martes, 21 de mayo de 2024

La Santísima Trinidad

 



"Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo..." (San Mateo 28, 19)





Catecismo de la Iglesia  232-267


Resumen


261 El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo.


262 La Encarnación del Hijo de Dios revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es "de la misma naturaleza que el Padre", es decir, que es en Él y con Él el mismo y único Dios.


263 La misión del Espíritu Santo, enviado por el Padre en nombre del Hijo (cf. Jn 14,26) y por el Hijo "de junto al Padre" (Jn 15,26), revela que él es con ellos el mismo Dios único. "Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria".


264 "El Espíritu Santo procede principalmente del Padre, y por concesión del Padre, sin intervalo de tiempo procede de los dos como de un principio común" (S. Agustín, De Trinitate, 15,26,47).


265 Por la gracia del bautismo "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19) somos llamados a participar en la vida de la Bienaventurada Trinidad, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz eterna (cf. Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios 9).


266 "La fe católica es ésta: que veneremos un Dios en la Trinidad y la Trinidad en la unidad, no confundiendo las Personas, ni separando las substancias; una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; pero del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la gloria, coeterna la majestad" (Símbolo "Quicumque": DS, 75).


267 Las Personas divinas, inseparables en su ser, son también inseparables en su obrar. Pero en la única operación divina cada una manifiesta lo que le es propio en la Trinidad, sobre todo en las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo









Benedicto XVI, Domingo 7 de junio de 2009 



Hoy contemplamos la Santísima Trinidad tal como nos la dio a conocer Jesús. Él nos reveló que Dios es amor "no en la unidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia" (Prefacio): es Creador y Padre misericordioso; es Hijo unigénito, eterna Sabiduría encarnada, muerto y resucitado por nosotros; y, por último, es Espíritu Santo, que lo mueve todo, el cosmos y la historia, hacia la plena recapitulación final. Tres Personas que son un solo Dios, porque el Padre es amor, el Hijo es amor y el Espíritu es amor. Dios es todo amor y sólo amor, amor purísimo, infinito y eterno. No vive en una espléndida soledad, sino que más bien es fuente inagotable de vida que se entrega y comunica incesantemente.


Lo podemos intuir, en cierto modo, observando tanto el macro-universo —nuestra tierra, los planetas, las estrellas, las galaxias— como el micro-universo —las células, los átomos, las partículas elementales—. En todo lo que existe está grabado, en cierto sentido, el "nombre" de la Santísima Trinidad, porque todo el ser, hasta sus últimas partículas, es ser en relación, y así se trasluce el Dios-relación, se trasluce en última instancia el Amor creador. Todo proviene del amor, tiende al amor y se mueve impulsado por el amor, naturalmente con grados diversos de conciencia y libertad.


"¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!" (Sal 8, 2), exclama el salmista. Hablando del "nombre", la Biblia indica a Dios mismo, su identidad más verdadera, identidad que resplandece en toda la creación, donde cada ser, por el mismo hecho de existir y por el "tejido" del que está hecho, hace referencia a un Principio trascendente, a la Vida eterna e infinita que se entrega; en una palabra, al Amor. "En él —dijo san Pablo en el Areópago de Atenas— vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17, 28). La prueba más fuerte de que hemos sido creados a imagen de la Trinidad es esta: sólo el amor nos hace felices, porque vivimos en relación, y vivimos para amar y ser amados. Utilizando una analogía sugerida por la biología, diríamos que el ser humano lleva en su "genoma" la huella profunda de la Trinidad, de Dios-Amor.


La Virgen María, con su dócil humildad, se convirtió en esclava del Amor divino: aceptó la voluntad del Padre y concibió al Hijo por obra del Espíritu Santo. En ella el Omnipotente se construyó un templo digno de él, e hizo de ella el modelo y la imagen de la Iglesia, misterio y casa de comunión para todos los hombres. Que María, espejo de la Santísima Trinidad, nos ayude a crecer en la fe en el misterio trinitario.









Un día San Agustín paseaba por la orilla del mar, dando vueltas en su cabeza a muchas de las doctrinas sobre la doctrina de la Trinidad. De repente, alza la vista y ve a un niño, que está jugando en la arena, a la orilla del mar. Observa más de cerca y ve que el niño ha hecho un hoyo en la arena y corre –una y otra vez– hacia el mar para llenar su pequeño cubo de agua y vaciarlo en el pequeño hoyo que había hecho. El niño repite incansablemente, hasta que ya San Agustín, curioso, se acerca al niño y le preguntó: «¿qué haces?» El niño, con toda inocencia y como si fuese obvio lo que hacía, respondió: «Quiero meter la inmesidad del mar en este hoyo que he hecho». Agustín se rió y le dijo: «Pero, eso es imposible». A lo que el niño respondió: «Imposible es lo que hace tú, es intentar comprender el misterio de Dios solo con la razón».


Agustín llegó a escribir «De Trinitate», un libro menos conocido que Las Confesiones o La ciudad de Dios, pero con mayor contenido teológico. Sin embargo, en una clara muestra de humildad, reconoce: En medio de tan múltiples cuestiones como he tratado, y ninguna, lo declaro, con la dignidad que merece la Trinidad suprema e inefable, cuya ciencia confieso es admirable para mí y no la puedo comprender (Cap. XXVII, n. 50).



San Agustín dice:


Dijimos en otro lugar cómo en la Trinidad los nombres que entrañan mutua relación se aplican propia y distintamente a cada una de las divinas personas, como Padre, Hijo y Espíritu Santo, Don de ambos: porque el Padre no es la Trinidad, ni el Hijo es la Trinidad, ni es la Trinidad el Don. Y, por el contrario, lo que cada uno es respecto de sí mismo no se ha de expresar en plural, pues son uno, la misma Trinidad. Así, el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios; bueno es el Padre, bueno el Hijo y bueno el Espíritu Santo; omnipotente el Padre, omnipotente el Hijo y omnipotente el Espíritu Santo; pero no son tres dioses, ni tres buenos, ni tres omnipotentes, sino un Dios, bueno y omnipotente, que es la Trinidad. Y dígase lo mismo de cuanto significa existencia absoluta y no habitud mutua, Estos atributos se refieren a la esencia, donde el ser se identifica con la grandeza, la bondad y la sabiduría, y cuanto se diga de la persona en sí misma, se puede afirmar de la Trinidad.


Por consiguiente, se puede decir tres personas o tres substancias, sin diversidad de esencia, como para responder en una palabra al que pregunta quiénes o qué son estos tres. Y es tan grande la igualdad en esta Trinidad, que no sólo el Padre no es mayor que el Hijo en lo referente a la divinidad, pero ni el Padre y el Hijo juntos son, en algo, mayores que el Espíritu Santo; ni cada una de aquellas divinas personas en particular es inferior a la Trinidad.


Queden, pues, sentadas estas verdades, y cuanto más en nuestro estudio las repitamos, más familiar nos será su conocimiento. Pero ha de usarse de cierta mesura, y con devota piedad imploremos el auxilio del cielo, para que nuestra inteligencia se abra y todo espíritu de emulación se consuma, y así la mente pueda intuir la esencia de aquella verdad inmaterial e inmutable.


Decimos que en esta Trinidad dos o tres personas no son superiores a una de ellas; aserto ininteligible para nuestra experiencia carnal, que sólo comprende, como puede, las verdades creadas; mas la Verdad misma, causa eficiente de la creación, no es capaz de comprenderla, pues, si esto pudiera, nuestra afirmación seria para él más clara que esta luz corporal. En la esencia de la verdad, la única que es, ser mayor equivale a ser más verdadero. Todo cuanto es inteligible e inconmutable no admite grados en la verdad, porque es igual e inconmutablemente eterno; Y lo grande se identifica allí con la verdadera existencia.






Por consiguiente, donde la grandeza es la misma verdad, cuanto más tenga de grandeza más tiene de verdad, y cuanto menos tiene de verdad menos tiene también de grandeza. El ser que posee más grados de verdad es, sin duda, más verdadero; corno es mayor el que participa más de la grandeza; allí ser mayor es ser más verdadero. El Padre y el Hijo juntos no superan en verdad al Padre o al Hijo solos. Luego los dos juntos no son mayores que uno de ellos en particular. Y como el Espíritu Santo es igualmente verdadero, no pueden ser mayores que Él el Padre y el Hijo, porque no son más verdaderos. Y el Padre con el Espíritu Santo, al no superar al Hijo en verdad, no son más verdaderos, ni le vencen en grandeza: y el Hijo y el Espíritu Santo juntos son iguales al Padre en grandeza, porque son iguales en verdad; y toda la Trinidad es igual en grandeza a cada una de las personas. Donde la verdad es grandeza, lo que no es más verdadero no puede ser mayor. En la esencia de la verdad, ser y ser verdadero se identifican, como se identifican el ser y el ser grande; luego ser grande es ser verdadero. En conclusión, lo que es igual en verdad, es, necesariamente, igual en grandeza.


¡Oh alma, sobrecargada con un cuerpo corruptible y agobiada por varios y múltiples pensamientos terrenos; oh alma, comprende, si puedes, cómo Dios es verdad!  Está escrito: Dios es luz ; pero no creas que es esta luz que contemplan los ojos, sino una luz que el corazón intuye cuando oyes decir: Dios es verdad. No preguntes qué es la verdad, porque al momento cendales de corpóreas imágenes y nubes de fantasmas se interponen en tu pensamiento, velando la serenidad que brilló en el primer instante en tu interior, cuando dije: "Verdad". Permanece, si puedes, en la claridad inicial de este rápido fulgor de la verdad; pero, si esto no te es posible, volverás a caer en los pensamientos terrenos en ti habituales. Y ¿cuál es, te ruego, el peso que te arrastra hacia la sima, sino la viscosidad de tus sórdidas apetencias y los errores de tu peregrinación?


 ¿Qué es la dilección o caridad, tan ensalzada en las Escrituras divinas, sino el amor del bien? Mas el amor supone un tunante y un objeto que se ama con amor. He aquí, pues, tres realidades: el que ama, lo que se ama y el amor. ¿Qué es el amor, sino vida que enlaza o ansía enlazar otras dos vidas, a saber, al amante y al amado? Esto es verdad incluso en los amores externos y carnales; pero bebamos en una fuente más pura y cristalina y, hollando la carne, elevémonos a las regiones del alma. ¿Qué ama el alma en el amigo sino el alma? Aquí tenemos tres cosas: el amante, el amado y el amor.


Réstanos remontarnos aún más arriba y buscar en las cumbres estas tres realidades, en la medida otorgada al hombre. Mas descanse aquí un momento nuestra atención, no porque juzgue que ya encontró lo que busca sino como el que da con el lote donde es preciso buscar alguna cosa. Aun no hemos encontrado, pero hemos topado ya con el soto donde es menester buscar. Quo esto baste y sirva de exordio a cuanto en lo sucesivo hayamos de entretejer.







 


En el Antiguo Testamento, Dios había revelado su unicidad y su amor hacia el pueblo elegido: Yahwé era como un Padre. Pero, después de haber hablado muchas veces por medio de los profetas, Dios habló por medio del Hijo (cfr. Hb 1, 1-2), revelando que Yahwé no sólo es como un Padre, sino que es Padre (cfr. Compendio, 46). Jesús se dirige a Él en su oración con el término arameo Abbá, usado por los niños israelitas para dirigirse a su propio padre (cfr. Mc 14, 36), y distingue siempre su filiación de la de los discípulos. Esto es tan chocante, que se puede decir que la verdadera razón de la crucifixión es justamente el llamarse a sí mismo Hijo de Dios en sentido único. Se trata de una revelación definitiva e inmediata, porque Dios se revela con su Palabra: no podemos esperar otra revelación, en cuanto Cristo es Dios (cfr., p. ej., Jn 20, 17) que se nos da, insertándonos en la vida que mana del regazo de su Padre.


En Cristo, Dios abre y entrega su intimidad, que de por sí sería inaccesible al hombre sólo por medio de sus fuerzas. Esta misma revelación es un acto de amor, porque el Dios personal del Antiguo Testamento abre libremente su corazón y el Unigénito del Padre sale a nuestro encuentro, para hacerse una cosa sola con nosotros y llevarnos de vuelta al Padre (cfr. Jn 1, 18). Se trata de algo que la filosofía no podía adivinar, porque radicalmente se puede conocer sólo mediante la fe.


Dios no sólo posee una vida íntima, sino que Dios es –se identifica con– su vida íntima, una vida caracterizada por eternas relaciones vitales de conocimiento y de amor, que nos llevan a expresar el misterio de la divinidad en términos de procesiones.


De hecho, los nombres revelados de las tres Personas divinas exigen que se piense en Dios como el proceder eterno del Hijo del Padre y en la mutua relación –también eterna– del Amor que «sale del Padre» (Jn 15, 26) y «toma del Hijo»( Jn 16, 14), que es el Espíritu Santo. La Revelación nos habla, así, de dos procesiones en Dios: la generación del Verbo (cfr. Jn 17. 6) y la procesión del Espíritu Santo. Con la característica peculiar de que ambas son relaciones inmanentes, porque están en Dios: es más son Dios mismo, en tanto que Dios es Personal; cuando hablamos de procesión, pensamos ordinariamente en algo que sale de otro e implica cambio y movimiento. Puesto que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza del Dios Uno y Trino (cfr. Gn 1, 26-27), la mejor analogía con las procesiones divinas la podemos encontrar en el espíritu humano, donde el conocimiento que tenemos de nosotros mismos no sale hacia afuera: el concepto que nos hacemos de nosotros es distinto de nosotros mismos, pero no está fuera de nosotros. Lo mismo puede decirse del amor que tenemos para con nosotros. De forma parecida, en Dios el Hijo procede del Padre y es Imagen suya, análogamente a como el concepto es imagen de la realidad conocida. Sólo que esta Imagen en Dios es tan perfecta que es Dios mismo, con toda su infinitud, su eternidad, su omnipotencia: el Hijo es una sola cosa con el Padre, el mismo Algo, esa es la única e indivisa naturaleza divina, aunque sea otro Alguien. El Símbolo del Nicea-Constantinopla lo expresa con la formula «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero». El hecho es que el Padre engendra al Hijo donándose a Él, entregándole Su substancia y Su naturaleza; no en parte, como acontece en la generación humana, sino perfecta e infinitamente.


Lo mismo puede decirse del Espíritu Santo, que procede como el Amor del Padre y del Hijo. Procede de ambos, porque es el Don eterno e increado que el Padre entrega al Hijo engendrándole y que el Hijo devuelve al Padre como respuesta a Su Amor. Este Don es Don de sí, porque el Padre engendra al Hijo comunicándole total y perfectamente su mismo Ser mediante su Espíritu. La tercera Persona es, por tanto, el Amor mutuo entre el Padre y el Hijo. El nombre técnico de esta segunda procesión es espiración. Siguiendo la analogía del conocimiento y del amor, se puede decir que el Espíritu procede como la voluntad que se mueve hacia el Bien conocido.


Estas dos procesiones se llaman inmanentes, y se diferencian radicalmente de la creación, que es transeúnte, en el sentido de que es algo que Dios obra hacia fuera de sí. Al ser procesiones dan cuenta de la distinción en Dios, mientras que al ser inmanentes dan razón de la unidad. Por eso, el misterio del Dios Uno y Trino no puede ser reducido a una unidad sin distinciones, como si las tres Personas fueran sólo tres máscaras; o a tres seres sin unidad perfecta, como si se tratara de tres dioses distintos, aunque juntos.


Las dos procesiones son el fundamento de las distintas relaciones que en Dios se identifican con las Personas divinas: el ser Padre, el ser Hijo y el ser espirado por Ellos. De hecho, como no es posible ser padre y ser hijo de la misma persona en el mismo sentido, así no es posible ser a la vez la Persona que procede por la espiración y las dos Personas de las que procede. Conviene aclarar que en el mundo creado las relaciones son accidentes, en el sentido de que sus relaciones no se identifican con su ser, aunque lo caractericen en lo más hondo como en el caso de la filiación. En Dios, puesto que en las procesiones es donada toda la substancia divina, las relaciones son eternas y se identifican con la substancia misma.


Estas tres relaciones eternas no sólo caracterizan, sino que se identifican con las tres Personas divinas, puesto que pensar al Padre quiere decir pensar en el Hijo; y pensar en el Espíritu Santo quiere decir pensar en aquellos respecto de los cuales Él es Espíritu. Así las Personas divinas son tres Alguien, pero un único Dios. No como se da entre tres hombres, que participan de la misma naturaleza humana sin agotarla. Las tres Personas son cada una toda la Divinidad, identificándose con la única Naturaleza de Dios [4]: las Personas son la Una en la Otra. Por eso, Jesús dice a Felipe que quien le ha visto a Él ha visto al Padre (cfr. Jn 14, 6), en cuanto Él y el Padre son una cosa sola (cfr. Jn 10, 30 y 17, 21). Esta dinámica, que técnicamente se llama pericóresis o circumincesio (dos términos que hacen referencia a un movimiento dinámico en que el uno se intercambia con el otro como en una danza en círculo) ayuda a darse cuenta de que el misterio del Dios Uno y Trino es el misterio del Amor: «Él mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él» (Catecismo, 221).







PREFACIO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

EL MISTERIO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD


EN verdad es justo y necesario,

es nuestro deber y salvación

darte gracias siempre y en todo lugar,

Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.


Que con tu Hijo unigénito y el Espíritu Santo

eres un solo Dios, un solo Señor;

no en la singularidad de una sola Persona,

sino en la Trinidad de una sola naturaleza.


Y lo que creemos de tu gloria

porque tú lo revelaste

lo afirmamos sin diferencia

de tu Hijo y del Espíritu Santo.


De modo que, al proclamar nuestra fe

en la verdadera y eterna Divinidad,

adoramos tres Personas distintas,

de única naturaleza e iguales en dignidad.


A quien alaban los ángeles y los arcángeles,

los querubines y serafines,

que no cesan de aclamarte, diciendo a una sola voz:


Santo, Santo, Santo...




















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