martes, 15 de octubre de 2024

Mártires, una misión eficaz




Homilía Monseñor Fridolin Ambongo


La Iglesia de la República Democrática del Congo tiene cuatro nuevos beatos que dan testimonio de la labor infatigable de la fe en un territorio asolado por una guerra interminable. Tres misioneros javerianos y un sacerdote diocesano fueron beatificados ayer en Uvira, el lugar en el que sufrieron martirio hace 80 años, por el cardenal Fridolin Ambongo, arzobispo metropolitano de Kinsasa.



Monseñor Fridolin Ambongo recordó que «nuestro Dios se preocupa ante todo de nuestro destino final, desea, para todos y cada uno de nosotros, una vida plena y feliz con Él y cerca de Él. A los que son condenados a muerte por su fe, les concede la gozosa esperanza de la resurrección. Los mártires, que lavan sus vestiduras y las blanquean con la sangre del Cordero, ahora forman parte de la inmensa multitud que nadie puede contar, cantan la salvación que pertenece ‘a nuestro Dios que está sentado en el Trono y al Cordero’ (Apocalipsis 7,10) y contemplar ‘su rostro sin fin, en compañía de los ángeles y en la comunión de los santos’».



«Cristianos como tú y como yo»


Al celebrar y acoger a estos, dijo el cardenal Ambongo, «tomamos conciencia de nuestra vocación y de lo que Dios quiere que hagamos, porque ser mártir es ser testigo, es dar testimonio». Porque «los mártires no caen del cielo. Tampoco son seres extraordinarios, sino cristianos como tú y como yo». La única diferencia es que vivieron su fe de manera excepcional, «mostrando fidelidad a Dios y a su palabra, en un ambiente a veces hostil». 


El arzobispo de Kinshasa subrayó que su martirio llegó en el apogeo de la rebelión de los años 60 en la República Democrática del Congo y que, pesar de que tuvieron la oportunidad de escapar, eligieron «dar testimonio de su fraternidad evangélica permaneciendo junto a sus fieles de Fizi y Baraka, hasta el derramamiento de sangre». Desde entonces, su sangre se ha convertido en «una semilla» para la «evangelización en profundidad de este país y de toda la Iglesia».


En ese sentido, se mostró convencido de que «la sangre de nuestros beatos mártires nos obtendrá el don de la paz» y clamó: «¡Basta de violencia! ¡Basta de barbaridades! ¡Basta de matanzas y muertes en suelo congoleño! ¡Y en la subregión de los Grandes Lagos! La violencia y las guerras son fruto de la irreflexión. ¡Son guiados por personas que se desvían del camino de la inteligencia, por personas necias, que no tienen temor de Dios ni respeto al hombre, creado a imagen de Dios!». 



El Santo Padre pide  rezar por los nuevos mártires de este tiempo, para que «contagien a la Iglesia su valentía y su impulso misionero»


A lo largo de la historia de la Iglesia Católica, muchos creyentes han sido perseguidos y asesinados por su fe. Ante esta realidad, el Papa insiste en que su testimonio «es una bendición para todos» y pide oración especial por ellos. 








Art. 1: El martirio es un acto de virtud


Propio de la virtud es hacer que la persona permanezca en la verdad y en el bien. Y «es esencial al martirio mantenerse por él firme en la verdad y en la justicia contra los ataques de los perseguidores. Es, pues, evidente que el martirio es un acto virtuoso».


Los santos Niños Inocentes, honrados desde antiguo por la Iglesia como mártires, constituyen una excepción, pues no pueden obrar virtuosamente, ya que carecen del uso de razón y de voluntad. Convendrá, pues, pensar en esto que «así como en los niños bautizados los méritos de Cristo obran en ellos por la gracia bautismal para obtener la gloria, así a los niños muertos por Cristo dichos méritos les dan la palma del martirio».


Podría objetarse: si es un acto virtuoso, ¿por qué la Iglesia ha prohibido desde antiguo buscar el martirio voluntariamente? Santo Tomás responde que ciertos mandamientos de la Ley divina nos exigen solamente una «disposición del alma» para cumplirlos «en el momento oportuno». Es, pues, virtuoso y necesario estar pronto a sufrir por Cristo persecuciones, si éstas llegan. Pero no es lícito buscar estas persecuciones o provocarlas; por una parte, sería en el mártir una temeridad, y por otra, sería incitar a los perseguidores para que realicen un crimen.



Art. 2: El martirio es un acto de la virtud de la fortaleza


Muchas virtudes son ejercitadas por el mártir: la paciencia, la caridad, la fortaleza, etc. Ha de considerarse, sin embargo, que el martirio es un acto elícito de la virtud de la fortaleza, que obra bajo el imperio de la caridad; y que también la paciencia de los mártires es alabada por la tradición cristiana.


Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, estima que «la fortaleza se ocupa de vencer el temor más que de moderar la audacia», y que lo primero es más difícil y principal que lo segundo. Por eso enseña que «resistir, esto es, permanecer firme ante el peligro, es un acto más principal [de la fortaleza] que atacar» (II-II, 123,6).


En efecto, «por tres razones resistir es más difícil que atacar». El que resiste permanece firme ante quien se supone en principio que es más fuerte. Por otra parte, el peligro está presente en la resistencia, pero es futuro en el ataque. Y en tercer lugar, el ataque puede ser breve o instantáneo, mientras que la resistencia puede exigir una larga tensión de la fortaleza.


Pues bien, el mártir ejercita la virtud de la fortaleza resistiendo un mal extremo, la muerte corporal, y «no abandona la fe y la justicia ante los peligros de muerte». Por eso la fortaleza es la virtud, es decir, «el hábito productor» del martirio (124,2).


Pero también es cierto que es la caridad, es la fuerza del amor, la que mantiene fiel al mártir. «De ahí que el martirio sea acto de la caridad como virtud imperante, y de la fortaleza como principio del que emana. Pero el mérito del martirio le viene de la caridad» (ib.), pues «si repartiere toda mi hacienda y si entregara mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha» (1Cor 13,3).



Art. 3: El martirio es el acto más perfecto


Si el martirio se considerara solo como un acto de la fortaleza, habría otros posibles actos cristianos más perfectos y meritorios. Pero si se considera como el acto supremo de la caridad es, sin duda, el más perfecto y meritorio acto cristiano. Y el martirio se sufre precisamente por amor «a Cristo», a su Reino, a la Comunión de los Santos. Él mismo Jesús dice a sus discípulos: todas esas persecuciones las sufriréis «por mí» (Mt 5,11), «por causa del Hijo del hombre» (Lc 6,22), «por causa de mi nombre» (Jn 15,21).


Así pues, «el martirio es, entre todos los actos virtuosos, el que más demuestra la perfección de la caridad, ya que tanto mayor amor se demuestra hacia alguien cuanto más amado es lo que se desprecia por él y más odioso aquello que por él se elige. Y es evidente que el hombre ama su propia vida sobre todos los bienes de la vida presente y que, por el contrario, experimenta el odio mayor hacia la muerte, sobre todo si es inferida con dolores y tormentos corporales. Según esto, parece evidente que el martirio es, entre los demás actos humanos, el más perfecto en su género, pues es signo de la mayor caridad, ya que “nadie tiene un amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos” [Jn 15,13]» (STh II-II, 124,3).


Otras virtudes, unidas a la caridad, alcanzan también en el martirio su absoluta perfección: así, la abnegación, por la que el mártir «se niega a sí mismo», «perdiendo su vida» (Lc 9,23-24); la fe, por la que da «testimonio de la verdad» hasta morir por ella (Jn 18,37), y la obediencia a Dios y a sus mandatos, por la que el mártir se hace «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8).



Art. 4: El martirio es morir por Cristo


Es la propia vida la que el mártir entrega con suprema fortaleza a causa de un supremo amor a Jesucristo. Por eso la tradición de la Iglesia reserva el nombre de mártir a quien «por Cristo» ha sufrido la muerte, en tanto que llama confesor a quien por Él ha sufrido azotes, exilio, prisión, expolios, cárcel, torturas.


Nótese, sin embargo, que en la Iglesia primera todavía se da a veces el nombre de mártires a cristianos que han confesado la fe con grandes sufrimientos, pero sin morir por ello (p. ej., Tertuliano, +220, Ad martyres; S. Cipriano, +258, Cta. 10, ad martyres et confessores Jesus-Christi; Ctas. 12, 15, 30).


La muerte es, pues, esencial al martirio. En efecto, solo el mártir es testigo perfecto de la fe cristiana, pues sufre por ella la pérdida de su propia vida. Por eso a aquél que permanece en la vida corporal, por mucho que haya sufrido a causa de su fe en Cristo, no le ha sido dado demostrar del más perfecto modo posible su adhesión a Cristo, así como su menos-precio hacia todos los bienes de la tierra, incluida la propia vida. Por eso, dice Santo Tomás, «para que se dé la noción perfecta de martirio es necesario sufrir la muerte por Cristo».


La Virgen María es también aquí una excepción. Ella, al pie de la Cruz, sufre todo cuanto puede sufrir una persona humana. Y aunque no quiso Dios que fuera muerta violentamente, sino elevada en su día gloriosamente a los cielos en cuerpo y alma, es considerada por la piedad cristiana como la Reina de los Mártires. Así San Jerónimo: «yo diré sin temor a equivocarme que la Madre de Dios fue juntamente virgen y mártir, aunque ella no terminó su vida en una muerte violenta» (Epist. 9 ad Paul. et Eustoch.). Y San Bernardo: «el martirio de la Virgen queda atestiguado por la profecía de Simeón [una espada te traspasará el alma; Lc 2,35] y por la misma historia de la pasión del Señor... Éste murió en su cuerpo, ¿y ella no pudo morir en su corazón?» (Serm. infraoct. Asunción 14).








Art. 5: No solo la fe es la causa propia del martirio


«Mártires –dice Santo Tomás– significa testigos, pues con sus tormentos dan testimonio de la verdad hasta morir por ella; y no de cualquier verdad, sino de “la verdad que es según la piedad” [Tit 1,1], la que nos ha sido dada a conocer por Cristo. Y así se les llama “mártires de Cristo”, porque son Sus testigos. Y tal verdad es la verdad de la fe. Por eso la fe es la causa de todo martirio.


«Ahora bien, a la verdad de la fe pertenece no solo la creencia del corazón, sino también su manifestación externa, que se hace tanto con palabras como con hechos, por los que uno muestra su creencia, según aquello de Santiago: “yo por mis obras te mostraré mi fe» [2,18]. Y San Pablo dice de algunos que “alardean de conocer a Dios, pero con sus obras lo niegan” [Tit 1,16].


«Según esto, todas las obras virtuosas, en cuanto referidas a Dios, son manifestaciones de la fe. Y bajo este aspecto pueden ser causa de martirio. Y así, por ejemplo, la Iglesia celebra el martirio de San Juan Bautista, que no sufrió la muerte por defender la fe, sino por haber reprendido un adulterio» (II-II, 124,5).


Recordemos, sigue diciendo Santo Tomás, que «“los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias” [Gál 5,24]. Por consiguiente, sufre pasión un cristiano no solo si padece por la confesión verbal de la fe, sino si, por Cristo, padece por hacer un bien y evitar un mal, porque todo ello cae dentro de la confesión de la fe» (5 ad1m). Más aún, «como todo bien humano puede hacerse divino al referirse a Dios, cualquier bien humano puede ser causa de martirio en cuanto es referido a Dios» (5 ad3m).







Perseguidos por odio a Cristo y muertos por amor a Cristo


«Por mí», «por causa de mi nombre», dice Cristo en los evangelios. En efecto, el mártir muere por Cristo (Santo Tomás, IV Sent. dist. 49,5,3). Actualmente, incluso en ambientes cristianos, se concede el título de mártir con una gran amplitud, pero no es ésa la norma de la Iglesia antigua y la de hoy. Y en el mundo se tergiversa el término hasta degradar su sentido original. Así se habla de los «mártires» de la Revolución soviética o maoista o castrista o sandinista o feminista, etc.


–¿Es lícito desear el martirio, pedirlo a Dios? Sí, ciertamente, pues es el martirio el acto más perfecto de la caridad, el que más directamente hace participar de la Pasión de Cristo y de su obra redentora, y el que produce efectos más preciosos tanto en la santificación del mártir como en la comunión de los santos.


Es, por tanto, el martirio altamente deseable, pues por él se configura el cristiano plenamente a Cristo Crucificado: «para esto fuisteis llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros y os dejó ejemplo para que sigáis sus pasos» (1Pe 2,21).


Santo Tomás afirma la bondad del deseo del martirio. Hace suya la doctrina de San Gregorio Magno, que comenta la frase de San Pablo, «el que desea el episcopado, desea algo bueno» (1Tim 3,1), recordando que cuando el Apóstol hacía esa afirmación, eran los obispos los primeros que iban al martirio (STh II-II, 185,1 ad1m). Y de hecho, muchos santos, como Santo Domingo y San Francisco de Asís, Santa Teresa y San Francisco Javier, desearon el martirio intensamente, y en ocasiones dieron forma de oración a sus persistentes deseos.


En cierto sentido, así como se habla de un bautismo de deseo y se reconoce su eficacia santificante, también podría hablarse de un martirio de deseo, con efectos análogos, aunque no iguales, a los del martirio real.


–¿Es lícito procurar y buscar el martirio? Como regla general hay que decir que no (STh II-II, 124,1 ad3m). Ésa ha sido la norma de la Iglesia desde antiguo. Fácilmente habría en ese intento presunción poco humilde en el aspirante a mártir y una cierta complicidad con el crimen del perseguidor.


Algunos autores, apoyándose, por ejemplo, en el concilio de Elvira (303-306), no consideran mártires a quienes son muertos por haber destruido o profanado los templos e ídolos de los paganos.





Teología moral y martirio; encíclica Veritatis splendor


Un buen criterio para discernir la teología moral verdadera de la falsa está en considerar si su autor enseña que, llegado el caso, la aceptación del martirio es un grave deber.


El papa Juan Pablo II escribe la encíclica Veritatis splendor (6-VIII-1993) frente a una moral cristiana «nueva», suave, acomodaticia, llevadera con las solas fuerzas de la naturaleza –asequible, pues, a todos, también a los que no oran ni reciben los sacramentos–, es decir, frente a una moral moderna que excluye el martirio, que se avergüenza de la cruz de Jesús, y que se cree con el derecho, e incluso con el deber, de eliminar la cruz que a veces abruma al hombre. En esa encíclica hallamos sobre el martirio palabras admirables, que extracto aquí, subrayándolas a veces.


90. «La relación entre fe y moral resplandece con toda su intensidad en el respeto incondicionado que se debe a las exigencias ineludibles de la dignidad personal de cada hombre, exigencias tutela-das por las normas morales que prohíben sin excepción los actos intrínsecamente malos. La universalidad y la inmutabilidad de la norma moral manifiestan y, al mismo tiempo, se ponen al servicio de la absoluta dignidad personal, o sea, de la inviolabilidad del hombre, en cuyo rostro brilla el esplendor de Dios (cf. Gén 9,5-6).


«El no poder aceptar las teorías éticas “teleológicas”, “consecuencialistas” y “proporcionalistas” que niegan la existencia de normas morales negativas relativas a comportamientos determinados y que son válidas sin excepción, halla una confirmación particularmente elocuente en el hecho del martirio cristiano, que siempre ha acompañado y acompaña la vida de la Iglesia.


91. «Ya en la antigua alianza encontramos admirables testimonios de fidelidad a la ley santa de Dios llevada hasta la aceptación voluntaria de la muerte. Ejemplar es la historia de Susana: a los dos jueces injustos, que la amenazaban con hacerla matar si se negaba a ceder a su pasión impura, responde así: “¡Qué aprieto me estrecha por todas partes! Si hago esto, es la muerte para mí; si no lo hago, no escaparé de vosotros. Pero es mejor para mí caer en vuestras manos sin haberlo hecho que pecar delante del Señor” (Dan 13,22-23).


«Susana, prefiriendo morir inocente en manos de los jueces, atestigua no sólo su fe y confianza en Dios sino también su obediencia a la verdad y al orden moral absoluto: con su disponibilidad al martirio, proclama que no es justo hacer lo que la ley de Dios califica como mal para sacar de ello algún bien. Susana elige para sí la mejor parte: un testimonio limpidísimo, sin ningún compromiso, de la verdad y del Dios de Israel, sobre el bien; de este modo, manifiesta en sus actos la santidad de Dios.


«En los umbrales del Nuevo Testamento, Juan el Bautista, rehusando callar la ley del Señor y aliarse con el mal, “murió mártir de la verdad y la justicia” (Misal romano, colecta) y así fue precursor del Mesías incluso en el martirio (cf. Mc 6,17-29). Por esto, “fue encerrado en la oscuridad de la cárcel aquel que vino a testimoniar la luz y que de la misma luz, que es Cristo, mereció ser llamado lámpara que arde e ilumina... Y fue bautizado en la propia sangre aquel a quien se le había concedido bautizar al Redentor del mundo” (San Beda, Hom. Evang. libri II,23).


«En la nueva alianza se encuentran numerosos testimonios de seguidores de Cristo –comenzando por el diácono Esteban (cf. Hch 6,8–7,60) y el apóstol Santiago (cf. Hch 12,1-2)–, que murieron mártires por confesar su fe y su amor al Maestro y por no renegar de él. En esto han seguido al Señor Jesús, que ante Caifás y Pilato, “rindió tan solemne testimonio” (1Tm 6,13), confirmando la verdad de su mensaje con el don de la vida. Otros innumerables mártires aceptaron las persecuciones y la muerte antes que hacer el gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua del emperador (cf. Ap 13,7-10). Incluso rechazaron el simular semejante culto, dando así ejemplo también del rechazo de un comportamiento concreto contrario al amor de Dios y al testimonio de la fe. Con la obediencia, ellos confían y entregan, igual que Cristo, su vida al Padre, que podía liberarlos de la muerte (cf. Heb 5,7).


«La Iglesia propone el ejemplo de numerosos santos y santas, que han testimoniado y defendido la verdad moral hasta el martirio o han preferido la muerte antes que cometer un solo pecado mortal. Elevándolos al honor de los altares, la Iglesia ha canonizado su testimonio y ha declarado verdadero su juicio, según el cual el amor implica obligatoriamente el respeto de sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el rechazo de traicionarlos, aunque fuera con la intención de salvar la propia vida.



Iglesia alegre, Iglesia triste


–La Iglesia martirial, centrada en la Cruz, es fuerte y alegre, clara y firme, unida y fecunda, irresistiblemente expansiva y apostólica. «Confiesa a Cristo» ante los hombres. Prolonga en su propia vida el sacrificio que Cristo hizo de sí mismo en la cruz, para salvación de todos.


Dice San Agustín: «está escrito en el Evangelio: “Jesús oraba con más insistencia y sudaba como gotas de sangre”. ¿Qué quiere decir el flujo de sangre de todo su cuerpo sino la pasión de los mártires de la Iglesia?» (Com. Salmo 140,4).


–La Iglesia no-martirial, por el contrario, que se avergüenza de la Cruz, es débil y triste, oscura y ambigua, dividida, estéril y en disminución continua. «No confiesa a Cristo» en el mundo, a no ser en aquellas verdades cristianas que no suscitan persecución. Se atreve, por ejemplo, a predicar bravamente la justicia social, cuando también ésta viene exigida y predicada por los mismos enemigos de la Iglesia; pero no se atreve a predicar la obligación de dar culto a Dios o la castidad o la obediencia, o tantas otras verdades fundamentales, allí donde son despreciadas por el mundo. Teme ser rechazada por dar un testimonio claro de la verdad. Y por eso, calla. O habla bajito, y así, al mismo tiempo, evita la persecución y se hace la ilusión de que ya ha cumplido con su deber.



Mártires a causa de la verdad


El martirio, en cuanto testimonio supremo, sellado con la entrega de la propia vida, puede darse por la caridad –cuidando apestados hasta morir con ellos–, por la castidad –prefiriendo la muerte al pecado–, y por tantas otras virtudes. Pero, en definitiva, el martirio tiene siempre por causa la fe, la fe en la verdad de Cristo. Así lo ha entendido siempre la tradición de la Iglesia.


San Agustín: «los que siguen a Cristo más de cerca son aquellos que luchan por la verdad hasta la muerte» (Trat. evang. S.Juan 124,5).


Santo Tomás: «mártires significa testigos, pues con sus tormentos dan testimonio de la verdad hasta morir por ella... Y tal verdad es la verdad de la fe. Por eso la fe es la causa de todo martirio» (STh II-II, 124,5). Ya estudiamos antes esta cuestión (capítulo 6).


Cuando consideramos El martirio en la Escritura (capítulo 3), pudimos comprobar que tanto en el Antiguo Testamento –los profetas–, como en el Nuevo –el Apocalipsis–, los mártires morían principalmente por dar entre los hombres el testimonio de la verdad de Dios. Así seguían fielmente a Cristo, que murió por dar testimonio de la verdad.


Cristo muere por dar en Israel el testimonio pleno de la verdad de Dios. Si hubiera suavizado mucho su afirmación de la verdad y su negación del error, si hubiera propuesto la verdad muy gradualmente, poquito a poco, si no hubiera predicado la verdad con tanta fuerza a los sacerdotes –diciéndoles que habían hecho de la Casa de Dios «una cueva de ladrones»–, a los escribas y fariseos –«raza de víboras, sepulcros blanqueados»–, a los ricos –«a un camello le es más fácil pasar por el ojo de una aguja que a vosotros entrar en el Reino»–, no hubiera sido expulsado violentamente del mundo en el Calvario. Y de eso era Él perfectamente consciente. Sin embargo, dice la verdad que para él va a ser muerte y para los hombres vida. Ésa es su misión, y así la declara ante sus jueces: «Yo he venido al mundo para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37).


Cristo no murió por curar enfermos, por calmar tempestades, por devolver la vista a los ciegos o la vida a los muertos. Fue muerto por «dar testimonio (martirion) de la verdad», por ser el «testigo (martis) veraz» (Ap 1,5).



Nada hay en el mundo tan peligroso como decir la verdad, porque «el mundo entero está puesto bajo el poder del Maligno» (1Jn 5,19), y el Maligno es «homicida desde el principio... Él es mentiroso y Padre de la Mentira» (Jn 8,44).


Los Apóstoles, igualmente, fueron desde el principio perseguidos por evangelizar la verdad de Jesús. Se les ordenó severamente «no hablar en absoluto ni enseñar en el nombre de Jesús». Pero ellos, obstinados, afirmaron: «juzgad por vosotros mismos, si es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a Él; porque nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hch 4,18-20).


De nuevo el Sanedrín los apresa, y «después de azotados, les conminaron que no hablasen en el nombre de Jesús y los despidieron. Ellos se fueron alegres de la presencia del Consejo, porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús; y en el templo y en la casas no cesaban todo el día de enseñar y anunciar a Cristo Jesús» (Hch 5,40-42).



La afirmación de la verdad divina


Según hemos visto, la predicación de la Palabra de Dios entre los hombres requiere una fuerza espiritual sobre-humana; es decir, no puede ser realizada fielmente sin una asistencia proporcionada por el mismo Señor, que es quien envía, y que conoce bien los peligros de esta misión: «os envío como ovejas entre lobos» (Mt 10,16).


–Todos los fieles cristianos, participando del profetismo de Cristo desde su bautismo y aún más desde el sacramento de la confirmación, han de estar prontos a confesar a Cristo y las verdades de su Evangelio ante los hombres; lo que no pocas veces requerirá un valor heroico, es decir, hará necesaria una especial asistencia del Espíritu de la verdad.


«A todo el que me confesare delante de los hombres, yo también lo confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos». Esta confesión es, en conciencia, gravemente obligatoria, pues, como sigue diciendo Jesús: «a todo el que me negare delante de los hombres, yo lo negaré también delante de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 10, 10,32-33). Por eso exhorta San Pedro a los fieles laicos: «glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor, y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» (1Pe 3,15).


–Pero los Pastores apostólicos, enviados como testigos de Cristo ante los hombres, han de ejercitar esa confesión con mucha mayor fuerza y frecuencia, sin esperar a que los hombres soliciten su testimonio, es decir, «con oportunidad o sin ella» (2Tim 4,2), pues han sido enviados al mundo precisamente como ministros de la Palabra divina.


Ellos, por tanto, Obispos, presbíteros y diáconos, todos los misioneros, necesitarán para poder cumplir tan ardua misión una especial confortación del Espíritu de la verdad. Y Cristo les anuncia y asegura esta asistencia: «recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta en los últimos confines de la tierra» (Hch 1,8).


Parresía significa libertad de espíritu o de palabra, confianza, sinceridad, valentía; parresiázomai quiere decir hablar con franqueza, abiertamente, sin temor, con atrevida confianza (cf. Hans-Christoph Hahn, Diccionario teológico del NT, Sígueme, Salamanca 19852, I,295-297).


«De acuerdo con su sentido originario, el término parresía (pan-rhêsis-erô, de la raíz wer-, de donde deriva también el latino verbum, y quizá el alemán wort y el inglés word, palabra) expresa la libertad para decirlo todo» (295). Y como la realización concreta de esa libertad ha de superar a veces dificultades muy grandes, surgen como significados ulteriores de parresía la intrepidez y la valentía.






La tradición misionera de la Iglesia, de la que hoy tantos se avergüenzan, comienza en Cristo, que purifica violentamente la Casa de Dios, convertida en cueva de ladrones, y que denuncia con fuerza irresistible los errores de sacerdotes y doctores de la Ley. Se continúa en Pablo y Lucas, cuando en Éfeso, por ejemplo, dan al fuego un montón de libros de magia (Hch 19,17-19). Prosigue en las fortísimas acciones misioneras de un San Martín de Tours en las Galias, donde arriesga su vida abatiendo ídolos y árboles sagrados de los druídas; o en los atrevimientos de San Wilibrordo, que hace lo mismo entre los frisones; o en los primeros misioneros de México, que derriban los «dioses» y los destrozan, ante el pánico y el asombro de los paganos, que pronto se convierten y vienen a la fe y en ella perseveran (J. M. Iraburu, Hechos de los apóstoles de América, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 19992, 117-121).


Este modo tan fuerte de afirmar entre los hombres la verdad de Dios, combatiendo con gran potencia los errores que le son contrarios, da lugar, lógicamente, a muchos mártires, comenzando por el mismo Señor nuestro Jesucristo.


Por el contrario, fácilmente se comprende que una predicación misionera que anuncia a Cristo como un Salvador más, y que elogia con entusiasmo las religiones paganas, sin poner apenas énfasis alguno en denunciar sus errores y miserias, no pone, desde luego, en peligro de martirio la vida del misionero; pero tiene el inconveniente de que no convierte a casi nadie. En realidad, es una actividad misionera fraudulenta, que no llega a «anunciar el Evangelio a toda criatura».


Cuando hoy, por ejemplo, se afirma que nunca han sido tan buenas las relaciones entre la Iglesia y el Judaísmo, no puede uno menos que sentir una cierta inquietud. Son «mejores», por lo visto, que las relaciones conseguidas por Cristo, por Esteban o por Pablo. En efecto, llega hoy a decirse en medios católicos que «la espera judía del Mesías, no es vana» – aunque está hecha, claro está, del rechazo de Cristo–; es más, se afirma que para los cristianos puede llegar a ser «un estímulo para mantener viva la dimensión escatológica de nuestra fe».




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¿En qué se funda el martirio? La respuesta es sencilla: en la muerte de Jesús, en su sacrificio supremo de amor, consumado en la cruz a fin de que pudiéramos tener la vida (cf. Jn 10, 10). Cristo es el siervo que sufre, de quien habla el profeta Isaías (cf. Is 52, 13-15), que se entregó a sí mismo como rescate por muchos (cf. Mt 20, 28). Él exhorta a sus discípulos, a cada uno de nosotros, a tomar cada día nuestra cruz y a seguirlo por el camino del amor total a Dios Padre y a la humanidad: «El que no toma su cruz y me sigue —nos dice— no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 10, 38-39). Es la lógica del grano de trigo que muere para germinar y dar vida (cf. Jn 12, 24). Jesús mismo «es el grano de trigo venido de Dios, el grano de trigo divino, que se deja caer en tierra, que se deja partir, romper en la muerte y, precisamente de esta forma, se abre y puede dar fruto en todo el mundo» (Benedicto XVI, Visita a la Iglesia luterana de Roma, 14 de marzo de 2010; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de marzo de 2010, p. 8). El mártir sigue al Señor hasta las últimas consecuencias, aceptando libremente morir por la salvación del mundo, en una prueba suprema de fe y de amor (cf. Lumen gentium, 42).


Una vez más, ¿de dónde nace la fuerza para afrontar el martirio? De la profunda e íntima unión con Cristo, porque el martirio y la vocación al martirio no son el resultado de un esfuerzo humano, sino la respuesta a una iniciativa y a una llamada de Dios; son un don de su gracia, que nos hace capaces de dar la propia vida por amor a Cristo y a la Iglesia, y así al mundo. Si leemos la vida de los mártires quedamos sorprendidos por la serenidad y la valentía a la hora de afrontar el sufrimiento y la muerte: el poder de Dios se manifiesta plenamente en la debilidad, en la pobreza de quien se encomienda a él y sólo en él pone su esperanza (cf. 2 Co 12, 9). Pero es importante subrayar que la gracia de Dios no suprime o sofoca la libertad de quien afronta el martirio, sino, al contrario, la enriquece y la exalta: el mártir es una persona sumamente libre, libre respecto del poder, del mundo: una persona libre, que en un único acto definitivo entrega toda su vida a Dios, y en un acto supremo de fe, de esperanza y de caridad se abandona en las manos de su Creador y Redentor; sacrifica su vida para ser asociado de modo total al sacrificio de Cristo en la cruz. En una palabra, el martirio es un gran acto de amor en respuesta al inmenso amor de Dios.


Benedicto XVI Miércoles 11 de agosto de 2010



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