardo de Hoyos (+1733 en Valladolid) será el gran apóstol del Corazón de Jesús en España, cuya promesa “Reinaré en España” aparece inscrita en el Monumento del Cerro de los Ángeles.


La devoción al Corazón de Jesús es asumida en la enseñanza de la Iglesia y en su Magisterio con la Encíclica Annum Sacrum de  León XIII y Miserentisimus Redemptor de Pío XI. Y ha sido presentada por la Iglesia como quintaesencia del cristianismo. Es, sobre todo, desde la encíclica  “Haurietis Aquas” de Pio XII que se ha propuesto el culto al Corazón de Cristo como el modo más eficaz de dirigir la mirada y la vida a lo nuclear de la vida cristiana y al culmen de la Revelación.


Pío XII, escribiría en la Encíclica “Haurietis Aquas” (15 de mayo 1956). “El Corazón de Cristo es el corazón de una Persona divina, es decir del Verbo encarnado y, por tanto, representa y casi pone ante los ojos todo el amor que Él ha tenido y tiene aún por nosotros. Precisamente por esta razón el culto del Corazón sacratísimo de Jesús ha de tenerse en tal estima que se considere la profesión más completa de la fe cristiana (…) Por tanto, es fácil concluir que en su esencia el culto del Corazón sacratísimo de Jesús es el culto al amor con que Dios nos ha amado por medio de Jesús, y es a la vez la práctica de nuestro amor hacia Dios y hacia los demás” (AAS 48, 344s)


Con toda la riqueza bíblica que tiene la expresión “corazón” entendido como el centro del ser del hombre, la sede de los afectos y de las decisiones, donde se da la verdadera alianza con Dios o su rechazo. El corazón de Jesús nos coloca en el centro mismo del misterio de Cristo, el Verbo encarnado, centro de la creación y de la historia. Es el “lugar” donde se da la unión hipostática de una naturaleza humana real con la Persona divina del Hijo. Es la clave que explica todo el misterio de Cristo y todo su actuar. Por el “corazón” llegamos a la interioridad de Jesús, sus deseos, sus sentimientos, sus actitudes, sus proyectos.


El Papa San Juan Pablo II reiteró la necesidad de volver la mirada hacia el Corazón de Cristo para comprender el misterio del corazón del hombre y su dignidad: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura. de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce «lo que hay dentro del hombre». ¡Sólo El lo conoce!” (Homilía de inicio de su Pontificado. 22 de octubre de 1978)






(Antonio Amado,  R. Humanitas)


En muchas otras ocasiones Juan Pablo II manifestó su mirada central al corazón de Jesús: “desde el comienzo de mi servicio pontificio invité a los fieles a adherirse totalmente a Cristo, Redentor del hombre y del mundo (Enc. “Redemptor hominis”); a saber vivir el mensaje de amor misericordioso de Dios para con la humanidad pecadora (Enc. “Dives in misericordia”); con ese espíritu deseé que se celebrase el Año Santo extraordinario de la Redención, presentando a Cristo crucificado como respuesta definitiva al misterio de nuestro dolor humano (Carta Apost. “Salvifici doloris”) para conseguir los frutos de la Redención y colaborar a la obra de la redención misma.


Y esto es así porque decir Corazón de Jesús es recalcar que Jesús está ahora vivo, resucitado, que su victoria no ha diluido su humanidad, ni ha desaparecido de la historia. Es  Jesús resucitado vivo de Corazón palpitante, que me amó y se entregó por mí; y que ahora me ama personalmente con un amor divino y humano, y que ahora es sensible a mi respuesta de amor; porque ahora lleva adelante su obra redentora en la Iglesia y por medio de la Iglesia. Corazón significa interioridad, el centro de la persona, de donde brota su misterio y su actuar. Es una intimidad abierta y con toda la riqueza de un amor hasta el extremo.


Así la espiritualidad el corazón de Jesús está centrada en la humanidad de Jesús cuyo centro es el amor. Un amor humano que es revelación y expresión del amor divino, del amor trinitario y del amor loco de Dios al hombre:


Catecismo de la Iglesia Católica nº478: Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: “El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20). Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros pecados y para nuestra salvación (cf. Jn 19, 34), “es considerado como el principal indicador y símbolo […] de aquel amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres” (Pio XII, Enc.Haurietis aquas: DS, 3924; cf. ID. enc. Mystici Corporis: ibíd., 3812).


Se trata, por tanto, no de una devoción caduca representada por una serie de imágenes más o menos afortunadas sobre el Corazón de Jesús, sino de vivir toda la vida cristiana a la luz de este amor humano-divino de Cristo Resucitado, descubriendo en este amor redentor el centro y el “alma” de nuestra unión con Cristo, convirtiéndolo todo en una respuesta a ese amor manifestado y comunicado a los hombres por el don del Espíritu Santo. Este corazón nos invita a participar de sus actitudes y de sus ansias redentoras. La identificación con el Corazón de Cristo es la obra que el Espíritu Santo realiza en nosotros.


Así, la devoción al Corazón de Cristo se expresa y resume en la Consagración y la Reparación; una respuesta adecuada a ese Cristo que me amó y me ama ahora, que sufrió y ahora es sensible al drama humano, que se entregó y se entrega ahora.


El Catecismo de la Iglesia Católica establece una significativa relación entre la religión y la caridad: «La virtud de la caridad nos lleva a dar a Dios lo que en toda justicia le debemos en cuanto creaturas. La virtud de la religión nos dispone a esa actitud» (CEC 2095). La religión es una virtud por la que tributamos a Dios el culto que le es debido en razón de su dignidad y excelencia singular. Dios es el Señor, y nosotros somos creaturas; por una razón de justicia debemos dar a Dios un culto en el que reconozcamos su majestad y soberanía sobre nuestra existencia y en consecuencia lo alabemos, reverenciemos y obedezcamos su ley. «Este deber, por tanto, es un acto de justicia, pero no es una justicia plenaria: nosotros no podemos dar a Dios nunca todo lo que se le debe. Nunca podemos alabar a Dios bastante, ni servirle con demasiada obediencia, ni ser demasiado reverentes con Él. Pero debemos hacerlo y, por tanto, aunque podemos ser más plenamente justos con los hombres, nuestros semejantes, que con Dios, que excede toda nuestra justicia, no obstante esta justicia para con Dios es lo primero obligatorio para el hombre como creatura» [Francisco Canals V. La devoción al Corazón de Jesús].






La esencia de la Religión:


La virtud de la religión es la suprema entre las virtudes morales, pues como señala Santo Tomás, entre todas ellas es «la que más se acerca al fin, pues realiza todo lo que directa e inmediatamente atañe al honor de Dios» [Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2 q. 81 art 6]. 


 La religión no es virtud teologal, que tiene por objeto el último fin, sino moral, que versa sobre los medios» [Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2 q. 81 art 5]. Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios y por consiguiente son superiores a la misma virtud de la religión. La plenitud y perfección última del hombre elevado por Dios al orden sobrenatural no puede consistir entonces sólo en el servicio y reverencia de su dignidad y excelencia, sino en la caridad a la que toda justicia se ordena. Movidos por caridad podemos ser llevados a dar a Dios de modo perfectísimo lo que en justicia le debemos.


Santo Tomás precisa que «el honor y reverencia tributados a Dios no son en su provecho, sino en el nuestro, por ser Él la plenitud de la gloria, a quien nada puede añadir la creatura» [12]. Dios sólo quiere regalar, entregar sus dones al hombre para bien del hombre y pide no ser rechazado: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap. 3, 20). Pero el bien del hombre está en Dios y por eso el primero y más importante de los mandamientos es amar a Dios sobre todas las cosas, pues «Dios es todo el bien del hombre». Y Dios se ha hecho hombre para adoptarnos como hijos, para comunicarnos el bien de su vida divina, «para rescatar al esclavo» y no para constituir esclavos. Sin embargo la recepción del bien divino que el Señor quiere comunicar exige la obediencia a su Ley: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?...Si quieres entrar en la vida guarda los mandamientos» (Mt. 19, 17); y los mandamientos los guardaremos porque le amamos, «pues el amor a Dios consiste en guardar sus mandamientos» (1 Jn 5, 3); y le amamos porque Él nos ha amado primero y por amor nos ha mandado que le amemos y nos ha dado el poder hacerlo. «La doctrina del Reino del Corazón de Cristo ilumina precisamente la conducencia de la sumisión y obediencia a la Ley a la recepción del bien difundido.


Dios no legisla sobre nosotros para someternos a su dominio despótico y obtener beneficios de nuestra servidumbre –al modo de los dioses sumerios que reclutaban esclavos entre los hijos de los hombres para construir los canales de regadío–, sino para que tengamos vida y la tengamos en abundancia.


El culto al Sagrado Corazón, síntesis de toda la religión y la norma más perfecta de la vida cristiana.


Dios movido por amor nos exige darle culto para provecho nuestro, pero habiéndonos elevado al orden sobrenatural y mostrado eficazmente que nos ama quiere que le demos culto no sólo por ser Señor y soberano, sino también y precisamente porque nos ama. Por la fe «hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4, 16) ; Cristo nos ha amado hasta la muerte y una muerte de cruz, derramando hasta la última gota de su sangre por cada uno de los pecadores, y dejándose traspasar en su Corazón. Nuestro deber de alabanza y reconocimiento a Dios adquiere a la luz de la fe un nuevo título que hace más suave y confiado nuestro deber de darle culto: hemos de darle culto porque en su infinita misericordia nos ha amado. Esta verdad está en el centro del Evangelio, pero es principalmente a partir del carisma profético de Santa Margarita María de Alacoque y San Claudio de la Colombiere como se ha hecho más presente en el pueblo cristiano recibiendo el apoyo y aprobación decidida de los Romanos Pontífices.


Pero el amor de Dios manifestado en el Corazón traspasado no es correspondido; hemos sido injustos con el amor divino y le hemos ofendido. Las ofensas que de continuo hacemos al Señor al no aceptar el amor que nos salva exigen en justicia una reparación, hemos de pedir perdón. Dios nos creó para abundar sobre nosotros con la riqueza de los dones celestiales; el amor divino exige ser correspondido, pues es el amor de nuestro Padre y Señor, y somos injustos cuando no lo recibimos. Forma parte del culto al Corazón de Cristo el deber de reparar por nuestros pecados y por los de todos los hombres. Cristo murió en la cruz por todos nuestros pecados y satisfizo suficientemente al Padre por todos nuestros delitos; por la eficacia de su amor infinito, donde abundó el pecado sobreabundó la gracia. Sin embargo en su condescendencia misericordiosa quiso invitarnos a responder también a su amor reparando por los pecados. El amor del Corazón de Cristo es ofendido cuando el hombre no acepta los caminos de la salvación; entonces este corazón exige alguien que corresponda a su amor, que participe de su sufrimiento por los pecados del mundo, que quiera darle consuelo en su tribulación y angustia. En su bondad infinita el Señor no quiere sino tratarnos como amigos, y al amarnos con un Corazón sensible podemos sentir el dolor de Dios por nuestros males y aprender en esa fuente el verdadero sentido de la reparación. Ahora bien, toda la fuerza y el valor de la reparación dependen del único sacrificio de Cristo en la Cruz. Y al reparar por nuestros pecados y por los del mundo entero consolamos a Cristo porque acogemos el amor que nos ofrece. Si estamos unidos a este sacrificio mediante la participación en la santa Misa, nuestros trabajos, dolores e incomodidades cotidianos y la mortificación de nuestra carne para completar lo que falta a la Pasión de Cristo, sirven porque son realizados por amor, para dar consuelo al Corazón de Cristo pues las penas se alivian por la compañía de los amigos. «Más, ¿cómo semejantes ritos expiatorios podrían consolar a Cristo, que reina felizmente en los cielos? Claro está, respondemos, sirviéndonos de las palabras de San Agustín que caen muy bien en este lugar: dame un amante y entiende lo que digo» [Pío XI, Miserentissimus Redemptor n 10.].


Dios quiere comunicar y manifestar su bondad infinita. Los caminos de la negación –por usar una terminología común en Karol Wojtyla– por los que parece desarrollarse la historia contemporánea han dejado al hombre en la más absoluta soledad y miseria; y parece que la miseria mayor del hombre es precisamente el desconocimiento de Dios. El hombre contemporáneo se debate entre tensiones y temores que envilecen y destruyen su humanidad. Cristo quiere hacerse presente en medio de estas necesidades y parece que hoy, más que nunca, se requiere dar culto a la misericordia divina implorando a Dios que salve a la humanidad pecadora. Sólo nos manda que le amemos y si le amamos también volveremos nuestro corazón hacia el prójimo para amarle como Él nos ha amado. Y en esto consiste el amor, en que Él nos amó primero.


Recurriendo al Corazón de Cristo se podrá encontrar alivio para nuestro tiempo y gozar, incluso en este mundo de los bienes de la ciudad celeste. Pío XII lo resume magníficamente en la Encíclica Haurietis aquas: «Finalmente, con el ardiente deseo de poner una firme muralla contra las impías maquinaciones de los enemigos de Dios y de la Iglesia, y también hacer que las familias y las naciones vuelvan a caminar por la senda del amor a Dios y al prójimo, no dudamos en proponer la devoción al sagrado Corazón de Jesús como escuela eficacísima de caridad divina; caridad divina, en la que se ha de fundar, como en el más sólido fundamento, aquel Reino de Dios que urge establecer en las almas de los individuos, de la sociedad familiar y de las naciones, como sabiamente advirtió nuestro mismo Predecesor: ‘El Reino de Jesucristo saca su fuerza y su hermosura de la caridad divina: su fundamento y su excelencia es amar santa y ordenadamente. De donde se sigue necesariamente: cumplir íntegramente los propios deberes, no violar los derechos ajenos, considerar los bienes naturales como inferiores a los sobrenaturales y anteponer el amor a Dios a todas las cosas» [Pío XII, Haurietis aquas n 36].


El orden individual, familiar y social debe ser reinstaurado de tal manera que todo tenga a Cristo por Cabeza. Es una grave ofensa a Dios y una miseria para los pueblos el querer legislar de espaldas a Cristo y al Evangelio. Si algunas corrientes de pensamiento han querido presentar como un progreso la dirección de los asuntos humanos olvidando la piedad hacia Dios es necesario volver a insistir que es el amor de Cristo y su misericordia lo único que puede salvar al mundo. 






Amar al Amor con la Consagración y Reparación:


Para santa Margarita María, nuestra respuesta de amor se resume en la consagración al Corazón de Jesús, pues constituye una entrega total de sí a Cristo, que compromete toda nuestra vida.


“Si deseas vivir completamente para Él, llegar a la perfección que desea de ti, si quieres ser del número de sus amigos, es necesario que hagas a su Sagrado Corazón una consagración total de ti mismo y de todo lo que depende de ti. Después de eso, ya no te mirarás sino como perteneciente al Corazón de Jesús, al que podrás recurrir en todas tus necesidades, y establecer en Él tu morada. Él reparará lo imperfecto que pueda haber en tus obras y santificará las acciones buenas, si permaneces en todo unido a sus designios sobre ti”.


La Santa compuso y propagó varias fórmulas de consagración.


Además, nos transmite de parte del Señor un mensaje sobre la consagración de las familias a su Corazón:


“Por este medio, reunirá las familias divididas y protegerá a las que estén en alguna necesidad; derramará esta suave unción de su caridad en todas las comunidades religiosas en las que sea honrado y que se pongan bajo su especial protección, y mantendrá unidos a todos los corazones, para que no formen más que uno solo con Él”.


En varias ocasiones, Margarita María asegura, de parte del Señor, que las personas consagradas al Corazón de Jesús “no perecerán”. Pero se refiere a una consagración vivida, traducida en obras, en la vida de cada día.


Para santa Margarita María, toda la vida está en relación con el Corazón del Señor. Todo se hace con Él.






Un día con el Corazón de Jesús:


–“Por la mañana, ofreceremos nuestros corazones al Corazón de Jesucristo para que consuma en él todo lo que le desagrada, pidiéndole que supla lo que nos falta”.


-En la oración, “si hay disipación, aburrimiento o negligencia, reprendeos con dulzura y volved a recoger vuestro espíritu… y ofreced al Padre la oración de su Hijo para reparar las faltas de la vuestra. El fruto principal que debéis sacar será el amor a la humildad y sencillez”.


Si se siente cierta imposibilidad para orar: “Ofreced al Padre todo lo que el Sagrado Corazón hace en la Eucaristía, para suplir lo que vosotros quisierais y debierais hacer”. Y también: “Uniremos nuestra oración a la que hace Jesús por nosotros en el Santísimo Sacramento, y al final ofreceremos a Dios la de su divino Hijo para reparar las faltas y pérdida de tiempo de la oración que acabamos de hacer”.


-Al recibir la sagrada comunión: “Ofreceré al Padre las santas disposiciones del Corazón de la Santísima Virgen en el momento de la Encarnación, y las uniré a las de su divino Hijo para suplir las que me falten para recibirle dignamente. Cuando ya le haya recibido, como acción de gracias le ofreceré a su Padre, con gratitud, alabanza, adoración y amor, rogándole en este momento que repare todas las faltas de mi vida pasada…”


-En el trabajo, estudio, en las tareas de cada día…: Santa Margarita María nos comunica lo que ella decía al Señor al salir de la capilla y empezar las ocupaciones del día: “Jesús mío, como no puedo permanecer aquí en tu presencia, ven conmigo para santificar todo lo que haga, puesto que todo es por Ti”.


-En las caídas, infidelidades, pecados…, el Señor había dicho a Margarita María: “Este Corazón será el reparador de todas tus faltas”. Ella lo repetirá sin cansarse: “Cuando caemos, debemos acudir a este divino Corazón, ofrecer al Padre una de las virtudes opuestas a nuestra falta, como por ejemplo, su humildad en vez de nuestro orgullo… y tenemos que hacer lo mismo cuando vemos faltas en los demás”.


-Y al fin de la jornada: “Por la noche pondré en este divino Corazón todo lo que haya hecho durante el día, para que Él purifique lo que haya de imperfecto en mis acciones, las haga dignas de hacerlas suyas y las ponga en su divino tesoro; le dejaré el cuidado de disponer de todo según su deseo”.


La consagración transforma toda la vida impregnándola de amor a Jesús: la oración, la Eucaristía, la relación con la Virgen, la aceptación del sufrimiento, de la cruz, el trabajo, las alegrías… todo.


Un día Jesús pidió a santa Margarita María que mirara la abertura de su costado, y le dijo:


“Aquí hay un abismo sin fondo, abierto por una flecha sin medida, que es la del amor”.






Y la misma Santa explica:


“Este divino Corazón es un abismo de todo bien, donde los pobres deben abismar sus necesidades; un abismo de alegría, donde debemos abismar todas nuestras tristezas; un abismo de humillación para nuestro orgullo; un abismo de misericordia, un abismo de AMOR, donde tenemos que abismar todas nuestras miserias”.


Así pues, una fuente inagotable, un océano sin límite, un tesoro infinito, ¡de amor! y de un amor que no quiere más que comunicarse, llenarnos de sí mismo. Es lo que dice Jesús en el Evangelio de san Juan: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).


Este es el Corazón de Jesús, que quiere darse. Pues este Amor es activo.


El primer paso consistirá en abrir nuestro corazón “a fin de poder satisfacer en algún modo el ardiente deseo que su amor tiene de derramarse”. Esta actitud de acogida, implica necesariamente un reconocimiento de nuestras faltas: somos pecadores.


Se requiere de nuestra parte fe y confianza en el que perdona. “Tienes demasiado temor y esto es lo que le disgusta, porque El quiere de ti una confianza amorosa”, dice Margarita María en una de sus cartas.







Santa Margarita María nos dice:


“Debe bastarte con haberle entregado todo el cuidado de ti misma, y a medida que te olvides de ti, Él tomará un cuidado especialísimo por perfeccionarte, purificarte y santificarte; la demasiada reflexión sobre nosotros mismos impide el efecto de sus proyectos sobre nosotros… Cuando nos abandonamos del todo y le dejamos hacer, Él nos hace andar mucho camino en poco tiempo”.


“El Sagrado Corazón te hará un gran santo. Él te santificará a su gusto y no al tuyo. Por eso, déjale hacer”.


Y en una confidencia personal hecha a su superiora, dice:


“Se me presentó mi Señor descubriéndome su Corazón lleno de amor me dijo: «Este es el Maestro que te doy. Él te enseñará todo lo que debes hacer por mi amor. Por eso tú serás su discípula predilecta». Sentí una gran alegría. Me abandoné del todo a Él”.


 Es una invitación y llamada del Corazón de Jesús:  “Permaneced en mí, permaneced en mi Amor” (Jn 15, 4.9), es una constante en la tradición cristiana. Margarita María se inscribe en ella. Desde el principio ha vivido este misterio. Describe así una manifestación del Señor que debe situarse en 1674:


“«Este es el lugar de tu morada actual y perpetua donde podrás conservar sin mancha la túnica de la inocencia de la que he revestido tu alma». Y a partir de entonces, me veía y encontraba siempre en este amable Corazón de un modo que no sé expresar, sino sólo decir que estaba a veces como en un jardín delicioso, esmaltado de toda clase de flores; otras, como un pececillo en un vasto océano…”


Esta gracia personal, no es sólo para ella. Se trata de una llamada evangélica que transmite a los hijos de Dios, bajo el signo del Corazón:


“Estableced vuestra morada en el Corazón de Jesús; en Él encontraréis una paz inalterable y la fuerza para hacer realidad los buenos deseos que Él os inspire, y para no cometer faltas voluntarias”.


“En este Corazón divino todo se cambia en amor, hasta las más amargas amarguras. Hagamos allí nuestra morada actual y perpetua, y nada podrá turbarnos, con tal que estemos del todo abandonados a Él. Dejémosle hacer y obrar en nosotros”.


Y podremos valernos de nuestras tribulaciones y sacrificios para reparar al amor:

 

Cristo es el único que puede realmente reparar. Él “se ha hecho pecado”, en palabras de san Pablo, y se ha ofrecido al Padre por nosotros. Pero quiere asociarnos a su obra redentora. El Corazón de Jesús nos recuerda a través de santa Margarita María que debemos y podemos unir nuestras vidas a su sacrificio para reparar por Él, con Él, y en Él por nuestros propios pecados y los del mundo.


En este sentido hay que entender la experiencia de la Cruz que ha vivido Margarita María, una experiencia muy especial, muy personal. Y la ha vivido en un amor profundo a su Señor, en la “comunión de los santos”.


San Pablo dice: “Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia”. Y san Agustín comenta que nada falta a la Pasión de Cristo, como Cabeza de la Iglesia, pero esa Pasión se consuma, se realiza en su Cuerpo, la Iglesia.


Y santa Margarita María escribe:


“Las cruces, los desprecios, las aflicciones son los verdaderos tesoros de los que aman a Jesucristo crucificado”.


Porque:


“Es un gran bien que nos identifica con Jesucristo sufriente”. Todo es por el amor. “Saquemos del tesoro de la Cruz para sufrir con amor”. “Los amigos del Sagrado Corazón saborearán sus amarguras”. “El Señor da un valor incalculable a los sufrimientos unidos a los suyos”. Finalmente: “No se puede amar sin sufrir: para un corazón que ama a su Dios y que quiere ser amado por Él, todas las cruces son preciosas. Procuremos, pues, hacernos verdaderas copias de nuestro Amor crucificado”.


“Un corazón que ama de verdad ¿puede quejarse de estar en la cruz o, mejor, en el Corazón de Jesucristo, donde todo se cambia en amor?” Estas hermosas y profundas palabras nos dejan entrever la experiencia espiritual de santa Margarita María y explican su locura por la cruz.


Y esta experiencia no es sólo para santa Margarita o para algunos amigos privilegiados del Señor. Recordemos que la llamada del Señor es para todos, todo cristiano experimenta la cruz… Ella no puede faltar en la vida de quien se consagra al Corazón de Jesús.


Reparar es, por tanto, amar por los que no aman, amar más para suplir nuestra propia falta de amor.


“Postrémonos largo rato ante Jesús presente en la Eucaristía, reparando con nuestra fe y nuestro amor los descuidos, los olvidos e incluso los ultrajes que nuestro Salvador padece en tantas partes del mundo”. (Juan Pablo II, Mane nobiscum Domine)


Pero es imposible amar a Dios sin amar a los hermanos. Escribe santa Margarita María:


“Le rogué en la oración que me diera a conocer el medio de satisfacer mi deseo de amarle. Y me hizo ver que no es posible demostrarle mejor nuestro amor que amando al prójimo por amor a Él y que debía ocuparme en procurar su salvación, siendo necesario que olvidara mis intereses para hacer míos los del prójimo”.







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CONSAGRACIÓN




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