miércoles, 25 de octubre de 2023

"Sacrificio expiatorio en favor de los muertos...” (2 M 12, 46)




 “Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado” (2 M 12, 46)




El cielo no es un lugar físico

Benedicto XVI,  15 de agosto de 2010 


 "S.S. Pío XII, el 1 de noviembre de 1950, definió solemnemente este dogma, y quiero leer —aunque es un poco complicada— la forma de la dogmatización. Dice el Papa: «Por eso, la augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad, por un solo y mismo decreto de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina maternidad, generosamente asociada al Redentor divino, que alcanzó pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, consiguió al fin, como corona suprema de sus privilegios, ser conservada inmune de la corrupción del sepulcro y, del mismo modo que antes su Hijo, vencida la muerte, ser elevada en cuerpo y alma a la suprema gloria del cielo, donde brillaría como reina a la derecha de su propio Hijo, Rey inmortal de los siglos» (const. ap. Munificentissimus Deus: AAS 42 [1950] 768-769).



Este es, por tanto, el núcleo de nuestra fe en la Asunción: creemos que María, como Cristo, su Hijo, ya ha vencido la muerte y triunfa ya en la gloria celestial en la totalidad de su ser, «en cuerpo y alma».



San Pablo, en la segunda lectura de hoy, nos ayuda a arrojar un poco de luz sobre este misterio partiendo del hecho central de la historia humana y de nuestra fe, es decir, el hecho de la resurrección de Cristo, que es «la primicia de los que han muerto». Inmersos en su Misterio pascual, hemos sido hechos partícipes de su victoria sobre el pecado y sobre la muerte.


 Aquí está el secreto sorprendente y la realidad clave de toda la historia humana.


 San Pablo nos dice que todos fuimos «incorporados» en Adán, el primer hombre, el hombre viejo; todos tenemos la misma herencia humana, a la que pertenece el sufrimiento, la muerte y el pecado. 

Pero a esta realidad que todos podemos ver y vivir cada día añade algo nuevo: 

no sólo tenemos esta herencia del único ser humano, que comenzó con Adán, sino que hemos sido «incorporados» también en el hombre nuevo, en Cristo resucitado, y así la vida de la Resurrección ya está presente en nosotros.


 Por tanto, esta primera «incorporación» biológica es incorporación en la muerte, incorporación que genera la muerte. La segunda, nueva, que se nos da en el Bautismo, es «incorporación» que da la vida. 


Cito de nuevo la segunda lectura de hoy; dice san Pablo: «Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicia; luego los de Cristo en su venida» (1 Co 15, 21-23)».


Ahora bien, lo que san Pablo afirma de todos los hombres, la Iglesia, en su magisterio infalible, lo dice de María en un modo y sentido precisos: la Madre de Dios se inserta hasta tal punto en el Misterio de Cristo que es partícipe de la Resurrección de su Hijo con todo su ser ya al final de su vida terrena; vive lo que nosotros esperamos al final de los tiempos cuando sea aniquilado «el último enemigo», la muerte (cf. 1 Co 15, 26); ya vive lo que proclamamos en el Credo: «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro».

Entonces podemos preguntarnos: ¿Cuáles son las raíces de esta victoria sobre la muerte anticipada prodigiosamente en María? Las raíces están en la fe de la Virgen de Nazaret, como atestigua el pasaje del Evangelio que hemos escuchado (cf. Lc 1, 39-56):


 "Una fe que es obediencia a la Palabra de Dios y abandono total a la iniciativa y a la acción divina, según lo que le anuncia el arcángel. La fe, por tanto, es la grandeza de María, como proclama gozosamente Isabel: María es «bendita entre las mujeres», «bendito es el fruto de su vientre» porque es «la madre del Señor», porque cree y vive de forma única la «primera» de las bienaventuranzas, la bienaventuranza de la fe. Isabel lo confiesa en su alegría y en la del niño que salta en su seno: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (v. 45). 

Queridos amigos, no nos limitemos a admirar a María en su destino de gloria, como una persona muy lejana de nosotros. No.


 Estamos llamados a mirar lo que el Señor, en su amor, ha querido también para nosotros, para nuestro destino final: vivir por la fe en la comunión perfecta de amor con él y así vivir verdaderamente.

A este respecto, quiero detenerme en un aspecto de la afirmación dogmática, donde se habla de asunción a la gloria celestial. 



Hoy todos somos bien conscientes de que con el término «cielo» no nos referimos a un lugar cualquiera del universo, a una estrella o a algo parecido. No. 


Nos referimos a algo mucho mayor y difícil de definir con nuestros limitados conceptos humanos. Con este término «cielo» queremos afirmar que Dios, el Dios que se ha hecho cercano a nosotros, no nos abandona ni siquiera en la muerte y más allá de ella, sino que nos tiene reservado un lugar y nos da la eternidad; queremos afirmar que en Dios hay un lugar para nosotros.


 Para comprender un poco más esta realidad miremos nuestra propia vida: todos experimentamos que una persona, cuando muere, sigue subsistiendo de alguna forma en la memoria y en el corazón de quienes la conocieron y amaron. Podríamos decir que en ellos sigue viviendo una parte de esa persona, pero es como una «sombra» porque también esta supervivencia en el corazón de los seres queridos está destinada a terminar. Dios, en cambio, no pasa nunca y todos existimos en virtud de su amor.

 Existimos porque él nos ama, porque él nos ha pensado y nos ha llamado a la vida. Existimos en los pensamientos y en el amor de Dios. Existimos en toda nuestra realidad, no sólo en nuestra «sombra». 


Nuestra serenidad, nuestra esperanza, nuestra paz se fundan precisamente en esto: en Dios, en su pensamiento y en su amor; no sobrevive sólo una «sombra» de nosotros mismos, sino que en él, en su amor creador, somos conservados e introducidos con toda nuestra vida, con todo nuestro ser, en la eternidad.


Es su amor lo que vence la muerte y nos da la eternidad, y es este amor lo que llamamos «cielo»: Dios es tan grande que tiene sitio también para nosotros.


 Y el hombre Jesús, que es al mismo tiempo Dios, es para nosotros la garantía de que ser-hombre y ser-Dios pueden existir y vivir eternamente uno en el otro.

 Esto quiere decir que de cada uno de nosotros no seguirá existiendo sólo una parte que, por así decirlo, nos es arrancada, mientras las demás se corrompen; quiere decir, más bien, que Dios conoce y ama a todo el hombre, lo que somos.

 Y Dios acoge en su eternidad lo que ahora, en nuestra vida, hecha de sufrimiento y amor, de esperanza, de alegría y de tristeza, crece y se va transformando.

 Todo el hombre, toda su vida es tomada por Dios y, purificada en él, recibe la eternidad. Queridos amigos, yo creo que esta es una verdad que nos debe llenar de profunda alegría. El cristianismo no anuncia sólo una cierta salvación del alma en un impreciso más allá, en el que todo lo que en este mundo nos fue precioso y querido sería borrado, sino que promete la vida eterna, «la vida del mundo futuro»: nada de lo que para nosotros es valioso y querido se corromperá, sino que encontrará plenitud en Dios.

 Todos los cabellos de nuestra cabeza están contados, dijo un día Jesús (cf. Mt 10, 30). El mundo definitivo será el cumplimiento también de esta tierra, como afirma san Pablo: «La creación misma será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rm 8, 21).


 Se comprende, entonces, que el cristianismo dé una esperanza fuerte en un futuro luminoso y abra el camino hacia la realización de este futuro. Estamos llamados, precisamente como cristianos, a edificar este mundo nuevo, a trabajar para que se convierta un día en el «mundo de Dios», un mundo que sobrepasará todo lo que nosotros mismos podríamos construir.


 En María elevada al cielo, plenamente partícipe de la resurrección de su Hijo, contemplamos la realización de la criatura humana según el «mundo de Dios».




(Después del juicio particular, los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados van al cielo. Viven en Dios, lo ven tal cual es. Están para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, gozan de su felicidad, de su Bien, de la Verdad y de la Belleza de Dios.

Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama el cielo. Es Cristo quien, por su muerte y Resurrección, nos ha “abierto el cielo”. Vivir en el cielo es “estar con Cristo” (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los que llegan al cielo viven “en Él”, aún más, encuentran allí su verdadera identidad. Catecismo de la Iglesia católica, 1023-1026)






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El Purgatorio

Benedicto XVI  Miércoles 12 de enero de 2011

 


Queridos amigos, nunca debemos olvidar que cuanto más amemos a Dios y seamos constantes en la oración, más lograremos amar verdaderamente a quien está a nuestro alrededor, a quien tenemos cerca, porque seremos capaces de ver en cada persona el rostro del Señor, que ama sin límites ni distinciones.


 La mística no aleja de los otros, no crea una vida abstracta, sino que más bien acerca a los demás porque se comienza a ver y a actuar con los ojos, con el corazón de Dios.

El pensamiento de Catalina sobre el purgatorio, por el cual es particularmente conocida, está condensado en las últimas dos partes del libro citado al inicio: el Tratado sobre el purgatorio y el Diálogo entre el alma y el cuerpo. Es importante notar que Catalina, en su experiencia mística, nunca tuvo revelaciones específicas sobre el purgatorio o sobre las almas que están allí purificándose. Sin embargo, en los escritos inspirados de nuestra santa es un elemento central y el modo de describirlo tiene características originales respecto a su época.


 El primer rasgo original se refiere al «lugar» de la purificación de las almas. En su tiempo se representaba principalmente recurriendo a imágenes vinculadas al espacio. Se pensaba en un cierto espacio, donde se encontraría el purgatorio.


 En Catalina, en cambio, el purgatorio no se presenta como un elemento del paisaje de las entrañas de la tierra: no es un fuego exterior, sino interior.
 

 Esto es el purgatorio, un fuego interior. La santa habla del camino de purificación del alma hacia la comunión plena con Dios, partiendo de su experiencia de profundo dolor por los pecados cometidos, frente al infinito amor de Dios (cf. Vita mirabile, 171v). 


... Y este es el fuego que purifica, es el fuego interior del purgatorio.

 También aquí hay un rasgo original respecto al pensamiento de ese tiempo. En efecto, no se parte del más allá para describir los tormentos del purgatorio —como era habitual en esa época y quizás lo es todavía hoy— y luego indicar el camino para la purificación o la conversión, sino que nuestra santa parte de la experiencia interior de su vida en camino hacia la eternidad. 


El alma —dice Catalina— se presenta a Dios todavía atada a los deseos y a la pena que derivan del pecado, y esto le impide gozar de la visión beatífica de Dios.


 Catalina afirma que Dios es tan puro y santo que el alma con las manchas del pecado no puede encontrarse en presencia de la divina majestad (cf. Vita mirabile, 177r). 


Y también nosotros sentimos cuán distantes estamos, cuán llenos de tantas cosas, de modo que no podemos ver a Dios.


 El alma es consciente del inmenso amor y de la perfecta justicia de Dios y, por consiguiente, sufre por no haber respondido de modo correcto y perfecto a ese amor, y precisamente el mismo amor a Dios se convierte en llama, el amor mismo la purifica de sus escorias de pecado.


... Cuando Dios ha purificado al hombre, lo une con un sutilísimo hilo de oro, que es su amor, y lo atrae hacia sí con un afecto tan fuerte, que el hombre queda como «superado y vencido, y totalmente fuera de sí». De este modo el corazón del hombre es invadido por el amor de Dios, que se convierte en la única guía, el único motor de su existencia (cf. Vita mirabile, 246rv).


Queridos amigos, los santos, en su experiencia de unión con Dios, alcanzan un «saber» tan profundo de los misterios divinos, en el cual amor y conocimiento se compenetran, que son una ayuda para los mismos teólogos en su compromiso de estudio, de intelligentia fidei, de intelligentia de los misterios de la fe, de profundización real de los misterios, por ejemplo, de lo que es el purgatorio.







(Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados.

Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: “Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado” (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos. Catecismo de la Iglesia católica, 1030-1032)



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miércoles, 18 de octubre de 2023

Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí...


 


"Replicó Yahveh: «¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo." (Gén. 4, 10)

No Matarás



La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin (...); nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente» (Catecismo, 2258).

El hombre es alguien singular: la única criatura de este mundo a la que Dios ama por sí misma. Está destinado a conocer y amar eternamente a Dios, y su vida es sagrada. Ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gn 1, 26-27), y éste es el fundamento último de la dignidad humana y del mandamiento no matarás.


El libro del Génesis presenta el abuso contra la vida humana como consecuencia del pecado original. Yahvé se manifiesta siempre como protector de la vida: incluso de la de Caín, después de haber matado a su hermano Abel; sangre de su sangre, imagen de todo homicidio. Nadie debe tomarse la justicia por su mano, y nadie puede abrogarse el derecho de disponer de la vida del prójimo (cfr. Gn 4, 13-15).


Son pecado grave contra el quinto mandamiento: el suicidio, el aborto provocado, el asesinato, el odio a muerte, las drogas, la borrachera hasta perder el uso de la razón, y el ser para otros ocasión de que comentan un pecado grave.



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No he venido a abolir, sino a dar plenitud


(Ángelus,Vaticano, 13 de febrero, 2011)


El autor de la "Torá"


 Después de las «bienaventuranzas», que son su programa de vida, Jesús proclama la nueva Ley, su Torá, como la llaman nuestros hermanos judíos. En efecto, el Mesías, con su venida, debía traer también la revelación definitiva de la Ley, y es precisamente lo que Jesús declara: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud».


 Y, dirigiéndose a sus discípulos, añade: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5, 17.20). Pero ¿en qué consiste esta «plenitud» de la Ley de Cristo, y esta «mayor» justicia que él exige?



"Plenitud"


Jesús lo explica mediante una serie de antítesis entre los mandamientos antiguos y su modo proponerlos de nuevo. Cada vez comienza diciendo: «Habéis oído que se dijo a los antiguos...», y luego afirma: «Pero yo os digo...». Por ejemplo: «Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”; y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: “todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado”» (Mt 5, 21-22). Y así seis veces. Este modo de hablar suscitaba gran impresión en la gente, que se asustaba, porque ese «yo os digo» equivalía a reivindicar para sí la misma autoridad de Dios, fuente de la Ley.



"Autoridad"


 La novedad de Jesús consiste, esencialmente, en el hecho que él mismo «llena» los mandamientos con el amor de Dios, con la fuerza del Espíritu Santo que habita en él. Y nosotros, a través de la fe en Cristo, podemos abrirnos a la acción del Espíritu Santo, que nos hace capaces de vivir el amor divino. Por eso todo precepto se convierte en verdadero como exigencia de amor, y todos se reúnen en un único mandamiento: ama a Dios con todo el corazón y ama al prójimo como a ti mismo.



La exigencia de la caridad


 «La plenitud de la Ley es el amor», escribe san Pablo (Rm 13, 10). Ante esta exigencia, por ejemplo, el lamentable caso de los cuatro niños gitanos que murieron la semana pasada en la periferia de esta ciudad, en su chabola quemada, impone que nos preguntemos si una sociedad más solidaria y fraterna, más coherente en el amor, es decir, más cristiana, no habría podido evitar ese trágico hecho. Y esta pregunta vale para muchos otros acontecimientos dolorosos, más o menos conocidos, que acontecen diariamente en nuestras ciudades y en nuestros países.



Cristo mismo es el  "camino"


Queridos amigos, quizás no es casualidad que la primera gran predicación de Jesús se llame «Sermón de la montaña». Moisés subió al monte Sinaí para recibir la Ley de Dios y llevarla al pueblo elegido. Jesús es el Hijo de Dios que descendió del cielo para llevarnos al cielo, a la altura de Dios, por el camino del amor. Es más, él mismo es este camino: lo único que debemos hacer es seguirle, para poner en práctica la voluntad de Dios y entrar en su reino, en la vida eterna. Una sola criatura ha llegado ya a la cima de la montaña: la Virgen María. Gracias a la unión con Jesús, su justicia fue perfecta: por esto la invocamos como Speculum iustitiae. Encomendémonos a ella, para que guíe también nuestros pasos en la fidelidad a la Ley de Cristo.



BENEDICTO XVI, Ángelus, Vaticano, Domingo 13 de febrero de 2011







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La "autoridad" respecto de la "Torá", fundamental para el discernimiento de la conciencia.


Lay Natural  y conciencia


(Discurso ASAMBLEA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA, 2011)


 La temática del síndrome post-aborto —es decir, el grave malestar psíquico que con frecuencia experimentan las mujeres que han recurrido al aborto voluntario— revela *la voz irreprimible de la conciencia moral, y la herida gravísima que sufre cada vez que la acción humana traiciona la innata vocación al bien del ser humano, que ella testimonia*. 


En esta reflexión sería útil también prestar atención a la conciencia, a veces ofuscada, de los padres de los niños, que a menudo dejan solas a las mujeres embarazadas.



Orden Natural contradecido


 La conciencia moral —enseña el Catecismo de la Iglesia católica— es el «juicio de la razón, por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho» (n. 1778). En efecto, es tarea de la conciencia moral discernir el bien del mal en las distintas situaciones de la existencia, a fin de que, basándose en este juicio, el ser humano pueda orientarse libremente al bien.



Ley grabada en la naturaleza creada


 A quienes querrían negar la existencia de la conciencia moral en el hombre, reduciendo su voz al resultado de condicionamientos externos o a un fenómeno puramente emotivo, es importante reafirmar que la calidad moral de la acción humana no es un valor extrínseco u opcional, ni tampoco una prerrogativa de los cristianos o de los creyentes, sino que es común a todo ser humano.


 En la conciencia moral Dios habla a cada persona e invita a defender la vida humana en todo momento. En este vínculo personal con el Creador está la dignidad profunda de la conciencia moral y la razón de su inviolabilidad.



Responde al Fin y  cumbre de la creación


En la conciencia, el hombre en su integridad —inteligencia, emotividad, voluntad— realiza su vocación al bien, de modo que la elección del bien o del mal en las situaciones concretas de la existencia acaba por marcar profundamente a la persona humana en toda expresión de su ser.


 Todo el hombre, en efecto, queda herido cuando su actuación va contra el dictamen de su conciencia. Sin embargo, incluso cuando el hombre rechaza la verdad y el bien que el Creador le propone, Dios no lo abandona, sino que precisamente mediante la voz de la conciencia, sigue buscándolo y sigue hablándole, a fin de que reconozca el error y se abra a la Misericordia divina, capaz de sanar cualquier herida.



Defender la libertad de la conciencia ante las ideologías


Los médicos, en particular, no pueden descuidar la grave tarea de defender del engaño la conciencia de numerosas mujeres que piensan que en el aborto encontrarán la solución a dificultades familiares, económicas, sociales, o a problemas de salud de su niño. Especialmente en esta última situación, con frecuencia se convence a la mujer —a veces lo hacen los propios médicos— de que el aborto no sólo representa una opción moralmente lícita, sino que es incluso un acto «terapéutico» debido para evitar sufrimientos al niño y a su familia, y un peso «injusto» para la sociedad.



Eclipse del sentido de la vida (cultura de la muerte)


 En un marco cultural caracterizado por el eclipse del sentido de la vida, en el cual se ha atenuado mucho la percepción común de la gravedad moral del aborto y de otras formas de atentados contra la vida humana, se exige a los médicos una fortaleza especial para seguir afirmando que el aborto no resuelve nada, sino que mata al niño, destruye a la mujer y ciega la conciencia del padre del niño, arruinando a menudo la vida familiar.


Esta tarea, sin embargo, no concierne sólo a la profesión médica y a los agentes sanitarios. Es necesario que toda la sociedad se alinee en defensa del derecho a la vida del concebido y del verdadero bien de la mujer, que nunca, en ninguna circunstancia, podrá realizarse en la opción del aborto. Igualmente, serás necesario —como se ha indicado en vuestros trabajos— proporcionar las ayudas necesarias a las mujeres que lamentablemente ya han recurrido al aborto y ahora están viviendo todo su drama moral y existencial.



Omisión pecaminosa 


 Son múltiples las iniciativas, a nivel diocesano o de parte de organismos de voluntariado, que ofrecen apoyo psicológico y espiritual, para una recuperación humana completa. La solidaridad de la comunidad cristiana no puede renunciar a este tipo de corresponsabilidad.



Cristo  tiene misericordia para quien no la tuvo


 Al respecto quiero recordar la invitación que el venerable Juan Pablo II dirigió a las mujeres que han recurrido al aborto: «La Iglesia conoce cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no perdáis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Podéis confiar con esperanza a vuestro hijo a este mismo Padre y a su misericordia. Con la ayuda del consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida» (Evangelium vitae, 99).



Proteger, educar y defender


La conciencia moral de los investigadores y de toda la sociedad civil está íntimamente implicada también en el segundo tema objeto de vuestros trabajos: el uso de bancos de cordón umbilical con finalidades clínicas y de investigación. La investigación médico-científica es un valor y, por tanto, un compromiso, no sólo para los investigadores, sino para toda la comunidad civil.


 De aquí el deber de promover investigaciones éticamente válidas por parte de las instituciones y el valor de la solidaridad de los individuos en la participación en investigaciones encaminadas a promover el bien común. Este valor, y la necesidad de esta solidaridad, se evidencian muy bien en el caso del uso de células madre procedentes del cordón umbilical. Se trata de aplicaciones clínicas importantes y de investigaciones prometedoras en el plano científico, pero que en su realización dependen mucho de la generosidad en la donación de sangre del cordón umbilical en el momento del parto, y de la adecuación de las estructuras, para hacer efectiva la voluntad de donación por parte de las parturientas. Os invito, por tanto, a todos a haceros promotores de una verdadera y consciente solidaridad humana y cristiana. A este propósito, numerosos investigadores médicos miran justamente con perplejidad el creciente florecimiento de bancos privados para la conservación de la sangre del cordón umbilical para uso exclusivamente autólogo. Esta opción —como demuestran los trabajos de vuestra asamblea—, además de carecer de una superioridad científica real respecto a la donación del cordón umbilical, debilita el genuino espíritu solidario que debe alentar constantemente la búsqueda de ese bien común al cual tienden, en última instancia, la ciencia y la investigación médica.



BENEDICTO XVI,  ASAMBLEA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA, 2011




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El ser para otros ocasión de que comentan un pecado grave



Peca además contra este mandamiento el que escandaliza a otro, es decir, le enseña, le invita o le provoca a pecar; ya sea con palabras, con su ejemplo, o haciéndole cómplice de los propios pecados167.


El escándalo es un pecado gravísimo, porque hace perder al prójimo la vida de la gracia, que es mucho más preciosa que la vida del cuerpo.

El que escandaliza es un asesino de almas.


"Se hacen culpables de escándalo los que manipulando la opinión pública la desvían de los valores morales"168.


Con la pública desvergüenza de algunas parejas, además de los pecados que cometen en su "trato libre", cometen también el pecado de escandalizar a muchas almas, que, al verlas, aprenden o son tentadas.

Y dijo Jesucristo, hablando de los que escandalizan, que más le valiera que los arrojaran al mar con una piedra de molino atada al cuello169 , pues es grande el castigo que les espera en la otra vida.


El que ha hecho daño espiritual a otro tiene obligación de reparar el daño según sus posibilidades.

Debe procurar llevarle de nuevo al buen camino. Debe exhortarle con la palabra y el buen ejemplo. Debe orar por él170.


No se debe ser jamás un mal amigo.

Los que arrastran al pecado a sus compañeros hacen el oficio de Satanás.


Y tú, mucho cuidado con los malos amigos o amigas.

Huye de ellos como de la peste.

Si no, acabarán por perderte y serás un desgraciado en esta vida y en la otra: una manzana podrida pudre a las que la rodean.



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Mártires, una misión eficaz

Homilía Monseñor Fridolin Ambongo La Iglesia de la República Democrática del Congo tiene cuatro nuevos beatos que dan testimonio de la labor...