martes, 21 de mayo de 2024

La Santísima Trinidad

 



"Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo..." (San Mateo 28, 19)



miércoles, 15 de mayo de 2024

PENTECOSTÉS

 



La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo.



Dice Jesucristo que el Espíritu Santo nos inspira, nos enseña y nos guía. Y San Lucas dice que el Espíritu Santo nos ordena, y que mentirle es mentir a Dios. San Juan dice que nos inspira y consuela.

San Pablo dice que es dador de vida, que nos santifica e intercede por nosotros.


El Espíritu Santo nos ayuda a comprender mejor lo que Jesús nos dijo, y nos da fuerza para seguir al Señor.


El Espíritu Santo se manifestó visiblemente en el bautismo de Cristo, en el rio Jordán, en forma de paloma, y el día de Pentecostés, a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, en forma de lenguas de fuego.





Cuando vivimos en gracia de Dios, tenemos la gracia santificante que nos hace templos vivos del Espíritu Santo. Él habita en nosotros y nos llena de sus dones. Sin su inspiración y ayuda, nada bueno podemos hacer.


Dice Nuestro Señor Jesucristo que el pecado contra el Espíritu Santo no se perdona. Los teólogos lo interpretan como la voluntad de no querer arrepentirse, y Dios no perdona a quien no quiere arrepentirse. Quien rechaza la gracia de Dios y voluntariamente se obstina en su maldad, es imposible que, mientras permanezca en esas disposiciones, se le perdone su pecado.


Por todo esto el Espíritu Santo, es una persona divina, hace parte de la Santísima Trinidad y por lo tanto debe recibir la misma adoración y honor que El Padre y El Hijo. El Espíritu Santo es Dios.












Los Dones del Espíritu Santo:

Son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma para recibir y secundar con facilidad las mociones del propio Espíritu Santo al modo divino o sobrehumano.


Los dones son infundidos por Dios. El alma no podría adquirir los dones por sus propias fuerzas ya que transcienden infinitamente todo el orden puramente natural. Los dones los poseen en algún grado todas las almas en gracia. Es incompatible con el pecado mortal.


DONES DEL ESPIRITU SANTO

Del Catecismo:


1830 La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo.

Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo.


1831 Los siete dones del Espíritu Santo son:


Sabiduría, Inteligencia, Consejo, Fortaleza, Ciencia, Piedad y Temor de Dios.


Estos dones, Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-2).


Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben.


Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.


Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma, para secundar con facilidad las mociones de ese mismo Espíritu.


Es como un instinto sobrenatural que coloca Dios en la mente y el corazón de la persona que, despojada de sí misma y del apego desordenado a las cosas y a las personas, vacía de sí y de su egoísmo personal, puede sentir las mociones de Dios a través de su Espíritu, y seguirlas dócilmente.


Así como las virtudes cardinales y morales se basan en la razón iluminada por la fe internamente, y son por consiguiente a modo humano, ya que es la persona que actúa iluminada por lo que cree con su inteligencia, secundando esta iniciativa Dios con su gracia, en este caso es Dios quien actúa como causa externa, y la persona quien sigue la moción divina, por lo que los actos que producen los dones ya no son al modo humano, sino al modo divino o sobrehumano.


Su número y su enunciación bíblica.

Los dones del Espíritu Santo son siete, número muy querido en la simbología cristiana para expresar plenitud y perfección: Siete son los días que Dios creó, siete son los sacramentos que comunican la plenitud de la salvación pascual, siete son las virtudes cardinales más las teologales, siete son los dones del Espíritu Santo que perfeccionan estas virtudes.


Están enumerados en Isaías, capítulo 11, versículos 2 y 3. 


El don de piedad es un desdoblamiento del don de temor (amor) de Dios, que figura dos veces.


¿Cuáles son los Dones del Espíritu Santo y cómo actúa cada uno?

Los podemos dividir en dos grandes grupos:


Los que afectan más a la inteligencia especulativa y práctica: Son los dones de entendimiento, sabiduría, ciencia y consejo.


Los que afectan más a la voluntad operativa: Son los dones de piedad, fortaleza y temor (amor) de Dios.


1. El don de entendimiento o inteligencia permite penetrar en la verdad de las cosas, ya sea divinas y sobrenaturales o naturales y humanas o creacionales.


Capta la esencia de las cosas con claridad y el desarrollo de los razonamientos e ideas humanas, así como en los “razonamientos e ideas” divinas.


Capta la substancia oculta en los accidentes, como a Jesús bajo la apariencia del pan y del vino en la eucaristía.


También ayuda a descubrir los distintos sentidos de la Sagrada Escritura: literal y espiritual, alegórico, moral, escatológico o anagógico.


Y el sentido tipológico, descubriendo en las figuras latentes del Antiguo Testamento la presencia patente de Jesús Resucitado manifestado en el Nuevo.


Capta la esencia espiritual de las realidades sacramentales envueltas en el signo y la figura. Y el simbolismo de toda celebración litúrgica, aunque sea la más insignificante y pequeña, llenando esta captación de ternura y veneración a quien la padece o realiza.


Es todo lo contrario a la ceguera y embotamiento intelectual y espiritual, producidos más que nada por la aplicación carnal de los pecados capitales de la gula y la lujuria (el apego desordenado a la comida y a los placeres sensuales ilícitos para el cristiano).


2. El don de sabiduría nos permite experimentar las cosas divinas como por un instinto connatural que da el Espíritu Santo a la creatura, y le hace saborear y gustar a Dios manifestado en Jesús.


Contraria a la sabiduría es la necedad en las cosas espirituales, de quien prefiere a la creaturas en vez del Creador, las cosas materiales a las invisibles y eternas, y las cosas carnales a las espirituales y santas, y no observa en lo creatural aquello que conduce a Dios.


Entre los pecados capitales, no hay quienes aparten tanto de la sabiduría como la lujuria, que embrutece y animaliza irracionalmente, y la ira, que ofusca la mente y rencoriza el corazón, impidiendo que la razón discierna con claridad.


3. El don de ciencia, permite entender sobrenaturalmente a las cosas creadas. Ve el paso de Dios en la creación, en la providencia, en la historia personal y comunitaria, en la redención constante y en la santificación actual.








Capta el designio de Dios sobre las cosas, sobre la historia, en lo natural ve lo sobrenatural. Ve el bordado por encima de la tela en el telar, y no el entramado de hijos que por debajo aparece. Contempla y ayuda a sacar de los males bienes, y en los mismos males comprende los designios de Creador de todo, que saca bienes de ellos, así como del máximo mal físico y moral, que fue la condena y crucifixión de Jesucristo, sacó el bien máximo de la redención y de la resurrección corporal para Sí y para todo el género humano.


Ve a Dios y sus planes en el mundo sensible y corporal que nos rodea, en los acontecimientos de nuestra historia cotidiana, por más pequeña y aparentemente insignificante que sea, ya que a los ojos de Dios los pequeño e insignificante puede contener los valores perennes del esfuerzo y el amor de la santidad cristiana.


Comprende los “signos de los tiempos” (paso e inspiración de Dios en los valores de la historia), y capta los “síntomas de los tiempos” (los disvalores que los agentes del mal esparcen instigados por Satanás y por su propia inconducta personal).


Relaciona las cosas creadas con el mundo sobrenatural. Y resuelve con facilidad los más intrincados problemas cotidianos, aún en personas incultas y analfabetas.


Como opuesto a este don está la ignorancia, principalmente la ignorancia culpable, que es la que no quiere aprender aquello que le es necesario para su desempeño cristiano en la vida y para la salvación eterna de su alma.


No se debe presumir nunca “que se sabe” lo suficiente, ni colocar constantemente la inteligencia en cosas vanas, inútiles y perniciosas, ni dejarnos seducir por la curiosidad, el chimento y el qué dirán de uno mismo o el qué dicen de otros.


4. El don de consejo es el que aplica la inspiración divina a la conducta práctica cotidiana. Discierne los casos particulares que se presentan.


Casos imprevistos, repentinos, difíciles de resolver, los soluciona instantáneamente esta inspiración si es secundada y escuchada por el don que hay en el alma en gracia. La mente y el corazón establecen el “contacto divino” y lo detectan.


Resuelve multitud de situaciones.


Inspira los medios más oportunos para autogobernarnos y relacionarnos con los demás.


Contrario a este don es la precipitación en el obrar, que no escucha la voz de Dios y pretende resolver las situaciones con la sola luz de la razón natural o la conveniencia del momento.


También lo es la lentitud, pues establecida la decisión del Espíritu, es necesaria la determinación rápida y enérgica de ejecución, antes de que cambien las circunstancias y las ocasiones se pierdan.


5. El don de piedad es propio de la voluntad, y establece la base del organismo sobrenatural para que actúe la inspiración del Espíritu Santo con relación a Dios, a la familia, a la patria en la que nacimos.


Con referencia a Dios, realiza la experiencia de la filiación, sintiéndonos como por connaturalidad hijos de Dios el Padre, hermanos y amigos de Jesús el Señor y esposos fieles del Espíritu Santo que ilumina y guía nuestras vidas.


Por lo tanto otorga un sentimiento de fraternidad universal, solidaridad, y el instinto de compartir los talentos, dones y bienes que el Señor nos dio.


A la ternura de hijos para con el Padre, la confianza en su providencia amorosa que nos coloca confiadamente en sus brazos, y la solidaridad común con los hijos del mismo, se añade el amor a los padres que nos engendraron, extensivo a toda la familia que componemos en lo natural. Y finalmente el amor a la gran familia patria, aquella en la que nacimos, en donde transcurrió nuestra infancia y nuestra vida, el lugar donde sepultamos a nuestros seres queridos y donde establecemos los lazos sociales de la amistad.


Se opone genéricamente a este don la “impiedad”, o dureza de corazón, para con Dios, para con nuestros padres, nuestra familia, o la indiferencia patria o crítica constante hacia todo ello.


6. El don de fortaleza enardece al individuo frente al temor de los peligros. Inspira el superarlos, y da una invencible confianza para vencer las dificultades.


Otorga a la persona una energía inquebrantable, principalmente frente a las adversidades que se le quieren imponer, la hace intrépida y valiente para lograr sus objetivos, y hace soportar el dolor y el fracaso con encomiable entusiasmo y jovialidad.


Proporciona también el “heroísmo de las cosas pequeñas”, además, claro está, de las cosas grandes.


Se opone a este don la tibieza en las cosas cotidianas, simples y sencillas, el temor o timidez en las cosas a realizar. También la flojedad y debilidad naturales, así como el apego a la propia comodidad y rutina, que nos impide emprender grandes cosas y nos impulsa a huír de lo novedoso, del esfuerzo, del temor al fracaso y del dolor que pueda sobrevenir.


7. El don de temor (por amor) de Dios, enardece la voluntad y el apetito contra la concupiscencia o los deseos desordenados, y otorga una extraordinaria capacidad para captar la Voluntad de Dios y ser feliz en ella practicándola.


Otorga una sublime experiencia de la grandeza y majestad del Dios Omnipotente y Creador.


Como creatura, se sumerge en la adoración profunda y contemplativa, más allá de todo y de todos. Porque Lo ama.


No quiere equivocarse en los caminos de Dios (pecar) y se lamenta compungida de las veces en que esto le ha acaecido, y más cuando ha sido ocasión de escándalo (tropiezo) para los demás. Porque Lo ama.


Observa los más pequeños y menores detalles para no tener ocasión de ofender a Jesús. Porque Lo ama.


Se opone principalmente al don de temor la soberbia que no considera a Dios en su justa dimensión, y que hasta se coloca incluso por encima de Él.


Y la presunción, de quien confía excesiva y desordenadamente en la “misericordia” divina, pensando que cualquier acción ilícita que haga Dios lo va a perdonar por ella (por la “misericordia”), por lo que no tiene escrúpulos (o muy pocos) en realizarla/s (las acciones ilícitas).







miércoles, 1 de mayo de 2024

La Ascensión


 


“JESUCRISTO SUBIÓ A LOS CIELOS,

Y ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DE DIOS, PADRE TODOPODEROSO”




CATECISMO DE LA IGLESIA   659-664



Resumen


665 La ascensión de Jesucristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celeste de Dios de donde ha de volver (cf. Hch 1, 11), aunque mientras tanto lo esconde a los ojos de los hombres (cf. Col 3, 3).


666 Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con Él eternamente.


667 Jesucristo, habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo.




Benedicto XVI, papa


Homilía, 24-05-2009


Visita Pastoral a Cassino y Montecassino.

 Plaza Miranda. Domingo 24 de mayo de 2009


«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Con estas palabras, Jesús se despide de los Apóstoles, como acabamos de escuchar en la primera lectura. Inmediatamente después, el autor sagrado añade que «fue elevado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos» (Hch 1, 9). Es el misterio de, que hoy celebramos solemnemente. Pero ¿qué nos quieren comunicar la Biblia y la liturgia diciendo que Jesús «fue elevado»? El sentido de esta expresión no se comprende a partir de un solo texto, ni siquiera de un solo libro del Nuevo Testamento, sino en la escucha atenta de toda la Sagrada Escritura. En efecto, el uso del verbo «elevar» tiene su origen en el Antiguo Testamento, y se refiere a la toma de posesión de la realeza. Por tanto, la Ascensión de Cristo significa, en primer lugar, la toma de posesión del Hijo del hombre crucificado y resucitado de la realeza de Dios sobre el mundo.


Pero hay un sentido más profundo, que no se percibe en un primer momento. En la página de los Hechos de los Apóstoles se dice ante todo que Jesús «fue elevado» (Hch 1, 9), y luego se añade que «ha sido llevado» (Hch 1, 11). El acontecimiento no se describe como un viaje hacia lo alto, sino como una acción del poder de Dios, que introduce a Jesús en el espacio de la proximidad divina. La presencia de la nube que «lo ocultó a sus ojos» (Hch 1, 9) hace referencia a una antiquísima imagen de la teología del Antiguo Testamento, e inserta el relato de la Ascensión en la historia de Dios con Israel, desde la nube del Sinaí y sobre la tienda de la Alianza en el desierto, hasta la nube luminosa sobre el monte de la Transfiguración. Presentar al Señor envuelto en la nube evoca, en definitiva, el mismo misterio expresado por el simbolismo de «sentarse a la derecha de Dios».


En el Cristo elevado al cielo el ser humano ha entrado de modo inaudito y nuevo en la intimidad de Dios; el hombre encuentra, ya para siempre, espacio en Dios. El «cielo», la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y el hombre están inseparablemente unidos para siempre. El estar el hombre en Dios es el cielo. Y nosotros nos acercamos al cielo, más aún, entramos en el cielo en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con él. Por tanto, la solemnidad de la Ascensión nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de nosotros.


Desde esta perspectiva comprendemos por qué el evangelista san Lucas afirma que, después de la Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén «con gran gozo» (Lc 24, 52). La causa de su gozo radica en que lo que había acontecido no había sido en realidad una separación, una ausencia permanente del Señor; más aún, en ese momento tenían la certeza de que el Crucificado-Resucitado estaba vivo, y en él se habían abierto para siempre a la humanidad las puertas de Dios, las puertas de la vida eterna. En otras palabras, su Ascensión no implicaba la ausencia temporal del mundo, sino que más bien inauguraba la forma nueva, definitiva y perenne de su presencia, en virtud de su participación en el poder regio de Dios.


Precisamente a sus discípulos, llenos de intrepidez por la fuerza del Espíritu Santo, corresponderá hacer perceptible su presencia con el testimonio, el anuncio y el compromiso misionero. También a nosotros la solemnidad de la Ascensión del Señor debería colmarnos de serenidad y entusiasmo, como sucedió a los Apóstoles, que del Monte de los Olivos se marcharon «con gran gozo». Al igual que ellos, también nosotros, aceptando la invitación de los «dos hombres vestidos de blanco», no debemos quedarnos mirando al cielo, sino que, bajo la guía del Espíritu Santo, debemos ir por doquier y proclamar el anuncio salvífico de la muerte y resurrección de Cristo. Nos acompañan y consuelan sus mismas palabras, con las que concluye el Evangelio según san Mateo: «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).


Queridos hermanos y hermanas, el carácter histórico del misterio de la resurrección y de la ascensión de Cristo nos ayuda a reconocer y comprender la condición trascendente de la Iglesia, la cual no ha nacido ni vive para suplir la ausencia de su Señor «desaparecido», sino que, por el contrario, encuentra la razón de su ser y de su misión en la presencia permanente, aunque invisible, de Jesús, una presencia que actúa con la fuerza de su Espíritu. En otras palabras, podríamos decir que la Iglesia no desempeña la función de preparar la vuelta de un Jesús «ausente», sino que, por el contrario, vive y actúa para proclamar su «presencia gloriosa» de manera histórica y existencial. Desde el día de la Ascensión, toda comunidad cristiana avanza en su camino terreno hacia el cumplimiento de las promesas mesiánicas, alimentándose con la Palabra de Dios y con el Cuerpo y la Sangre de su Señor. Esta es la condición de la Iglesia —nos lo recuerda el concilio Vaticano II—, mientras «prosigue su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva» (Lumen gentium,8).


Hermanos y hermanas de esta querida comunidad diocesana, la solemnidad de este día nos exhorta a fortalecer nuestra fe en la presencia real de Jesús en la historia; sin él, no podemos realizar nada eficaz en nuestra vida y en nuestro apostolado. Como recuerda el apóstol san Pablo en la segunda lectura, es él quien «dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, (…) en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo» (Ef 4, 11-12), es decir, la Iglesia. Y esto para llegar «a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios» (Ef 4, 13), teniendo todos la vocación común a formar «un solo cuerpo y un solo espíritu, como una sola es la esperanza a la que estamos llamados» (Ef 4, 4). En este marco se coloca mi visita que, como ha recordado vuestro pastor, tiene como fin animaros a «construir, fundar y reedificar» constantemente vuestra comunidad diocesana en Cristo. ¿Cómo? Nos lo indica el mismo san Benito, que en su Regla recomienda no anteponer nada a Cristo: «Christo nihil omnino praeponere» (LXII, 11).




San Agustín:  Él ha sido elevado ya a lo más alto de los cielos; sin embargo, continúa sufriendo en la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros. Así lo atestiguó con aquella voz bajada del cielo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y también: Tuve hambre y me disteis de comer. ¿Por qué no trabajamos nosotros también aquí en la tierra, de manera que, por la fe, la esperanza y la caridad que nos unen a él, descansemos ya con él en los cielos? Él está allí, pero continúa estando con nosotros; asimismo, nosotros, estando aquí, estamos también con él. Él está con nosotros por su divinidad, por su poder, por su amor; nosotros, aunque no podemos realizar esto como él por la divinidad, lo podemos sin embargo por el amor hacia él.





San Juan Pablo II:  


(Catequesis: Audiencia General, 23-05-1979)

 "‘Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo'» (Mt 28, 16-20)."


"Las palabras citadas contienen el así llamado mandato misionero. Los deberes que Cristo transmite a los Apóstoles definen al mismo tiempo la naturaleza misionera de la Iglesia. Esta verdad ha encontrado su expresión particularmente plena en la enseñanza del Concilio Vaticano II: «La Iglesia peregrinante es, por naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre» (Ad gentes, 2). La Iglesia nacida de esta misión salvífica, se encuentra siempre «in statu missionis: en estado de misión», y está siempre en camino. Esta condición refleja las fuerzas interiores de la fe y de la esperanza que animan a los Apóstoles, a los discípulos y a los confesores de Cristo Señor durante todos los siglos."





(Catequesis, Audienca General, 05-04-1989)


"Si queremos examinar brevemente el contenido de los anuncios transmitidos, podemos ante todo advertir que la ascensión al cielo constituye la etapa final de la peregrinación terrena de Cristo, Hijo de Dios, consustancial al Padre, que se hizo hombre por nuestra salvación. Pero esta última etapa permanece estrechamente conectada con la primera, es decir, con su “descenso del cielo”, ocurrido en la encarnación. Cristo «salido del Padre” (Jn16, 28) y venido al mundo mediante la encarnación, ahora, tras la conclusión de su misión, «deja el mundo y va al Padre” (cf. Jn 16, 28). Es un modo único de «subida”, como lo fue el del “descenso”. Solamente el que salió del Padre como Cristo lo hizo puede retornar al Padre en el modo de Cristo. Lo pone en evidencia Jesús mismo en el coloquio con Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo” (Jn3, 13). Sólo Élposee la energía divina y el derecho de “subir al cielo”, nadie más. La humanidad abandonada a sí misma, a sus fuerzas naturales, no tiene acceso a esa “casa del Padre” (Jn 14, 2), a la participación en la vida y en la felicidad de Dios. Sólo Cristo puede abrir al hombre este acceso: Él, el Hijo que “bajó del cielo”, que “salió del Padre” precisamente para esto."



Anunciar, Misión y Hablar de Dios




A los Catequistas










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