martes, 4 de junio de 2024

La Modestia y Pudor



9° Mandamiento 


«No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo» (Ex 20, 17). 




Catecismo: Numerales 2514-2533


Resumen


2528 “Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mt 5, 28).


2529 El noveno mandamiento pone en guardia contra el desorden o concupiscencia de la carne.


2530 La lucha contra la concupiscencia de la carne pasa por la purificación del corazón y por la práctica de la templanza


2531 La pureza del corazón nos alcanzará el ver a Dios: nos da desde ahora la capacidad de ver según Dios todas las cosas.


2532 La purificación del corazón es imposible sin la oración, la práctica de la castidad y la pureza de intención y de mirada.


2533 La pureza del corazón requiere el pudor, que es paciencia, modestia y discreción. El pudor preserva la intimidad de la persona.




  


Noveno Mandamiento


«El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 28).







Los pecados internos


Estos dos mandamientos se refieren a los actos internos correspondientes a los pecados contra el sexto y el séptimo mandamientos, que la tradición moral clasifica dentro de los llamados pecados internos. De modo positivo ordenan vivir la pureza (el noveno) y el desprendimiento de los bienes materiales (el décimo) en los pensamientos y deseos, según las palabras del Señor: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» y «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» ( Mt 5, 3.8).


La primera cuestión a la que habría que dar respuesta es si tiene sentido hablar de pecados internos; o dicho de otro modo, ¿por qué se califica negativamente un ejercicio de la inteligencia y de la voluntad que no se concreta en una acción externa reprobable?


La pregunta no es evidente, pues en las listas de pecados que nos ofrece el Nuevo Testamento aparecen sobre todo actos externos (adulterio, fornicación, homicidios, idolatría, hechicerías, pleitos, iras, etc.). Sin embargo en esos mismos elencos vemos citados también, como pecados, ciertos actos internos (envidias, mala concupiscencia, avaricia).


Jesús mismo explica que es del corazón del hombre de donde proceden «los malos pensamientos, muertes, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias» (Mt 15, 19). Y en el ámbito específico de la castidad, enseña «que cualquiera que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 28). De estos textos procede una importante anotación para la moral, pues hacen entender cómo la fuente de las acciones humanas, y por tanto de la bondad o maldad de la persona se encuentra en los deseos del corazón, en lo que la persona “quiere” y elige. La maldad del homicidio, del adulterio, del robo no está principalmente en la fisicidad de la acción, o en sus consecuencias (que tienen un papel importante), sino en la voluntad (en el corazón) del homicida, del adúltero, del ladrón, que al elegir esa determinada acción, la está queriendo: se está determinando en una dirección contraria al amor del prójimo, y por tanto, también al amor a Dios.


La voluntad se dirige siempre a un bien, pero en ocasiones se trata de un bien aparente, algo que aquí y ahora no es ordenable racionalmente al bien de la persona en su conjunto. El ladrón quiere algo que considera un bien, pero el hecho de que ese objeto pertenezca a otra persona hace imposible que la elección de quedárselo se pueda ordenar a su bien como persona, o lo que es lo mismo, al fin de su vida. En este sentido, no es necesario el acto exterior para determinar la voluntad en un sentido positivo o negativo. El que decide robar un objeto, aunque después no pueda hacerlo por un imprevisto, ha obrado mal. Ha realizado un acto interno voluntario contra la virtud de la justicia.


La bondad y maldad de la persona se dan en la voluntad, y por tanto, extrictamente hablando habría que utilizar esas categorías para referirse a los deseos (queridos, aceptados), no a los pensamientos. Al hablar de la inteligencia utilizamos otras categorías, como verdadero y falso. Cuando el noveno mandamiento prohibe los “pensamientos impuros” no se está refiriendo a las imágenes, o al pensamiento en sí, sino al movimiento de la voluntad que acepta la delectación desordenada que una cierta imagen (interna o externa) le provoca.


Los pecados internos se pueden dividir en:


— “malos pensamientos” (complacencia morosa): son la representación imaginaria de un acto pecaminoso sin ánimo de realizarlo. Es pecado mortal si se trata de materia grave y se busca o se consiente deleitarse en ella;


— mal deseo (desiderium): deseo interior y genérico de una acción pecaminosa con el cual la persona se complace. No coincide con la intención de realizarlo (que implica siempre un querer eficaz), aunque en no pocos casos se haría si no existieran algunos motivos que frenan a la persona (como las consecuencias de la acción, la dificultad para realizarlo, etc.);


— gozo pecaminoso : es la complacencia deliberada en una acción mala ya realizada por sí o por otros. Renueva el pecado en el alma.


Los pecados internos, en sí mismos, suelen tener menor gravedad que los correspondientes pecados externos, pues el acto externo generalmente manifiesta una voluntariedad más intensa. Sin embargo, de hecho, son muy peligrosos, sobre todo para las personas que buscan el trato y la amistad con Dios, ya que:


— se cometen con más facilidad , pues basta el consentimiento de la voluntad; y las tentaciones pueden ser más frecuentes;


— se les presta menos atención , pues a veces por ignorancia y a veces por cierta complicidad con las pasiones, no se quieren reconocer como pecados, al menos veniales, si el consentimiento fue imperfecto.


Los pecados internos pueden deformar la conciencia, por ejemplo, cuando se admite el pecado venial interno de manera habitual o con cierta frecuencia, aunque se quiera evitar el pecado mortal. Esta deformación puede dar lugar a manifestaciones de irritabilidad, a faltas de caridad, a espíritu crítico, a resignarse con tener frecuentes tentaciones sin luchar tenazmente contra ellas, etc.; en algunos casos puede llevar incluso a no querer reconocer los pecados internos, cubriéndolos con razonadas sinrazones, que acaban confundiendo cada vez más la conciencia; como consecuencia, fácilmente crece el amor propio, nacen inquietudes, se hace más costosa la humildad y la sincera contrición y se puede terminar en un estado de tibieza. En la lucha contra los pecados internos, es muy importante no dar lugar a los escrúpulos.







Catequesis del Papa Francisco


(Audiencia General 21 de noviembre de 2018)


"Las palabras «no codiciarás la mujer de tu prójimo [...], ni los bienes de tu prójimo» están al menos latentes en los mandamientos sobre el adulterio y el robo. ¿Cuál es entonces la función de estas palabras? ¿Es un resumen? ¿Es algo más?


Tengamos muy en cuenta que todos los mandamientos tienen la tarea de indicar el límite de la vida, el límite más allá del cual el hombre se destruye y destruye a su prójimo, estropeando su relación con Dios. Si vas más allá, te destruyes, también destruyes la relación con Dios y la relación con los demás. Los mandamientos señalan esto. Con esta última palabra, se destaca el hecho de que todas las transgresiones surgen de una raíz interna común: los deseos malvados. Todos los pecados nacen de un deseo malvado. Todos. Allí empieza a moverse el corazón, y uno entra en esa onda, y acaba en una transgresión. Pero no en una transgresión formal, legal: en una transgresión que hiere a uno mismo y a los demás.


En el Evangelio, el Señor Jesús dice explícitamente: «Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraudes, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre»(Mc 7, 21-23).


Entendemos así que todo el itinerario del Decálogo no tendría ninguna utilidad si no llegase a tocar este nivel, el corazón del hombre. ¿De dónde nacen todas estas cosas feas? El Decálogo se muestra lúcido y profundo en este aspecto: el punto de llegada –el último mandamiento– de este viaje es el corazón, y si éste, si el corazón, no se libera, el resto sirve de poco. Este es el reto: liberar el corazón de todas estas cosas malvadas y feas. Los preceptos de Dios pueden reducirse a ser solo la hermosa fachada de una vida que sigue siendo una existencia de esclavos y no de hijos. A menudo, detrás de la máscara farisaica de la sofocante corrección, se esconde algo feo y sin resolver.


En cambio, debemos dejarnos desenmascarar por estos mandatos sobre el deseo, porque nos muestran nuestra pobreza, para llevarnos a una santa humillación. Cada uno de nosotros puede preguntarse: Pero ¿qué deseos feos siento a menudo? ¿La envidia, la codicia, el chismorreo? Todas estas cosas vienen desde dentro. Cada uno puede preguntárselo y le sentará bien. El hombre necesita esta bendita humillación, esa por la que descubre que no puede liberarse por sí mismo, esa por la que clama a Dios para que lo salve. San Pablo lo explica de una manera insuperable, refiriéndose al mandamiento de no desear (cf. Rom 7, 7-24).


Es vano pensar en poder corregirse sin el don del Espíritu Santo. Es vano pensar en purificar nuestro corazón solo con un esfuerzo titánico de nuestra voluntad: eso no es posible. Debemos abrirnos a la relación con Dios, en verdad y en libertad: solo de esta manera nuestras fatigas pueden dar frutos, porque es el Espíritu Santo el que nos lleva adelante."



El Décimo mandamiento, «no desear la mujer del prójimo», Dt 5,21, no se refiere originalmente al mal deseo de lujuria, sino, como se ve claramente por el contexto, al mal deseo de apropiarse de lo ajeno. Sin embargo, como señala San Juan Pablo II, ya en el A.T., en los libros sapienciales, concretamente en los Proverbios (5,1.6; 6,24-29) y en el Eclesiástico (26,9-12), se hallan advertencias para precaverse de la seducción de la mujer mala y provocativa (El amor humano en el plan divino, catequesis 38, El adulterio en el cuerpo y en el corazón, 4). «Aparta tus ojos de una mujer hermosa, y no te fijes en belleza ajena. Por la belleza de una mujer muchos se perdieron, y a su lado el amor se inflama como el fuego» (Eclo 9,8). Estas enseñanzas de la tradición sapiencial, sigue diciendo el Papa, preparaban al pueblo judío para «comprender las palabras [de Jesús] que se refieren a la “mirada concupiscente” o sea, al “adulterio cometido con el corazón”» (ib.6; Juan Pablo II analiza ampliamente la cuestión: Catequesis 38-43).


–La frase de Jesús que comento, incluida en el Sermón de la Montaña, se fija en la pecaminosidad de «la mala mirada», conoce que en ella está el origen del mal deseo, y sabe que de éste puede derivarse la mala acción del adulterio o de otros pecados de lujuria. Los Santos Padres, a este respecto, suelen recordar el adulterio de David con Betsabé (2Sam 11): David ve a una mujer bañándose en una azotea; la mira; la desea con mal deseo; la trae a su palacio para convivir con ella en adulterio, y ordena el asesinato de su esposo para ocultar su pecado.


–Habla Jesús del mal deseo de la mirada «a la mujer», porque sabe que el impudor social visible relativo a la mujer es mucho más frecuente y peligroso que el referente al varón, aunque, por supuesto, también se da en éste a su modo. Impudor, por otra parte, puede haber en las conversaciones, en la literatura, en los espectáculos, en tantas formas y ocasiones. Pero en esta frase del Señor que comento Él habla del impudor de la mala mirada a la mujer. Es realista. De hecho, hoy la industria pornográfica centrada en el cuerpo de la mujer es incomparablemente mayor que el referente al hombre. Y en ese «adulterio del corazón» del que habla Cristo caen los hombres con mucha más frecuencia que las mujeres. En este ámbito, la mujer peca más bien de impudor –y de orgullo, y de vanidad– cuando con su modo de vestir, sus gestos y actitudes, ocasiona en el varón el pecado del adulterio interior. Aunque es obvio que una mujer modesta y decente puede ser objeto, sin culpa suya alguna, de miradas y deseos malos. Y sigue diciendo el Maestro:


Mateo 5,29: «Si tu ojo derecho te induce a pecar, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que ser echado en la “gehenna” entero» 





No en vano Santa Teresa llamaba a la imaginación "la loca de la casa".


La imaginación, fuera del control de la inteligencia, puede hacernos ver como atractivas algunas cosas que no lo son en realidad.


En el Noveno Mandamiento Dios nos aconseja que pongamos "riendas" a nuestra imaginación y que no permitamos que se "desboque" ante cualquier estímulo que reciben nuestros sentidos.


Es importante a cualquier edad y estado de vida, cuidar lo que vemos, lo que oímos, lo que leemos para no caer en tentación.





Algunos medios a considerar:



Pecados contra el noveno mandamiento


Cuando se busca el placer sexual cómo un fin en sí mismo, es decir, buscarlo fuera del marco natural deseado por Dios, se pueden cometer pecados contra este mandamiento.


Hemos dicho que los pecados que atentan contra el noveno mandamiento son actos internos, por lo cual, generalmente, son pecados de pensamiento que alientan deseos, imaginaciones, recuerdos, emociones con el fin de procurar un placer sexual.


Estos deben ser consentidos que significa que van más allá de una simple impresión de placer de algo que pasa por la mente sin haberlo deseado o buscado.




Para luchar contra los pecados internos, nos ayudan:


— la frecuencia de sacramentos, que nos dan o aumentan la gracia, y nos sanan de nuestras miserias cotidianas;


— la oración, la mortificación y el trabajo, buscando sinceramente a Dios;


— la humildad —que nos permite reconocer nuestras miserias sin desesperar por nuestros errores—, y la confianza en Dios, sabiendo que está siempre dispuesto a perdonarnos;


— el ejercitarnos en la sinceridad con Dios, con nosotros mismos y en la dirección espiritual, cuidando con esmero el examen de conciencia.



Busquemos siempre lo mejor para nosotros y para los demás comportándonos de acuerdo a nuestra dignidad de cristianos, siendo un ejemplo de pureza y grandeza de alma. ¿Cómo?

Seleccionando cuidadosamente nuestras amistades y la manera de divertirnos.

Alejándonos de las situaciones peligrosas. Evitando ponernos en peligro asistiendo a espectáculos o lugares sospechosos.




La purificación del corazón


 En sentido positivo, este mandamiento  invita  a actuar con intención recta, con un corazón puro. Por esto tienen una gran importancia, ya que no se quedan en la consideración externa de las acciones, sino que consideran la fuente de la que proceden dichas acciones.


Estos dinamismos internos son fundamentales en la vida moral cristiana, donde los dones del Espíritu Santo, y las virtudes infusas son moduladas por las disposiciones de la persona. En este sentido, tienen una importancia particular las virtudes morales, que son propiamente disposiciones de la voluntad y de los demás apetitos para obrar el bien. Teniendo presente estos elementos es posible desterrar una cierta caricatura de la vida moral como lucha por evitar los pecados, descubriendo el inmenso panorama positivo de esfuerzo por crecer en la virtud (por purificar el corazón) que tiene la existencia humana, y en particular la del cristiano.


Estos mandamientos se refieren más específicamente a los pecados internos contra las virtudes de la castidad y de la justicia, que están bien reflejados en el texto de la Sagrada Escritura que habla de «tres especies de deseo inmoderado o concupiscencia: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (1 Jn 2,16)» (Catecismo, 2514). El noveno mandamiento trata sobre el dominio de la concupiscencia de la carne; y el décimo sobre la concupiscencia del bien ajeno. Es decir, prohíben dejarse arrastrar por esas concupiscencias, de modo consciente y voluntario.


Estas tendencias desordenadas o concupiscencia consisten en «la lucha que la “carne” sostiene contra el “espíritu”. Proceden de la desobediencia del primer pecado» ( Catecismo , 2515). Después del pecado original nadie está exento de la concupiscencia, a excepción de Nuestro Señor Jesucristo y de la Santísima Virgen.


Aunque la concupiscencia en sí misma no es pecado, inclina al pecado, y lo engendra cuando no se somete a la razón iluminada por la fe, con la ayuda de la gracia. Si se olvida que existe la concupiscencia, es fácil pensar que todas las tendencias que se experimentan “son naturales” y que no hay mal en dejarse llevar por ellas. Muchos se dan cuenta de que esto es falso al considerar lo que sucede con el impulso a la violencia: reconocen que no hay que dejarse llevar por este impulso, sino dominarlo, porque no es natural. Sin embargo, cuando se trata de la pureza, ya no quieren reconocer lo mismo, y dicen que nada malo hay en dejarse llevar por el estímulo “natural”. El noveno mandamiento nos ayuda a comprender que esto no es así, porque la concupiscencia ha torcido la naturaleza, y lo que se experimenta como natural es, frecuentemente, consecuencia del pecado, y es preciso dominarlo. 




Familiaris Consortio n 14


Según el designio de Dios, el matrimonio es el fundamento de la comunidad más amplia de la familia, ya que la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole, en la que encuentran su coronación.


En su realidad más profunda, el amor es esencialmente don y el amor conyugal, a la vez que conduce a los esposos al recíproco «conocimiento» que les hace «una sola carne», no se agota dentro de la pareja, ya que los hace capaces de la máxima donación posible, por la cual se convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva persona humana. De este modo los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo viviente de su amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y de la madre.


Al hacerse padres, los esposos reciben de Dios el don de una nueva responsabilidad. Su amor paterno está llamado a ser para los hijos el signo visible del mismo amor de Dios, «del que proviene toda paternidad en el cielo y en la tierra».


Sin embargo, no se debe olvidar que incluso cuando la procreación no es posible, no por esto pierde su valor la vida conyugal. La esterilidad física, en efecto, puede dar ocasión a los esposos para otros servicios importantes a la vida de la persona humana, como por ejemplo la adopción, la diversas formas de obras educativas, la ayuda a otras familias, a los niños pobres o minusválidos.





San Gregorio Magno:


«Todo aquel que mira exteriormente de una manera incauta, generalmente incurre en la delectación de pecado, y obligado por los deseos, empieza a querer lo que antes no quiso. Es muy grande la fuerza con que la carne obliga a caer, y, una vez obligada por medio de los ojos, se forma el deseo en el corazón, que apenas puede ya extinguirse con la ayuda de una gran batalla. Debemos, pues, vigilarnos, porque no debe verse aquello que no es lícito desear. Para que la inteligencia pueda conservarse libre de todo mal pensamiento, deben apartarse los ojos de toda mirada lasciva, porque son como los ladrones que nos arrastran a la culpa» (Moralia 21,2).






La doctrina cristiana del pudor, muy poco conocida y apreciada en el mundo pagano, llega al conocimiento de los pueblos por la Revelación bíblica, y concretamente en relación con el pecado original. Crea el Señor a Adán y Eva, y «estaban ambos desnudos, sin avergonzarse de ello» (Gen 2,25). Pero al perder por el pecado la justicia y gracia en que habían sido creados, inmediatamente se les abren los ojos, sienten vergüenza de su desnudez y se visten como pueden (3,7). Más aún, «les hizo Yavé Dios al hombre y a su mujer unas túnicas de pieles, y los vistió» (3,21). En estos versículos la Biblia enseña dos verdades: que en el hombre caído, trastornado por el pecado, el vestido es una exigencia natural y la desnudez es anti-natural, algo contrario a la naturaleza caída del hombre. Y enseña también que, después del pecado original, el mismo Dios que creó desnudos al hombre y a la mujer, «los vistió»; es decir, que quiso Dios el vestido humano, y prohibió la desnudez impúdica. Ésta ha sido la fe constante de Israel y de la Iglesia de Cristo.


Por tanto, ciertas modas en el vestir, ciertos espectáculos, ciertas playas y piscinas, ciertas imágenes innumerablemente difundidas en prensa impresa y más aún en medios digitales, en los que casi se elimina totalmente ese velamiento social del cuerpo humano querido por Dios, son inaceptables para los cristianos Aceptarlos es avergonzarse de la propia fe, mundanizarse en pensamientos y obras, y acercarse a una apostasía explícita o implícita. No voy a entrar en cuestión de centímetros; pero sería infiel a la Revelación de Dios y a la doctrina de la Iglesia si no afirmara que el vestido es grato a Dios y la desnudez impúdica le ofende, porque daña al hombre y a la mujer caídos.


Esta es la antigua enseñanza de la Sagrada Escritura, de los Padres y de toda la tradición cristiana, que ya a los comienzos de la Iglesia, teniéndolo todo en contra, venció el impudor de los paganos. La desnudez total o parcial en público –relativamente normales en el mundo greco-romano, en termas, teatros, gimnasios, juegos atléticos y orgías–, fue y ha sido rechazada por la Iglesia siempre y en todo lugar. Volver a ella no indica ningún progreso, no significa recuperar la naturalidad del desnudo y quitarle así su falsa malicia, sino que es una degradación. Es un mal, pues «el mal es la privación de un bien debido» (STh I,48,3), y en este caso el vestido es un bien debido al hombre caído.


En conclusión, es un pecado de impudor que hombres y mujeres se muestren semi-desnudos en público, haciéndose al mismo tiempo para otros ocasión próxima de pecado. Aunque esa costumbre esté hoy moralmente aceptada por la gran mayoría, también de los cristianos, sigue siendo mundana, anti-cristiana. Jesús, María y José de ningún modo aceptarían tal uso, por muy generalizado que estuviera en su tierra. Y tampoco los santos. Como tampoco lo aceptan hoy, en la vida religiosa o laical, los fieles cristianos que de verdad son fieles.





Mártires, una misión eficaz

Homilía Monseñor Fridolin Ambongo La Iglesia de la República Democrática del Congo tiene cuatro nuevos beatos que dan testimonio de la labor...