martes, 23 de abril de 2024

No darás falso testimonio ni mentirás


 


“Revestido del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4, 24)



Catecismo de la Iglesia Católica  2464-2513




Resumen del Artículo


2504 “No darás falso testimonio contra tu prójimo” (Ex 20, 16). Los discípulos de Cristo se han “revestido del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4, 24).


2505 La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse verdadero en sus actos y en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía.


2506 El cristiano no debe “avergonzarse de dar testimonio del Señor” (2 Tm 1, 8) en obras y palabras. El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe.


2507 El respeto de la reputación y del honor de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra de maledicencia o de calumnia.


2508 La mentira consiste en decir algo falso con intención de engañar al prójimo.


2509 Una falta cometida contra la verdad exige reparación.


2510 La regla de oro ayuda a discernir en las situaciones concretas si conviene o no revelar la verdad a quien la pide.


2511 “El sigilo sacramental es inviolable” (CIC can. 983, § 1). Los secretos profesionales deben ser guardados. Las confidencias perjudiciales a otros no deben ser divulgadas.


2512 La sociedad tiene derecho a una información fundada en la verdad, la libertad, la justicia. Es preciso imponerse moderación y disciplina en el uso de los medios de comunicación social.


2513 Las bellas artes, sobre todo el arte sacro, “están relacionadas, por su naturaleza, con la infinita belleza divina, que se intenta expresar, de algún modo, en las obras humanas. Y tanto más se consagran a Dios y contribuyen a su alabanza y a su gloria, cuanto más lejos están de todo propósito que no sea colaborar lo más posible con sus obras a dirigir las almas de los hombres piadosamente hacia Dios” (SC 122).




 


El Papa Benedicto XVI aseguró (18 de Febrero del 2010):


El papa Benedicto XVI ha afirmado que robar o mentir jamás pueden ser justificados como "una debilidad" del ser humano, ya que el auténtico ser humano es aquel que es generoso, bueno y justo.


El Pontífice así lo aseguró durante el encuentro que hoy mantuvo en el Vaticano con los sacerdotes de la diócesis de Roma, a los que se dirigió improvisando, sin discurso.


"En la mentalidad corriente se dice: "ha mentido, pero es humano, ha robado, es humano". Pero ese no es auténtico ser humano. Humano es ser generoso, humano es ser bueno, humano es ser un hombre de justicia", afirmó el Obispo de Roma.


El Papa subrayó que el pecado jamás se puede considerar solidaridad, sino ausencia de la misma. Se refirió también a la figura del sacerdote y señaló que el cura para ser verdadero mediador entre Dios y los hombres debe ser hombre e hijo de Dios y agregó que su misión es la de hacer de puente que lleva al hombre hasta Dios.


El Papa añadió que el sacerdote debe tener un corazón entregado a la compasión y debe ser obediente. En referencia a la obediencia, Benedicto XVI señaló que es una palabra "que no gusta en este tiempo".


"La obediencia se presenta como una alienación, como un acto servil. No es así, la palabra libertad y obediencia van juntas ya que la voluntad de Dios no es una voluntad tiránica sino el lugar donde encontramos nuestra verdadera identidad", aseguró el Papa.






Recordamos las enseñanzas del Papa Benedicto XVI (12 de Junio del 2012): 


«Conocemos también a un tipo de cultura donde no cuenta la verdad, donde cuenta sólo la sensación, el espíritu de calumnia y de destrucción».


«Se trata de una cultura caracterizada por el «dominio del mal»


El Papa Benedicto XVI arremetió contra una «cultura dominante» que se manifiesta a través del sensacionalismo, de la mentira presentada como verdad y de un falso moralismo utilizado para destruir. En un mensaje pronunciado ante varios miles de fieles en la Basílica San Juan de Letrán, al sur de Roma, el pontífice definió como «pompa del diablo» a esa cultura, de la cual pidió a todos «emanciparse y liberarse».

«Conocemos también a un tipo de cultura donde no cuenta la verdad, donde cuenta sólo la sensación, el espíritu de calumnia y de destrucción», dijo.  «Una cultura que no busca el bien, cuyo moralismo es una máscara para confundir y destruir, donde la mentira se presenta en forma de verdad y de información», agregó.  Al inaugurar el Congreso Eclesial de la Diócesis de Roma alertó contra esta corriente moderna de pensamiento que se enfoca solo en el bienestar material y niega a Dios, a la cual decimos no.


Señaló que se trata de una cultura caracterizada por el «dominio del mal» y precisó que los católicos, al recibir el sacramento del bautismo, dicen «no a ese dominio», decisión que deben realizar cada día de su vida, con los sacrificios que cuesta oponerse a la cultura dominante.

«Conocemos también a un tipo de cultura donde no cuenta la verdad, donde cuenta sólo la sensación, el espíritu de calumnia y de destrucción», dijo el Papa.

El Santo Padre, que improvisó una catequesis de media hora sobre el bautismo sin leer ningún papel, aseguró que «una cultura que no busca el bien, cuyo moralismo es una máscara para confundir y destruir, donde la mentira se presenta en forma de verdad y de información».






Al inaugurar el Congreso Eclesial de la Diócesis de Roma, Benedicto XVI alertó contra esta corriente moderna de pensamiento que se enfoca solo en el bienestar material y niega a Dios, a la cual decimos no.

El Pontífice aseguró que se trata de una cultura caracterizada por el «dominio del mal» y precisó que los católicos, al recibir el sacramento del bautismo, dicen «no a ese dominio», decisión que deben realizar cada día de su vida, con los sacrificios que cuesta oponerse a la cultura dominante.








8º No dirás falso testimonio ni mentirás


Octavo Mandamiento


Seis cosas hay que aborrece Yahvéh, y siete son abominación para su alma: ojos altaneros, lengua mentirosa, manos que derraman sangre inocente, corazón que fragua planes perversos, pies que ligeros corren hacia el mal, testigo falso que respira calumnias, y el que siembra pleitos entre los hermanos (Prov. 6, 16-19).


El comportamiento que, como personas, tenemos con nuestro prójimo puede distar mucho de ser aceptable y, por eso mismo, decir sí donde es sí y no donde es no (cf. Mt 5, 37) es lo que corresponde a cada uno de los que nos decimos hijos de Dios.


Lo demás, como bien dice Cristo, “viene del Maligno” (Mt. 5, 37) y, por lo tanto, debemos evitarlo siempre que podamos. Por eso decir falso testimonio o mentir es dar cabida, en nuestro corazón, al Príncipe de la mentira.


En primer lugar, nos deberíamos plantear las siguientes preguntas:


¿Has mentido con perjuicio grave para el prójimo?

¿Has murmurado? ¿De cosas de importancia? ¿También de dignidades eclesiásticas, autoridades políticas, superiores, etc.?

¿Has oído murmurar con gusto?

¿Has defendido la fama del prójimo, pudiendo?

¿Has descubierto sin causa faltas graves, aunque fueran verdaderas, de los otros?

¿Has levantado falso testimonio o calumniado?

¿Has juzgado mal del prójimo sin suficiente motivo?

¿Has revelado o descubierto secretos de importancia?

¿Has leído cartas ajenas, sabiendo que lo llevarían a mal?

¿Has querido enterarte de secretos, escuchando o de otro modo?

¿Has traído cuentos o chismes de unos a otros?

¿Has exagerado los defectos ajenos?

¿Has difamado o ridiculizado al prójimo? (De palabra, por escrito, por insinuaciones, infundiendo sospechas…)

¿Has restituido la fama pudiendo?

¿Has permitido murmurar cuando tenías obligación de impedirlo?

¿Has actuado de testigo falso?


Vemos, pues, que se puede incumplir el octavo Mandamiento de la Ley de Dios de muchas formas y que, por tanto, podemos incurrir en dar falso testimonio y en mentir de muchas y diversas formas.






Dice el P. Jorge Loring, en su “Para Salvarte” (70.1 y 70.2) que:


Este mandamiento manda no mentir, ni contar los defectos del prójimo sin necesidad, ni calumniarlo, ni pensar mal de él sin fundamento, ni descubrir secretos sin razón suficiente que lo justifique.


Este mandamiento prohíbe manifestar cosas ocultas que sabemos bajo secreto. Hay cosas que caen bajo secreto natural. No se puede revelar, sin causa grave, algo de lo que tenemos conocimiento, que se refiere a la vida de otra persona, y cuya revelación le causaría un daño. Esta obligación subsiste aunque no se trate de un secreto confiado, y aunque no se haya prometido guardarlo.


Para tratar de evitar el daño que podemos causar con nuestra forma de comportarnos, deberíamos siempre tener en cuenta que Jesucristo es la Verdad (cf. Jn 14,6) y que, además, es la “luz del mundo” (Jn 8,12) y que, por eso mismo, tal luz debe servirnos de faro con el que dirigir nuestra vida. Todo esto sin olvidar que seguir a Jesús, Hijo de Dios, es vivir del “Espíritu de verdad” (Jn 14,17) y que nos conduce a la “verdad completa” (Jn 16, 13).


Es Cristo, pues, el espejo donde debemos mirarnos para tratar, al menos, de imitar su forma de ser y tratar de ser “Otros Cristos” en el mundo.


Dice, a tal respecto, el Catecismo de la Iglesia católica, en su número 2464 que


“El octavo mandamiento prohíbe falsear la verdad en las relaciones con el prójimo. Este precepto moral deriva de la vocación del pueblo santo a ser testigo de su Dios, que es y que quiere la verdad. Las ofensas a la verdad expresan, mediante palabras o acciones, un rechazo a comprometerse con la rectitud moral: son infidelidades básicas frente a Dios y, en este sentido, socavan las bases de la Alianza.


Así, no se trata de un comportamiento que tenga, digamos, consecuencias en exclusiva para las personas que incurran en tales procederes sino que es la misma base de la Alianza entre el Dios y el hombre la que se viene abajo cuando se miente o se da falso testimonio.


Al respecto del daño que se puede utilizar, por ejemplo, con el hecho de acudir al falso testimonio y a la mentira, Santiago (3, 5-10) nos pone al corriente de lo que suele pasar:



“La lengua, con ser un miembro pequeño, se gloria de grandes cosas. Ved que un poco de fuego basta para quemar todo un gran bosque. También la lengua es un fuego, un mundo de iniquidad. Colocada entre nuestros miembros, la lengua contamina todo el cuerpo, e inflamada por el infierno, inflama a su vez toda nuestra vida. Todo género de fieras, de aves, de reptiles y animales marinos es domable y ha sido domado por el hombre, pero a la lengua nadie es capaz de domarla; es un mal turbulento y está llena de mortífero veneno. Con ella bendecimos al Señor y Padre nuestro y con ella maldecimos a los hombres, que han sido hechos a imagen de Dios. De la misma lengua proceden la bendición y la maldición. Y esto, hermanos, no debe ser así”.


Pero son otros los vicios en los que se puede incurrir:


-La murmuración

-La calumnia

-La adulación

-El juicio temerario

-La susurración

-La burla


En realidad, mentir o dar falso testimonio es incurrir en lo que nos hace ver la Declaración Dignitatis Humanae, a la sazón referida a la libertad religiosa. Lo hace en su punto 2:


‘Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas…, se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo con respecto a la verdad religiosa. Están obligados también a adherirse a la verdad una vez que la han conocido y a ordenar toda su vida según sus exigencias’.


Actuar en contra de la obligación que expresa la Declaración citada es, en realidad, actuar directamente contra la verdad; poder llevar a error a quien escucha lo que es una mentira o un falso testimonio; lesionar lo que es el fundamento de la comunicación entre seres humanos; fomentar la soberbia; perder, quien así actúa, la propia reputación y la fama; lesionar gravemente la caridad que debemos al prójimo y con el prójimo tener; faltar a la justicia al mentir en perjuicio del prójimo; sembrar la desconfianza en las relaciones sociales.


Por eso es condenable la mentira y, por eso mismo, decir falso testimonio es incurrir en pecado grave y, por eso mismo, se nos pide que, en caso de estar realmente arrepentidos de haber incurrido en tales conductas no sólo nos limitemos a pedir perdón haciéndoselo saber al sacerdote en el Sacramento de Reconciliación sino que, en la medida de lo posible, reparemos el daño que hayamos podido causar sabiendo, eso sí, que cuando una mancha de aceite se extiende, siempre va a quedar algo de rastro al limpiarla.









martes, 16 de abril de 2024

No hurtarás - No robarás


 

7º.- No hurtarás - No robarás



"Jesucristo nos desvela el sentido pleno de las Escrituras. «No robarás» quiere decir: ama con tus bienes, aprovecha tus medios para amar como puedas. Entonces tu vida será buena y la posesión será de verdad un don."  (Papa Francisco)





Catecismo de la Iglesia      2401-2449


Resumen CEC


2450 “No robarás” (Dt 5, 19). “Ni los ladrones, ni los avaros [...], ni los rapaces heredarán el Reino de Dios” (1Co 6, 10).


2451 El séptimo mandamiento prescribe la práctica de la justicia y de la caridad en el uso de los bienes terrenos y de los frutos del trabajo de los hombres.


2452 Los bienes de la creación están destinados a todo el género humano. El derecho a la propiedad privada no anula el destino universal de los bienes.


2453 El séptimo mandamiento prohíbe el robo. El robo es la usurpación del bien ajeno contra la voluntad razonable de su dueño.


2454 Toda manera de tomar y de usar injustamente un bien ajeno es contraria al séptimo mandamiento. La injusticia cometida exige reparación. La justicia conmutativa impone la restitución del bien robado.


2455 La ley moral prohíbe los actos que, con fines mercantiles o totalitarios, llevan a esclavizar a los seres humanos, a comprarlos, venderlos y cambiarlos como si fueran mercaderías.


2456 El dominio, concedido por el Creador, sobre los recursos minerales, vegetales y animales del universo, no puede ser separado del respeto de las obligaciones morales frente a todos los hombres, incluidos los de las generaciones venideras.


2457 Los animales están confiados a la administración del hombre que les debe benevolencia. Pueden servir a la justa satisfacción de las necesidades del hombre.


2458 La Iglesia pronuncia un juicio en materia económica y social cuando lo exigen los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas. Cuida del bien común temporal de los hombres en razón de su ordenación al supremo Bien, nuestro fin último.


2459 El hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económica y social. El punto decisivo de la cuestión social estriba en que los bienes creados por Dios para todos lleguen de hecho a todos, según la justicia y con la ayuda de la caridad.


2460 El valor primordial del trabajo atañe al hombre mismo que es su autor y su destinatario. Mediante su trabajo, el hombre participa en la obra de la creación. Unido a Cristo, el trabajo puede ser redentor.


2461 El desarrollo verdadero es el del hombre en su integridad. Se trata de hacer crecer la capacidad de cada persona a fin de responder a su vocación y, por lo tanto, a la llamada de Dios (cf CA 29).


2462 La limosna hecha a los pobres es un testimonio de caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios.


2463 ¿Cómo no reconocer a Lázaro, el mendigo hambriento de la parábola, en la multitud de seres humanos sin pan, sin techo, sin patria? (cf Lc 16, 19-31). ¿Cómo no escuchar a Jesús que dice: “A mi no me lo hicisteis?” (Mt 25, 45).








El primer paso hacia la vida eterna es siempre la observancia de los mandamientos; en este caso el séptimo: «No robar» 


Benedicto XVI, Ángelus III Domingo Adviento



El Evangelio de este domingo de Adviento muestra nuevamente la figura de Juan Bautista, y lo presentan mientras habla a la gente que acude a él, al río Jordán, para hacerse bautizar. Dado que Juan, con palabras penetrantes, exhorta a todos a prepararse a la venida del Mesías, algunos le preguntan: «¿Qué tenemos que hacer?» (Lc 3, 10.12.14). Estos diálogos son muy interesantes y se revelan de gran actualidad.


La primera respuesta se dirige a la multitud en general. El Bautista dice: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo» (v. 11). Aquí podemos ver un criterio de justicia, animado por la caridad. La justicia pide superar el desequilibrio entre quien tiene lo superfluo y quien carece de lo necesario; la caridad impulsa a estar atento al prójimo y salir al encuentro de su necesidad, en lugar de hallar justificaciones para defender los propios intereses. Justicia y caridad no se oponen, sino que ambas son necesarias y se completan recíprocamente. «El amor siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa», porque «siempre se darán situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo» (Enc. Deus caritas est, 28).


Vemos luego la segunda respuesta, que se dirige a algunos «publicanos», o sea, recaudadores de impuestos para los romanos. Ya por esto los publicanos eran despreciados, también porque a menudo se aprovechaban de su posición para robar. A ellos el Bautista no dice que cambien de oficio, sino que no exijan más de lo establecido (cf. v. 13). El profeta, en nombre de Dios, no pide gestos excepcionales, sino ante todo el cumplimiento honesto del propio deber. El primer paso hacia la vida eterna es siempre la observancia de los mandamientos; en este caso el séptimo: «No robar» (cf. Ex 20, 15).


La tercera respuesta se refiere a los soldados, otra categoría dotada de cierto poder, por lo tanto tentada de abusar de él. A los soldados Juan dice: «No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga» (v. 14). También aquí la conversión comienza por la honestidad y el respeto a los demás: una indicación que vale para todos, especialmente para quien tiene mayores responsabilidades.


Considerando en su conjunto estos diálogos, impresiona la gran concreción de las palabras de Juan: puesto que Dios nos juzgará según nuestras obras, es ahí, justamente en el comportamiento, donde hay que demostrar que se sigue su voluntad. Y precisamente por esto las indicaciones del Bautista son siempre actuales: también en nuestro mundo tan complejo las cosas irían mucho mejor si cada uno observara estas reglas de conducta. Roguemos pues al Señor, por intercesión de María Santísima, para que nos ayude a prepararnos a la Navidad llevando buenos frutos de conversión (cf. Lc 3, 8).





Comentario:  Benedicto XVI tomó como punto de partida el pasaje bíblico que relata las recomendaciones dadas por San Juan el Bautista a los judíos que quieren alcanzar la vida eterna.


El Papa recordó que el predicador dio criterios de justicia animados por la caridad cuando señaló que, para alcanzar a salvarse, "quien tiene dos túnicas, le entregue una a quien no tiene, y quien tiene de comer, haga lo mismo".


"La justicia pide superar el desequilibrio entre quien tiene lo superfluo y a quien le falta lo necesario, la caridad empuja a estar atentos al otro y a ir al encuentro de su necesidad, en lugar de buscar justificaciones para defender sus propios intereses", dijo.


"La justicia y la caridad no se oponen, sino que ambas son necesarias y se completan mutuamente. El amor será siempre necesario, incluso en la sociedad más justa, porque siempre existirán situaciones de necesidad material en las cuales es indispensable una ayuda en la línea de un concreto amor por el prójimo", agregó.


Según el Papa, San Juan Bautista se dirigió también a algunos "publicanos"; es decir, los cobradores de impuestos por cuenta de los romanos, quienes eran despreciados porque, a menudo, aprovechaban de su posición para robar.


Destacó que a ellos no les pidió cambiar de oficio, sino empeñarse en no exigir nada más de cuanto ha sido fijado.


Así el profeta, a nombre de Dios, no solicitó gestos excepcionales sino, sobre todo, el cumplimiento honesto del propio deber. "El primer paso hacia la vida eterna es siempre la observancia de los mandamientos, en este caso el séptimo: no robar", apuntó.


San Juan habló también a los soldados, otra categoría dotada de cierto poder y, por lo tanto, tentada a abusar. A ellos los exhortó a no maltratar y no quitar nada a ninguno. "Confórmense con sus pagas", sostuvo.


Aquí, añadió Benedicto XVI, la conversión comienza por la honestidad y el respeto a los demás, una indicación que vale para todos, especialmente para quien tiene mayores responsabilidades.









No hurtarás 


Sabemos que hurtar es causar daño al prójimo tomando o reteniendo bienes que le son propios. Se hace, además, contra la voluntad del legítimo propietario pero sin causar daño en aquello que se hurta ni, tampoco, a las personas a las que se les hurta.


Pero, aunque se haga sin causar más estrago que el propio de privar de algo ajeno al prójimo, no extraña que tal forma de proceder sea contemplada en el Catálogo normativo de Dios de una forma no permitida. Sin embargo, como pasa en todos los Mandamientos de la Ley de Dios, su sentido va más allá de la letra de los mismos pues también la conducta incumplidora del ser humano de lo dicho por el Creador, es diversa y tiene, siempre, mucha imaginación para tergiversar lo que es la voluntad de Dios.


Las siguientes preguntas nos sirven, como en otros casos, para preguntarnos acerca de nuestra actitud sobre el séptimo Mandamiento:


¿Has hurtado algo ajeno en materia leve?

¿Has perjudicado gravemente a otros en sus bienes? (En su negocio, comercio, clientela, fortuna, hacienda…)

¿Has comprado o vendido con engaño? (En el peso, cantidad, calidad, medida, precio…)

¿Pagas lo justo (salarios, deudas, precios…), y cobras lo justo por tu trabajo? (Sueldos, ventas, negocios, prestamos…)

¿Has comprado, a sabiendas, lo hurtado?

¿Has jugado cantidades grandes o que no son tuyas?

¿Has hecho trampas en el juego por ganar?

¿Has pasado billetes falsos?

¿Has sisado en las compras?

¿Derrochas el dinero en lujos y caprichos?

¿Te has dejado sobornar? ¿Aceptas dinero de negociantes o litigantes?

¿Retienes el dinero ajeno? (De legados, limosnas, pagos, jornales de obreros…)


No hurtarás


¿Has cooperado de alguna manera a los robos ajenos? (Encubriéndolos, aconsejando, callando, ayudando, participando, no impidiendo…)

¿Sientes codicia excesiva, envidias a los ricos, y te quejas de Dios porque no te da más riquezas?

¿Has deseado robar al prójimo o perjudicarle en sus bienes?

¿Has tramado algo para apoderarte de lo ajeno?

¿Tratas de enriquecerte aprovechándote de la escasez o de la necesidad del prójimo?

¿Cumples con la justicia social, según tu posición?

¿Das limosnas proporcionadas a tus ingresos?











Y, ante esto, también podemos preguntarnos si hemos, por ejemplo, restituido, pudiendo, lo hurtado y resarcido el daño que se ha causado porque si está mal pecar no podemos dejar de recordar que debería ser posible que el corazón del cristiano, aquí católico, sintiera la necesidad de corregir el daño causado.


Pero para que se comprenda que lo básico en el comportamiento, ahora en este aspecto de la propiedad ajena, es que se tenga por cierto y verdadero lo que nos debe importar el prójimo, el Decreto sobre el Apostolado de los Seglares (8), de título Apostolicam actuositatem (del Concilio Vaticano II) dice que


“Para que este ejercicio de la caridad sea verdaderamente extraordinario y aparezca como tal, es necesario que se vea en el prójimo la imagen de Dios según la cual ha sido creado, y a Cristo Jesús a quien en realidad se ofrece lo que se da al necesitado; se considere con la máxima delicadeza la libertad y dignidad de la persona que recibe el auxilio; que no se manche la pureza de intención con ningún interés de la propia utilidad o por el deseo de dominar; se satisfaga ante todo a las exigencias de la justicia, y no se brinde como ofrenda de caridad lo que ya se debe por título de justicia; se quiten las causas de los males, no sólo los efectos; y se ordene el auxilio de forma que quienes lo reciben se vayan liberando poco a poco de la dependencia externa y se vayan bastando por sí mismos”


Por lo tanto, en el amor, en la caridad, ha de residir, y reside, la voluntad de tener en cuenta, para su bien, al prójimo y, así, no detraerle bienes que le son propios. Y todo esto porque sabemos, y no podemos dejarlo olvidado cuando nos conviene, que el resto de personas son criaturas de Dios y, por lo tanto, merecen respeto y tener en cuenta su dignidad como tales. Además, como expresión de verdadera caridad, San Juan, en su Primera Carta (3, 17) nos advierte acerca de que


“El que tuviere bienes de este mundo y viendo a su hermano pasar necesidad le cierra las entrañas, ¿cómo mora en él la caridad de Dios?”


Tengamos, pues, en cuenta, el sentido profundo de no hurtar pues, al fin y al cabo lo que tenemos lo habemos por gracia de Dios y el hermano que padece puede sentirse hurtado en su propia circunstancia.


En realidad, hay muchas formas de hurtar como, por ejemplo


-Quitar, retener, estropear o destrozar lo ajeno contra la voluntad de su propietario.


-El fraude o, lo que es lo mismo, hurtar con apariencias legales, con astucia, falsificaciones, mentiras, hipocresías, pesos falsos…


-La emisión de cheques sin fondo o la firma de letras de cambio que, a sabiendas, nunca podrán ser pagadas.


-La usura o las trampas en el juego.


-También lo siguiente a tener en cuenta y que recoge el Deuteronomio (25, 15-16):


Has de tener un peso cabal y exacto, e igualmente una medida cabal y exacta, para que se prologuen tus días en el suelo que Yahvéh tu Dios te da. Porque todo el que hace estas cosas, todo el que comete fraude, es una abominación para Yahvéh tu Dios.


No hurtarás


-O esto otro que recoge el Levítico (19, 35).


“No cometáis injusticia en los juicios, ni en las medidas de longitud, de peso o de capacidad: tened balanza justa, peso justo, medida justa y sextario justo. Yo soy Yahvéh vuestro Dios, que os saqué del país de Egipto”






Es más que posible que muchas de estas actuaciones queden sin castigo humano porque, como es comprensible, no todo puede ser controlado ni es posible que todas las diversas formas de hurtar que aquí hemos contemplado, tengan su justo castigo. Sin embargo, no es menos cierto y verdad que Dios, que todo lo sabe y todo lo ve, juzgará, cuando sea oportuno, semejantes comportamientos y que bien podemos darnos cuenta de esto en los textos del Antiguo Testamento aquí traídos.


Por otra parte, en el libro “Dios y el mundo” que es, como sabemos, la fijación por escrito de una larga conversación habida entre Peter Seewald y el entonces cardenal Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) preguntó el escritor, precisamente, sobre el Mandamiento relativo a “No hurtarás”.


El cardenal respondió (a la pregunta “El séptimo mandamiento: ‘No hurtarás’. Respetar la propiedad ajena es un precepto banal. ¿Qué más esconde detrás?”) lo siguiente:


“La doctrina de la asignación universal de los bienes de la creación no es sólo una idea bonita, también tiene que funcionar. Por eso está supeditada a ella la verdad de que el individuo necesita su esfera en las necesidades fundamentales de la vida y por tanto debe existir un sistema de propiedad que cada individuo debe respetar. Esto exige, por supuesto, las necesarias leyes sociales orientadas a limitar y controlar los abusos de la propiedad.


Ahora vemos con una claridad antes infrecuente cómo las personas se autodestruyen viviendo solamente para atesorar cosas, para sus asuntos, cómo se sumergen en ello, convirtiendo la propiedad en su única divinidad. Quien, por ejemplo, se somete por completo a las leyes de la Bolsa, en el fondo no puede pensar en otra cosas. Vemos el poder que ejerce entonces el mundo de la propiedad sobre las personas. Cuanto más tienen, más esclavas son, porque deben estar continuamente cuidando esa propiedad y acrecentándola.


La problemática de la propiedad también se observa claramente en la relación perturbada entre el Primer y el Tercer Mundo. Aquí la propiedad ya no está supeditada a la asignación universal de los bienes. También aquí es preciso hallar formas legales para que esto siga equilibrado o se equilibre.


Ya ve usted cómo la palabra de respetar los bienes ajenos entraña una enorme carga de verdad. Abarca ambas cosas, la protección de que cada cual ha de recibir lo que necesita para vivir (y después hay que respetárselo), pero también la responsabilidad de utilizar la propiedad de forma que no contradiga la misión global de la creación y del amor al prójimo.”


Sepamos, pues, que hurtar, es mucho más que aquello que pudiera parecer y que, sobre todo, Dios, que ve en lo secreto, ama a quien sabe darse cuenta del mal hecho y que, al fin y al cabo, mejor cristiano es quien, ante el pecado sabe pedir perdón, restituir, reparar,  levantarse y seguir adelante.




San Lucas 19, 1-10


Habiendo entrado en Jericó, atravesaba la ciudad.

Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico.

Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente, porque era de pequeña estatura.

Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, pues iba a pasar por allí.

Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa.»

Se apresuró a bajar y le recibió con alegría.

Al verlo, todos murmuraban diciendo: «Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador.»

Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo.»

Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido...









martes, 9 de abril de 2024

No cometerás adulterio

 




EL SEXTO MANDAMIENTO




No cometerás adulterio (Ex 20, 14; Dt 5, 18)




Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón (Mt 5, 27-28).




 Hombre y mujer los creó  (Gn 1,27)


Del Catecismo de la Iglesia Católica


2331 Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen... Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación, y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión (FC 11).


Dios creó el hombre a imagen suya... hombre y mujer los creó (Gn 1, 27). Creced y multiplicaos (Gn 1, 28); el día en que Dios creó al hombre, le hizo a imagen de Dios. Los creó varón y mujer, los bendijo, y los llamó Hombre en el día de su creación (Gn 5, 1-2).


2332 La sexualidad abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro.


2333 Corresponde a cada uno, hombre y mujer, reconocer y aceptar su identidad sexual. La diferencia y la complementariedad físicas, morales y espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar. La armonía de la pareja humana y de la sociedad depende en parte de la manera en que son vividas entre los sexos la complementariedad, la necesidad y el apoyo mutuos.


2334 Creando al hombre «varón y mujer», Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer(FC 22; cf GS 49, 2). El hombre es una persona, y esto se aplica en la misma medida al hombre y a la mujer, porque los dos fueron creados a imagen y semejanza de un Dios personal (MD 6).


2335 Cada uno de los dos sexos es, con una dignidad igual, aunque de manera distinta, imagen del poder y de la ternura de Dios. La unión del hombre y de la mujer en el matrimonio es una manera de imitar en la carne la generosidad y la fecundidad del Creador: El hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne (Gn 2, 24). De esta unión proceden todas las generaciones humanas (cf Gn 4, 1-2.25-26; 5, 1).


2336 Jesús vino a restaurar la creación en la pureza de sus orígenes. En el Sermón de la Montaña interpreta de manera rigurosa el plan de Dios: Habéis oído que se dijo: «no cometerás adulterio». Pues yo os digo: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). El hombre no debe separar lo que Dios ha unido (cf Mt 19, 6).





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La Tradición de la Iglesia ha entendido el sexto mandamiento como referido a la globalidad de la sexualidad humana.







Sentido y fin de la sexualidad


La llamada de Dios al hombre y a la mujer a «crecer y multiplicarse» ha de leerse siempre desde la perspectiva de la creación «a imagen y semejanza» de la Trinidad (Cf. Gn 1). Esto hace que la generación humana, dentro del contexto más amplio de la sexualidad, no sea algo «puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal» (Catecismo, 2361). Por esta razón la sexualidad humana es esencialmente distinta a la animal.


«Dios es amor» (1 Jn 4,8), y su amor es fecundo. De esta fecundidad ha querido que participe la criatura humana, asociando la generación de cada nueva persona a un específico acto de amor entre un hombre y una mujer. Por esto, «el sexo no es una realidad vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad».


Siendo el hombre un individuo compuesto de cuerpo y alma, el acto amoroso generativo exige la participación de todas las dimensiones de la persona: la corporeidad, los afectos, el espíritu.


El pecado original rompió la armonía del hombre consigo mismo y con los demás. Esta fractura ha tenido una repercusión particular en la capacidad de la persona de vivir la sexualidad. De una parte, oscureciendo en la inteligencia el nexo inseparable que existe entre las dimensiones afectivas y generativas de la unión conyugal; de otra, dificultando el dominio que la voluntad ejerce sobre los dinamismos afectivos y corporales de la sexualidad. Esto ha producido el oscurecimiento del alto sentido antropológico de la sexualidad y de su dimensión moral.


En el contexto actual es importante distinguir una legítima reflexión sobre el género de aquella “ideología de género” que condena el Papa Francisco. La primera intenta superar las diferencias sociales entre el hombre y la mujer con una lectura crítica de aquella visión demasiado “naturalista” de la identidad sexual que reduce al dato biológico toda la dimensión sexual de la persona. Al mismo tiempo propugna una superación de las discriminaciones injustas en relación a la orientación sexual. La segunda, por su parte, promueve una visión de la persona humana y de su sexualidad incompatible con la Revelación cristiana, pues no sólo distingue, sino que separa el sexo biológico del género como papel sociocultural del sexo.


La necesidad de purificación y maduración que exige la sexualidad en su condición actual, redimida por Cristo, pero todavía en camino hacia la patria definitiva, no supone en modo alguno su rechazo, o una consideración negativa de este don que el hombre y la mujer han recibido de Dios. Implica más bien la necesidad de «sanearlo para que alcance su verdadera grandeza». En esta tarea juega un papel fundamental la virtud de la castidad.






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De "Dios y el Mundo" entrevista a Benedicto XVI

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 El sexto mandamiento: «El texto original de este mandamiento dice en el Antiguo Testamento: «No cometerás adulterio» (Éxodo 20:14; Deuteronomio 5:18). Así pues, este mandamiento tiene, en principio, un significado muy específico. Y es la inviolabilidad de la relación de fidelidad entre hombre y mujer, que no sólo vela por el futuro de las personas, sino que también integra la sexualidad en la totalidad del ser humano, confiriéndole así su dignidad y grandeza.

        He aquí el núcleo de este mandamiento. No hay que situarlo en un contacto incidental, sino dentro del contexto del sí mutuo de dos personas, que al mismo tiempo dicen sí a los hijos; es decir, el matrimonio es la auténtica sede en la que la sexualidad adquiere su grandeza y dignidad humanas. Sólo en él se vuelve sensual el espíritu, y los sentidos, espirituales. En él se cumple lo que hemos definido como la esencia de la persona. Ejerce la función de puente, de que los dos extremos de la creación entren uno dentro de otro, entregándose mutuamente su dignidad y su grandeza.

        Cuando se dice que la sede de la sexualidad es el matrimonio, implica un vínculo amoroso y de fidelidad que incluye la mutua asistencia y disposición para el futuro, es decir, que está ordenado pensando en la humanidad en conjunto, y, lógicamente, implica que sólo en el matrimonio encuentra la sexualidad su auténtica dignidad y humanización.

        Indudablemente el poder del instinto, sobre todo en un mundo caracterizado por el erotismo, es formidable, de manera que la vinculación a ese lugar primigenio de fidelidad y amor se torna ya casi incomprensible. La sexualidad se ha convertido hace mucho en una mercancía a gran escala que se puede comprar. Pero también es evidente que con ello se ha deshumanizado, y supone, además, abusar de la persona de la que obtengo sexo considerándola una mera mercancía, sin respetarla como ser humano. Las personas que se convierten a sí mismas en mercancía o son obligadas a ello, quedan arruinadas en toda regla. Con el paso del tiempo, el mercado de la sexualidad ha generado incluso un nuevo mercado de esclavos. Dicho de otra manera: en el momento en que no vinculo la sexualidad a una libertad autovinculante de mutua responsabilidad, que no la enlazo con la totalidad del ser, surge, por fuerza, la lógica comercialización de la persona.

        [El núcleo del mandamiento ] Recoge el siguiente mensaje de la creación: «hombre y mujer han sido creados para ser compañeros. Dejarán padre y madre y se convertirán en una sola carne», leemos en el Génesis. Ahora, desde una óptica puramente biológica, cabría afirmar que la naturaleza ha inventado la sexualidad para conservar la especie. Pero esto que hallamos en un principio como puro producto de la naturaleza, como mera realidad biológica, adquiere forma humana en la comunidad de hombre y mujer. Es una manera de abrirse una persona a la otra. No sólo de desarrollar unión y fidelidad, sino de crear conjuntamente el espacio en el que crezca el ser humano desde la concepción. En este ámbito, sobre todo, surge la correcta unión del ser humano. Lo que primero es una ley biológica, un truco de la naturaleza (si queremos expresarlo así), adquiere una forma humana que propicia la fidelidad y el vínculo amoroso entre hombre y mujer, y que a su vez posibilita la familia.



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 Ciertamente el sexto mandamiento conlleva el mensaje de la naturaleza misma. La naturaleza regula la existencia de dos sexos para que se conserve la especie, y esto es especialmente aplicable a seres vivientes que cuando salen del seno materno no están en modo alguno preparados y precisan prolongados cuidados.

        En efecto, el ser humano no huye del nido, sino que está siempre metido en él. Desde una óptica puramente biológica, la raza humana está hecha de modo que la ampliación del seno materno debe conllevar el amor del padre y de la madre, para que, pasado el primer estadio biológico, pueda proseguir el desarrollo hasta convertirse en persona. El seno de la familia es casi un requisito de la existencia.

        En este sentido, la propia naturaleza revela aquí el rostro primigenio del ser humano. Este necesita una vinculación mutua duradera. En ella, el hombre y la mujer se dan primero a sí mismos, y después también a los hijos para que éstos comprendan la ley del amor, de la entrega, del perderse. Y es que los que están siempre metidos en el nido necesitan la fidelidad posterior al nacimiento. El mensaje del matrimonio y de la familia, por tanto, es plenamente una ley de la propia creación y no se opone a la naturaleza del ser humano.



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 Sigue siendo cierto que aquí –al igual que en todos los demás ámbitos de los que hemos hablado– existe una tendencia opuesta [a la fidelidad conyugal]. Aquí hay un exceso de poder biológico. En las sociedades modernas –pero también en las sociedades tardías de épocas más antiguas, como por ejemplo en la Roma imperial– podemos observar una erotización pública que fomenta aún más los excesos del instinto, dificultando el compromiso del matrimonio.

        Volvamos a lo que hemos apuntado sobre las cuatro leyes. Aquí vemos dos órdenes diferentes. El mensaje de la  naturaleza nos remite a una unión de hombre y mujer, que es el movimiento natural más íntimo que finalmente se convierte en humano y crea el espacio para el posterior desarrollo de la persona. El otro mensaje es que en cierto sentido también tendemos a la promiscuidad, o al menos a practicar una sexualidad que se niega a restringirse al marco de una familia.

        Podemos reconocer muy bien desde la fe la diferencia de estos dos planos de naturalidad. Uno se presenta realmente como el mensaje de la creación y el otro como una autodeterminación del ser humano. Por esta razón la vinculación al matrimonio siempre implicará lucha. Aunque también comprobamos que, cuando se logra, madura la humanidad y los hijos pueden aprender el futuro. En una sociedad en la que el divorcio se ha vuelto tan normal, el daño siempre recae sobre los hijos. Sólo por esto surge, visto desde la óptica filial, otra demostración de que estar juntos, mantener la fidelidad, sería lo auténticamente correcto y adecuado al ser humano.


"Dios y el Mundo" Benedicto XVI - Una conversación con Peter Seewald













Benedicto XVI: "A través del amor, el hombre y la mujer experimentan de un modo nuevo, el uno gracias al otro, la grandeza y la belleza de la vida y de lo verdadero"





Catequesis sobre "el deseo de Dios"


Queridos hermanos y hermanas:


El camino de reflexión que estamos haciendo juntos en este Año de la Fe nos lleva a meditar hoy sobre un aspecto fascinante de la experiencia humana y cristiana: el hombre lleva en sí un misterioso anhelo de Dios. Muy significativamente, el Catecismo de la Iglesia Católica se abre, precisamente, con la siguiente consideración: "El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar" (n. 27).


Esta declaración, que aún hoy en muchos contextos culturales parece totalmente compartida, casi obvia, podría percibirse más bien como un desafío en la cultura secularizada occidental. Muchos de nuestros contemporáneos, de hecho, podrían argumentar que no tienen ningún deseo de Dios. Para amplios sectores de la sociedad, Él ya no es el esperado, el deseado, sino más bien una realidad que deja indiferentes, ante la cual ni siquiera hay hacer el esfuerzo de pronunciarse. En realidad, lo que hemos definido como "el deseo de Dios" no ha desaparecido por completo y se asoma aún hoy en día, en muchos sentidos, en el corazón del hombre. El deseo humano tiende siempre hacia ciertos bienes concretos, a menudo para nada espirituales, y, sin embargo, se enfrenta al interrogante sobre cuál es realmente "el" bien, y por lo tanto, a confrontarse con algo que es distinto de sí mismo, que el hombre no puede construir, pero que está llamado a reconocer. ¿Qué es lo que realmente puede satisfacer el deseo humano?


En mi primera Encíclica, Deus Caritas Est, intenté analizar cómo esta dinámica se realiza en la experiencia del amor humano, experiencia que en nuestra época, se percibe más fácilmente como un momento de éxtasis, de salir de sí mismos, como lugar donde "el hombre percibe que está inundado por un deseo que lo supera. A través del amor, el hombre y la mujer experimentan de un modo nuevo, el uno gracias al otro, la grandeza y la belleza de la vida y de lo verdadero. Si lo que experimento no es una mera ilusión, si realmente deseo el bien del otro como medio, también hacia mi bien, entonces debo estar dispuesto a descentralizarme, para ponerme a su servicio, hasta renunciar a mí mismo. La respuesta a la pregunta sobre el sentido de la experiencia del amor pasa, por lo tanto, a través de la purificación y la curación de la voluntad, que requiere el mismo bien que se desea para el otro. Hay que ejercitarse, entrenarse y también corregirse, para que ese bien pueda ser querido verdaderamente.


...se traduce así como una peregrinación "como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios". (Encíclica Deus caritas est n. 6). A través de este camino, el hombre podrá profundizar progresivamente en el conocimiento del amor, que había experimentado al principio. Y se irá vislumbrando, cada vez más, el misterio que representa: ni siquiera el ser querido, de hecho, es capaz de satisfacer el deseo que habita en el corazón humano, aún más, cuánto más auténtico es el amor hacia el otro, más queda en pie el interrogante sobre su origen y su destino, sobre la posibilidad que tiene de durar para siempre. Por lo tanto, la experiencia humana del amor tiene en sí un dinamismo, que conduce más allá de sí mismo y a encontrarse ante el misterio que envuelve toda la existencia.


Consideraciones similares se podrían hacer también con respecto a otras experiencias humanas, tales como la amistad, la experiencia de la belleza, el amor por el conocimiento: todo bien experimentado por hombre tiende hacia el misterio que rodea al hombre mismo; y cada deseo que se asoma al corazón humano se hace eco de un deseo fundamental que nunca se está totalmente satisfecho. Sin lugar a dudas de este deseo profundo, que también esconde algo de enigmático, no se puede llegar directamente a la fe. El hombre, en definitiva, sabe bien lo que no le sacia, pero no puede adivinar o definir lo que le haría experimentar aquella felicidad que lleva en el corazón la nostalgia. No se puede conocer a Dios sólo por la voluntad del hombre. Desde este punto de vista sigue el misterio: el hombre es buscador del Absoluto, un buscador que da pequeños pasos de incertidumbre.



...


Educar a saborear las alegrías verdaderas desde temprana edad, en todos los ámbitos de la vida ? la familia, la amistad, la solidaridad con los que sufren, renunciar al propio yo para servir a los demás, el amor por el conocimiento, por el arte, por la belleza de la naturaleza -, todo esto significa ejercer el gusto interior y producir anticuerpos efectivos contra la banalización y el aplanamiento predominante hoy.


Los adultos también necesitan redescubrir estas alegrías, desear realidades auténticas, purificarse de la mediocridad en la que pueden encontrarse enredados. Entonces será más fácil dejar caer o rechazar todo aquello que, aunque en principio parece atractivo, resulta en cambio insípido, y es fuente de adicción y no de libertad. Y esto hará que emerja aquel deseo de Dios del que estamos hablando.


Un segundo aspecto, que va de la mano con el anterior, es no estar nunca satisfecho con lo que se ha logrado. Sólo las alegrías más verdaderas son capaces de liberarnos de aquella sana inquietud que conduce a ser más exigentes – querer un bien mayor, más profundo – y a la vez a percibir siempre con más claridad que nada finito puede llenar nuestro corazón. Así aprenderemos a tender, desarmados, hacia aquel bien que no se puede construir o adquirir por nuestros propios esfuerzos; a no dejarnos desanimar por la dificultad o por los obstáculos que vienen de nuestro pecado.


En este sentido, no debemos olvidar, sin embargo, que el dinamismo del deseo está siempre abierto a la redención. Incluso cuando éste se te adentra por malos caminos, cuando persigue paraísos artificiales y parece perder la capacidad de anhelar el verdadero bien. Incluso en el abismo del pecado no se apaga, en el hombre, la chispa que le permite reconocer el verdadero bien, de saborearlo, y de iniciar así un camino de ascesis, al cual Dios, por el don de su gracia, nunca nos hace faltar su ayuda.


Texto Completo de la Catequesis






11 Diferencias entre amor y lujuria


1. La lujuria busca satisfacer a uno mismo. El amor busca entregarse totalmente al otro (“amar es darlo todo y darse uno mismo”, decía Teresa de Lisieux


 2. La lujuria trata a los demás como objetos para usar. El amor afirma a los demás como personas


3. La lujuria sacrificará a los demás por el propio interés. El amor es servicial, el que ama se sacrifica por los demás


4. La lujuria manipula, se usa para controlar al otro. El amor quiere respetar la libertad del otro


5. La lujuria esclaviza. El amor nos libera


6. La lujuria no es exclusiva, se entrega casi a cualquiera. El amor es exclusivo: quiere sólo al amado


7. La lujuria ve el cuerpo como una “cosa”. El amor respeta el cuerpo como un “alguien”


8. La lujuria arrebata el placer, que siempre será bastante fugaz. El amor desea una felicidad eterna


9. La lujuria enseguida se llena de envidia. El amor espera siempre, confía siempre


10. La lujuria termina cuando acaba el placer. El amor permanece en lo bueno y en lo malo


11.  La lujuria nos hace sentir usados. El amor nos hace sentir valorados




Las 4 características del amor: el esponsal y el de Dios


Tanto el amor de Dios como el amor entre esposo y esposa tienen 4 características compartidas:


1. Se entrega libremente:


No se puede comprar ni sobornar, quien no es libre no lo puede entregar. "Solo si soy libre puedo darme libremente", dice West. "Hermanas, ¿os casaríais con un hombre si sabéis que es incapaz de decir "no" a sus impulsos sexuales? Si no puedes decir "no", no eres libre. Un alcohólico no puede decir no a una copa, está encadenado. Hoy se llama "libertad sexual" a lo que en realidad es adicción sexual".


2. Es entrega total


En los votos matrimoniales decimos "yo, te acepto y me entrego a ti"; al hacer eso excluimos a otras parejas y otros estilos de vida.


3. Es fiel


Incluye, además de la exclusividad, la perseverancia, el acompañar, el mantenerse caminando juntos, el resistir ante las adversidades...


4. Es fértil, da fruto


Se abre a acoger a los hijos, es un amor que genera vida.


"Esas 4 características son las del matrimonio: libre, fiel, fértil, total... Son las 4 cosas que te preguntan al casarte. Así también es el compromiso de Cristo con la Iglesia. Y el acto sexual debe expresar eso con su lenguaje corporal. El acto sexual son los votos matrimoniales hechos carne. Yo entendí eso a los 24 años leyendo la Teología del Cuerpo de Juan Pablo II. Y todo hizo click, todo en la Iglesia Católica sobre sexo tuvo sentido entonces", explicó West.



La ética sexual cristiana, como la etiqueta de un elegante banquete, es exigente, pero crea belleza y da vida. La virtud cristiana, como aprender a tocar el piano o destacar en un deporte, requiere aprendizaje y esfuerzo, pero vale la pena y el deseo de algo bueno (hacer música, crear algo bello y perdurable) lo alimenta.


"Jesús no te impone una ética forzada: primero te cambia el corazón, tus valores, tu deseo profundo... Si la ley se inscribe en nuestro corazón, ya estamos libres de la Ley, porque no tenemos deseo de romperla. Somos libres para vivirla, porque es lo que nuestro corazón desea. Solo nos enfadamos con la Ley cuando tenemos deseos de romperla. El problema no es la enseñanza de la Iglesia, sino tu corazón. En vez de intentar rebajar la enseñanza cristiana, pongámonos de rodillas y pidamos al Señor que cambie nuestro corazón", anima Christopher West.


Y plantea un sueño, quizá no tan lejano: "¿Y si un día todo el mundo llega a ver que lo que la Iglesia enseñaba era lo correcto? ¿Y si el mundo reconoce que hemos estado conduciendo como locos en la dirección equivocada con la Iglesia diciendo 'conducís contra dirección, vais a matar a alguien'?










Ver:


Teología del cuerpo


Matrimonio en Cristo


Pudor y Castidad






LA PUREZA HASTA EL HEROÍSMO











Mártires, una misión eficaz

Homilía Monseñor Fridolin Ambongo La Iglesia de la República Democrática del Congo tiene cuatro nuevos beatos que dan testimonio de la labor...