miércoles, 27 de septiembre de 2023

“Honra a tu padre y a tu madre”

 



«“Honra a tu padre y a tu madre” (Dt 5,16 ; Mc 7,10)» (Catecismo de la Iglesia Católica, -CEC-, n. 2247).





«De conformidad con el cuarto mandamiento, Dios quiere que, después que a Él, honremos a nuestros padres y a los que Él reviste de autoridad para nuestro bien» (CEC, n. 2248).


«La comunidad conyugal está establecida sobre la alianza y el consentimiento de los esposos. El matrimonio y la familia están ordenados al bien de los cónyuges, a la procreación y a la educación de los hijos» (CEC, n. 2249).


«“La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar” (GS 47, 1)» (CEC, n. 2250).


«El cuarto mandamiento ilumina las demás relaciones en la sociedad. En nuestros hermanos y hermanas vemos a los hijos de nuestros padres; en nuestros primos, los descendientes de nuestros antepasados; en nuestros conciudadanos, los hijos de nuestra patria; en los bautizados, los hijos de nuestra madre, la Iglesia; en toda persona humana, un hijo o una hija del que quiere ser llamado “Padre nuestro”. Así, nuestras relaciones con el prójimo se deben reconocer como pertenecientes al orden personal. El prójimo no es un “individuo” de la colectividad humana; es “alguien” que por sus orígenes, siempre “próximos” por una u otra razón, merece una atención y un respeto singulares» (CEC, n. 2212).


«Los hijos deben a sus padres respeto, gratitud, justa obediencia y ayuda. El respeto filial favorece la armonía de toda la vida familiar» (CEC, n. 2251).





«Mientras vive en el domicilio de sus padres, el hijo debe obedecer a todo lo que éstos dispongan para su bien o el de la familia. “Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, porque esto es grato a Dios en el Señor” (Col 3, 20; cf Ef 6, 1) (…) La obediencia a los padres cesa con la emancipación de los hijos, pero no el respeto que les es debido, el cual permanece para siempre. Este, en efecto, tiene su raíz en el temor de Dios, uno de los dones del Espíritu Santo» (CEC, n. 2217).


«El cuarto mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus responsabilidades para con los padres. En la medida en que ellos pueden, deben prestarles ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y en momentos de soledad o de abatimiento. Jesús recuerda este deber de gratitud (cf Mc 7, 10-12).


«El Señor glorifica al padre en los hijos, y afirma el derecho de la madre sobre su prole. Quien honra a su padre expía sus pecados; como el que atesora es quien da gloria a su madre. Quien honra a su padre recibirá contento de sus hijos, y en el día de su oración será escuchado. Quien da gloria al padre vivirá largos días, obedece al Señor quien da sosiego a su madre» (Si 3, 2-6).


«Hijo, cuida de tu padre en su vejez, y en su vida no le causes tristeza. Aunque haya perdido la cabeza, sé indulgente, no le desprecies en la plenitud de tu vigor [...] Como blasfemo es el que abandona a su padre, maldito del Señor quien irrita a su madre» (Si 3, 12-13.16)» (CEC, n. 2218).


«Los cristianos están obligados a una especial gratitud para con aquellos de quienes recibieron el don de la fe, la gracia del bautismo y la vida en la Iglesia. Puede tratarse de los padres, de otros miembros de la familia, de los abuelos, de los pastores, de los catequistas, de otros maestros o amigos. “Evoco el recuerdo [...] de la fe sincera que tú tienes, fe que arraigó primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice, y sé que también ha arraigado en ti” (2 Tm 1, 5)» (CEC, n. 2220).


«Los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos en la fe, en la oración y en todas las virtudes. Tienen el deber de atender, en la medida de lo posible, las necesidades materiales y espirituales de sus hijos» (CEC, n. 2252).


«(…) Es una grave responsabilidad para los padres dar buenos ejemplos a sus hijos. Sabiendo reconocer ante sus hijos sus propios defectos, se hacen más aptos para guiarlos y corregirlos:



«El que ama a su hijo, le corrige sin cesar [...] el que enseña a su hijo, sacará provecho de él» (Si 30, 1-2). «Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor» (Ef 6, 4).» (CEC, n. 2223).


«La familia constituye un medio natural para la iniciación del ser humano en la solidaridad y en las responsabilidades comunitarias. Los padres deben enseñar a los hijos a guardarse de los riesgos y las degradaciones que amenazan a las sociedades humanas» (CEC, n. 2224).


«Por el bien de sus hijos, así como por el suyo propio, los padres deben “aprender y poner en práctica su capacidad de discernimiento como telespectadores, oyentes y lectores, dando ejemplo en sus hogares de un uso prudente de los medios de comunicación social”. En lo que a Internet se refiere, a menudo los niños y los jóvenes están más familiarizados con él que sus padres, pero éstos tienen la grave obligación de guiar y supervisar a sus hijos en su uso. Si esto implica aprender más sobre Internet de lo que han aprendido hasta ahora, será algo muy positivo.


La supervisión de los padres debería incluir el uso de un filtro tecnológico en los ordenadores accesibles a los niños, cuando sea económica y técnicamente factible, para protegerlos lo más posible de la pornografía, de los depredadores sexuales y de otras amenazas. No debería permitírseles la exposición sin supervisión a Internet» (Iglesia e Internet, n. 11. Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, 22-02-2002).


«Los padres deben respetar y favorecer la vocación de sus hijos. Han de recordar y enseñar que la vocación primera del cristiano es la de seguir a Jesús» (CEC, n. 2253).


«La autoridad pública está obligada a respetar los derechos fundamentales de la persona humana y las condiciones del ejercicio de su libertad» (CEC, n. 2254).


«El deber de los ciudadanos es cooperar con las autoridades civiles en la construcción de la sociedad en un espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad» (CEC, n. 2255).



Quienes están sometidos a las autoridades deben considerarlas como representantes de Dios, ofreciéndoles una colaboración leal para el buen funcionamiento de la vida pública y social. Esto exige el amor y servicio de la patria, el derecho y el deber del voto, el pago de los impuestos, la defensa del país y el derecho a una crítica constructiva» (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 464).


«El ciudadano está obligado en conciencia a no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando son contrarias a las exigencias del orden moral. “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29)» (CEC, n. 2256).


«Cuando la autoridad pública, excediéndose en sus competencias, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rechazar las exigencias objetivas del bien común; pero les es lícito defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de esta autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica» (GS 74, 5).


«Toda sociedad refiere sus juicios y su conducta a una visión del hombre y de su destino. Si se prescinde de la luz del Evangelio sobre Dios y sobre el hombre, las sociedades se hacen fácilmente «totalitarias»» (CEC, n. 2257).





Benedicto XVI,  VII Encuentro Mundial de las Familias, 30 de mayo, 2012.



 El apóstol Pablo nos ha recordado que en el bautismo hemos recibido el Espíritu Santo, que nos une a Cristo como hermanos y como hijos nos relaciona con el Padre, de tal manera que podemos gritar: «¡Abba, Padre!» (cf. Rm 8, 15.17). En aquel momento se nos dio un germen de vida nueva, divina, que hay que desarrollar hasta su cumplimiento definitivo en la gloria celestial; hemos sido hechos miembros de la Iglesia, la familia de Dios, «sacrarium Trinitatis», según la define san Ambrosio, pueblo que, como dice el Concilio Vaticano II, aparece «unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Const. Lumen gentium,4). La solemnidad litúrgica de la Santísima Trinidad, que celebramos hoy, nos invita a contemplar ese misterio, pero nos impulsa también al compromiso de vivir la comunión con Dios y entre nosotros según el modelo de la Trinidad. Estamos llamados a acoger y transmitir de modo concorde las verdades de la fe; a vivir el amor recíproco y hacia todos, compartiendo gozos y sufrimientos, aprendiendo a pedir y conceder el perdón, valorando los diferentes carismas bajo la guía de los pastores. En una palabra, se nos ha confiado la tarea de edificar comunidades eclesiales que sean cada vez más una familia, capaces de reflejar la belleza de la Trinidad y de evangelizar no sólo con la palabra. Más bien diría por «irradiación», con la fuerza del amor vivido.


La familia, fundada sobre el matrimonio entre el hombre y la mujer, está también llamada al igual que la Iglesia a ser imagen del Dios Único en Tres Personas. Al principio, en efecto, «creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: “Creced, multiplicaos”» (Gn 1, 27-28). Dios creó el ser humano hombre y mujer, con la misma dignidad, pero también con características propias y complementarias, para que los dos fueran un don el uno para el otro, se valoraran recíprocamente y realizaran una comunidad de amor y de vida. El amor es lo que hace de la persona humana la auténtica imagen de la Trinidad, imagen de Dios. Queridos esposos, viviendo el matrimonio no os dais cualquier cosa o actividad, sino la vida entera. Y vuestro amor es fecundo, en primer lugar, para vosotros mismos, porque deseáis y realizáis el bien el uno al otro, experimentando la alegría del recibir y del dar. Es fecundo también en la procreación, generosa y responsable, de los hijos, en el cuidado esmerado de ellos y en la educación metódica y sabia. Es fecundo, en fin, para la sociedad, porque la vida familiar es la primera e insustituible escuela de virtudes sociales, como el respeto de las personas, la gratuidad, la confianza, la responsabilidad, la solidaridad, la cooperación.


Queridos esposos, cuidad a vuestros hijos y, en un mundo dominado por la técnica, transmitidles, con serenidad y confianza, razones para vivir, la fuerza de la fe, planteándoles metas altas y sosteniéndolos en las debilidades. Pero también vosotros, hijos, procurad mantener siempre una relación de afecto profundo y de cuidado diligente hacia vuestros padres, y también que las relaciones entre hermanos y hermanas sean una oportunidad para crecer en el amor. El proyecto de Dios sobre la pareja humana encuentra su plenitud en Jesucristo, que elevó el matrimonio a sacramento. Queridos esposos, Cristo, con un don especial del Espíritu Santo, os hace partícipes de su amor esponsal, haciéndoos signo de su amor por la Iglesia: un amor fiel y total. Si, con la fuerza que viene de la gracia del sacramento, sabéis acoger este don, renovando cada día, con fe, vuestro «sí», también vuestra familia vivirá del amor de Dios, según el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret.


 Queridas familias, pedid con frecuencia en la oración la ayuda de la Virgen María y de san José, para que os enseñen a acoger el amor de Dios como ellos lo acogieron. Vuestra vocación no es fácil de vivir, especialmente hoy, pero el amor es una realidad maravillosa, es la única fuerza que puede verdaderamente transformar el mundo. Ante vosotros está el testimonio de tantas familias, que señalan los caminos para crecer en el amor: mantener una relación constante con Dios y participar en la vida eclesial, cultivar el diálogo, respetar el punto de vista del otro, estar dispuestos a servir, tener paciencia con los defectos de los demás,saber perdonar y pedir perdón, superar con inteligencia y humildad los posibles conflictos,acordar las orientaciones educativas, estar abiertos a las demás familias, atentos con los pobres, responsables en la sociedad civil. Todos estos elementos construyen la familia. Vividlos con valentía, con la seguridad de que en la medida en que viváis el amor recíproco y hacia todos, con la ayuda de la gracia divina, os convertiréis en evangelio vivo, una verdadera Iglesia doméstica (cf. Exh. ap. Familiaris consortio, 49).







Papa Benedicto XVI en discursos sobre la verdad del matrimonio y la familia



“El matrimonio y la familia están arraigados en el núcleo más íntimo de la verdad sobre el hombre y su destino. La Sagrada Escritura revela que la vocación al amor forma parte de esa auténtica imagen de Dios que el Creador ha querido imprimir en su criatura, llamándola a hacerse semejante a El precisamente en la medida en que está abierta al amor”. (11-05-06)


“La diferencia sexual que comporta el cuerpo del hombre y de la mujer no es, por tanto, un simple dato biológico, sino que reviste un significado mucho más profundo: expresa esa forma del amor con el que el hombre y la mujer se convierten en una sola carne, pueden realizar una auténtica comunión de personas abierta a la transmisión de la vida y cooperan de este modo con Dios en la procreación de nuevos seres humanos”. (11-05-06)


“La respuesta de la Biblia es unitaria y consecuente: el hombre es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es amor. Por eso, la vocación al amor es lo que hace que el hombre sea la auténtica imagen de Dios: es semejante a Dios en la medida en que ama”. (06-06-05)



  “A través del amor se expresa la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Es decir, se sirvió del camino del amor para revelar el misterio de su vida trinitaria. Además, la íntima relación que existe entre la imagen del Dios amor y el amor humano nos permite comprender que a la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio, basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano”. (11-05-06)


    “Este planteamiento nos permite superar también una concepción encerrada en el amor meramente privado, que hoy está tan difundida. El auténtico amor se transforma en una luz que guía toda la vida hacia la plenitud, generando una sociedad humanizada para el hombre”. (11-05-06)



   Hoy es preciso anunciar con renovado entusiasmo que el Señor está siempre presente con su gracia. Este anunciado a menudo es desfigurado por falsas concepciones del matrimonio y de la familia que no respetan el proyecto originario de Dios. En este sentido, se han llegado a proponer nuevas formas de matrimonio, algunas de ellas desconocidas en las culturas de los pueblos, en las que se altera su naturaleza específica”. (04-12-05)


   “La encíclica Humanae vitae reafirma con claridad que la procreación humana debe ser siempre fruto del acto conyugal, en su doble significado de unión y de procreación. Lo exige la grandeza del amor conyugal según el proyecto divino, como recordé en la encíclica Deus caritas est: El <eros> degradado a puro sexo se convierte en mercancía, en simple objeto que se puede comprar y vender; más aún, el mismo hombre se convierte en mercancía… En realidad, nos encontramos ante una degradación del cuerpo humano”. (13-05-06)





*Los hijos tienen el derecho de nacer y crecer en el seno de una familia fundada sobre el matrimonio (Discurso, 3 de diciembre). 


*Los hijos son la mayor riqueza y el bien más preciado de la familia. Por eso, es necesario ayudar a todas las personas a tomar conciencia del mal intrínseco del crimen del aborto, que, al atentar contra la vida humana en su inicio, es también una agresión contra la sociedad misma (Discurso, 3 de diciembre). 


*El amor y la entrega total de los esposos, con sus notas peculiares de exclusividad, fidelidad, permanencia en el tiempo y apertura a la vida, está en la base de esa comunidad de vida y amor que es el matrimonio (Discurso, 3 de diciembre). 


*La familia desempeña un papel insustituible en la educación de la juventud, conjugando autoridad y apoyo afectivo, dando a todos los jóvenes los valores indispensables para su maduración personal y el sentido del bien común, así como todos los elementos necesarios para la vida social (Discurso, 19 de diciembre 2005). 


*El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano (Encíclica-11, 25 de diciembre). 






miércoles, 20 de septiembre de 2023

"La Eucaristía, don de Dios para la vida del mundo"

 





"La Eucaristía, don de Dios para la vida del mundo"







"La Eucaristía, don de Dios para la vida del mundo". La Eucaristía es nuestro tesoro más valioso. Es el sacramento por excelencia; nos introduce anticipadamente en la vida eterna; contiene todo el misterio de nuestra salvación; y es la fuente y la cumbre de la acción y de la vida de la Iglesia, como recuerda el concilio Vaticano II (cf. Sacrosanctum Concilium, 8).


Por tanto, es sumamente importante que los pastores y los fieles se comprometan constantemente a profundizar en este gran sacramento. Así, cada uno podrá fortalecer su fe y cumplir cada vez mejor su misión en la Iglesia y en el mundo, recordando que la Eucaristía conlleva la fecundidad en su vida personal, así como en la vida de la Iglesia y del mundo. El Espíritu de verdad da testimonio en vuestro corazón; también vosotros dad testimonio de Cristo ante los hombres, como reza la antífona del Aleluya de esta misa.


Por consiguiente, la participación en la Eucaristía no nos aleja de nuestros contemporáneos; al contrario, dado que es la expresión por excelencia del amor de Dios, nos invita a comprometernos con todos nuestros hermanos para afrontar los desafíos actuales y para hacer de la tierra un lugar en que se viva bien. Por eso, debemos luchar sin cesar para que se respete a toda persona desde su concepción hasta su muerte natural; para que nuestras sociedades ricas acojan a los más pobres y reconozcan toda su dignidad; para que cada persona pueda alimentarse y mantener a su familia; y para que en todos los continentes reinen la paz y la justicia. Estos son algunos de los desafíos que han de movilizar a todos nuestros contemporáneos: para afrontarlos, los cristianos deben encontrar la fuerza en el misterio eucarístico."       (Domingo 22 de junio de 2008)







"...Enseñen a los niños y a los jóvenes a reconocer el misterio central de la fe y a construir su vida en torno a él. Exhorto de manera especial a los sacerdotes a rendir el debido honor al rito eucarístico y pido a todos los fieles que, en la acción eucarística, respeten la función de cada persona, tanto del sacerdote como de los laicos. La liturgia no nos pertenece a nosotros: es el tesoro de la Iglesia..."


"...La recepción de la Eucaristía, la adoración del Santísimo Sacramento —con ella queremos profundizar nuestra comunión, prepararnos para ella y prolongarla— nos permite entrar en comunión con Cristo, y a través de él, con toda la Trinidad, para llegar a ser lo que recibimos y para vivir en comunión con la Iglesia. Al recibir el Cuerpo de Cristo recibimos la fuerza "para la unidad con Dios y con los demás" (cf. san Cirilo de Alejandría, In Ioannis Evangelium, 11, 11; cf. san Agustín, Sermo 577).






No debemos olvidar nunca que la Iglesia está construida en torno a Cristo y que, como dijeron san Agustín, santo Tomás de Aquino y san Alberto Magno, siguiendo a san Pablo (cf. 1 Co 10, 17), la Eucaristía es el sacramento de la unidad de la Iglesia, porque todos formamos un solo cuerpo, cuya cabeza es el Señor. Debemos recordar siempre la última Cena del Jueves santo, donde recibimos la prenda del misterio de nuestra redención en la cruz. La última Cena es el lugar donde nació la Iglesia, el seno donde se encuentra la Iglesia de todos los tiempos. En la Eucaristía se renueva continuamente el sacrificio de Cristo, se renueva continuamente Pentecostés. Ojalá que todos toméis cada vez mayor conciencia de la importancia de la Eucaristía dominical, porque el domingo, el primer día de la semana, es el día en que honramos a Cristo, el día en que recibimos la fuerza para vivir diariamente el don de Dios..."


A pesar de nuestra debilidad y nuestro pecado, Cristo quiere habitar en nosotros. Por eso, debemos hacer todo lo posible para recibirlo con un corazón puro, recuperando sin cesar, mediante el sacramento del perdón, la pureza que el pecado mancilló, "poniendo nuestra alma de acuerdo con nuestra voz" según la invitación del Concilio (cf. Sacrosanctum Concilium, 11). De hecho, el pecado, sobre todo el pecado grave, se opone a la acción de la gracia eucarística en nosotros. Por otra parte, los que no pueden comulgar debido a su situación, de todos modos encontrarán en una comunión de deseo y en la participación en la Eucaristía una fuerza y una eficacia salvadora.


Haced que cada día sea una ofrenda a la gloria de Dios Padre y participad en la construcción del mundo, recordando con sano orgullo vuestra herencia religiosa y su arraigo social y cultural, y esforzándoos por difundir en vuestro entorno los valores morales y espirituales que nos vienen del Señor.


La Eucaristía no es sólo un banquete entre amigos. Es misterio de alianza. "Las plegarias y los ritos del sacrificio eucarístico hacen revivir continuamente ante los ojos de nuestra alma, siguiendo el ciclo litúrgico, toda la historia de la salvación, y nos ayudan a penetrar cada vez más en su significado" (santa Teresa Benedicta de la Cruz, [Edith Stein], Wege zur inneren Stille, Aschaffenburg 1987, p. 67). Estamos llamados a entrar en este misterio de alianza modelando cada vez más nuestra vida según el don recibido en la Eucaristía.


La Eucaristía, como recuerda el concilio Vaticano II, tiene un carácter sagrado: "Toda celebración litúrgica, como obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es la acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no iguala ninguna otra acción de la Iglesia" (Sacrosanctum Concilium, 7). En cierto sentido, es una "liturgia celestial", anticipación del banquete en el Reino eterno, al anunciar la muerte y la resurrección de Cristo, "hasta que vuelva" (1 Co 11, 26).











Pan de vida en las dos mesas de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo...




La liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística —además de los ritos de introducción y conclusión— « están estrechamente unidas entre sí y forman un único acto de culto ». En efecto, la Palabra de Dios y la Eucaristía están intrínsecamente unidas. Escuchando la Palabra de Dios nace o se fortalece la fe (cf. Rm 10,17); en la Eucaristía, el Verbo hecho carne se nos da como alimento espiritual[133]. Así pues, « la Iglesia recibe y ofrece a los fieles el Pan de vida en las dos mesas de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo ». Por tanto, se ha de tener constantemente presente que la Palabra de Dios, que la Iglesia lee y proclama en la liturgia, lleva a la Eucaristía como a su fin connatural.

Nunca olvidemos que « cuando se leen en la Iglesia las Sagradas Escrituras, Dios mismo habla a su Pueblo, y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio »

Para comprenderla bien, la Palabra de Dios ha de ser escuchada y acogida con espíritu eclesial y siendo conscientes de su unidad con el Sacramento eucarístico.

 La Palabra que anunciamos y escuchamos es el Verbo hecho carne (cf. Jn 1,14), y hace referencia intrínseca a la persona de Cristo y a su permanencia de manera sacramental. Cristo no habla en el pasado, sino en nuestro presente, ya que Él mismo está presente en la acción litúrgica.


El conocimiento y el estudio de la Palabra de Dios nos permite apreciar, celebrar y vivir mejor la Eucaristía... « desconocer la Escritura es desconocer a Cristo »







Presentación de las ofrendas

este gesto humilde y sencillo tiene un sentido muy grande: en el pan y el vino que llevamos al altar toda la creación es asumida por Cristo Redentor para ser transformada y presentada al Padre. En este sentido, llevamos también al altar todo el sufrimiento y el dolor del mundo, conscientes de que todo es precioso a los ojos de Dios. Este gesto, para ser vivido en su auténtico significado, no necesita enfatizarse con añadiduras superfluas. 

Valorar la colaboración originaria que Dios pide al hombre para realizar en él la obra divina y dar así pleno sentido al trabajo humano, que mediante la celebración eucarística se une al sacrificio redentor de Cristo.






Plegaria eucarística

La espiritualidad eucarística y la reflexión teológica se iluminan al contemplar la profunda unidad de la anáfora, entre la invocación del Espíritu Santo y el relato de la institución, en la que « se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la última Cena »

Los elementos fundamentales de toda Plegaria eucarística: acción de gracias, aclamación, epíclesis, relato de la institución y consagración, anámnesis, oblación, intercesión y doxología conclusiva.

"Contemplar la profunda unidad de la anáfora, entre la invocación del Espíritu Santo y el relato de la institución, en la que « se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la última Cena»

"Por medio de determinadas invocaciones, implora la fuerza del Espíritu Santo para que los dones que han presentado los hombres queden consagrados, es decir, se conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y para que la víctima inmaculada que se va a recibir en la Comunión sea para la salvación de quienes la reciben »








Rito de la paz

La Iglesia se hace portavoz de la petición de paz y reconciliación que surge del alma de toda persona de buena voluntad, dirigiéndola a Aquel que « es nuestra paz » (Ef 2,14), y que puede pacificar a los pueblos y personas aun cuando fracasen las iniciativas humanas. 

Sería bueno recordar que el alto valor del gesto no queda mermado por la sobriedad necesaria para mantener un clima adecuado a la celebración, limitando por ejemplo el intercambio de la paz a los más cercanos.


"Por su propia naturaleza, la liturgia tiene una eficacia propia para introducir a los fieles en el conocimiento del misterio celebrado. Precisamente por ello, el itinerario formativo del cristiano en la tradición más antigua de la Iglesia, aun sin descuidar la comprensión sistemática de los contenidos de la fe, tuvo siempre un carácter de experiencia, en el cual era determinante el encuentro vivo y persuasivo con Cristo, anunciado por auténticos testigos. En este sentido, el que introduce en los misterios es ante todo el testigo. Dicho encuentro ahonda en la catequesis y tiene su fuente y su culmen en la celebración de la Eucaristía."


"En la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia[192]. Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una sola cosa con Él y, en cierto modo, pregustamos anticipadamente la belleza de la liturgia celestial. La adoración fuera de la santa Misa prolonga e intensifica lo acontecido en la misma celebración litúrgica. En efecto, «sólo en la adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de encuentro con el Señor madura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las barreras que nos separan a los unos de los otros»

 Por eso, además de invitar a los fieles a encontrar personalmente tiempo para estar en oración ante el Sacramento del altar, pido a las parroquias y a otros grupos eclesiales que promuevan momentos de adoración comunitaria. 








miércoles, 6 de septiembre de 2023

“Sine dominico non possumus!”

 




"Quien  quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ese la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre  haber  ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?" (Lc 9, 24-25).



EUCARÍSTICA EN LA CATEDRAL DE SAN ESTEBAN

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Viena, domingo 9 de septiembre de 2007




“Sine dominico non possumus!” Sin el don del Señor, sin el Día del Señor no podemos vivir: así respondieron en el año 304 algunos cristianos de Abitene en la actual Túnez cuando, sorprendidos en la Celebración eucarística dominical, que estaba prohibida, fueron conducidos ante el juez y se les preguntó por qué, de Domingo, habían celebrado la función religiosa cristiana, a sabiendas que esto era castigado con la muerte. “Sine dominico non possumus“. En la palabra dominico están enlazados indisolublemente dos significados, cuya unidad debemos de nuevo aprender a percibir. Se encuentra sobretodo el don del Señor – este don es El mismo: el Resucitado, de cuyo contacto y cercanía los cristianos tienen necesidad para ser ellos mismos. Esto, sin embargo, no es sólo un contacto espiritual, interno, subjetivo: el encuentro con el Señor se inscribe en el tiempo a través de un día preciso. Y de esta manera se inscribe en nuestra existencia concreta, corpórea y comunitaria, que es temporalidad. Da a nuestro tiempo, y por tanto a nuestra vida en su conjunto, un centro, un orden interior. Para aquellos cristianos la Celebración eucarística dominical no era un precepto, sino una necesidad interior. Sin Aquel que sostiene nuestra vida con su amor, la vida misma es vacía. Abandonar o traicionar este centro quitaría a la misma vida su fundamento, su dignidad interior y su belleza.



¿Tiene relevancia esta actitud de los cristianos de entonces también para nosotros cristianos de hoy?


 Sí, es válida también para nosotros, que tenemos necesidad de una relación que nos sostenga y de orientación y contenido a nuestra vida. También nosotros tenemos necesidad del contacto con el Resucitado, que nos sostiene más allá de la muerte. Tenemos necesidad de este encuentro que nos reúne, que nos dona un espacio de libertad, que nos hace mirar más allá del activismo de la vida diaria hacia el amor creador de Dios, del cual provenimos y hacia el cual vamos en camino.





Si volvemos con atención al pasaje evangélico de hoy, y escuchamos al Señor que en él nos habla, nos asustamos. “Quien no renuncia a toda su propiedad y no busca también todos los lazos familiares, no puede ser mi discípulo”. “ 


Quisiéramos objetar: ¿pero qué cosa estas diciendo, Señor? ¿Acaso el mundo no tiene necesidad justamente de la familia? ¿Acaso no tiene necesidad del amor paterno y materno, del amor entre padres e hijos, entre el hombre y la mujer? ¿Acaso no tenemos necesidad del amor de la vida, necesidad de la alegría de vivir? ¿Acaso no son necesarias también personas que inviertan en los bienes de este mundo y construyan la tierra que nos ha sido dada, de modo que todos puedan participar de sus dones? ¿Acaso no nos ha sido confiada también la tarea de proveer al desarrollo de la tierra y de sus bienes? Si escuchamos mejor al Señor y lo escuchamos en el conjunto de todo aquello que El nos dice, entonces comprendemos que Jesús no exige de todos la misma cosa. Cada uno tiene su tarea personal y el tipo de seguimiento proyectado para él.



 En el Evangelio de hoy, Jesús habla directamente de aquello que no es tarea de los muchos que se habían unido a El durante la peregrinación hacia Jerusalén, sino que es una llamada particular para los Doce (apóstoles). Ellos, antes que nada, deben superar el escándalo de la Cruz y luego deben estar preparados para dejar verdaderamente todo y aceptar la misión aparentemente absurda de ir hasta los confines de la tierra y, con su escasa cultura, anunciar a un mundo lleno de presunta erudición y de formación ficticia o verdadera – y en particular también a los pobres y a los sencillos- el Evangelio de Jesucristo. Deben estar preparados, sobre su camino en la vastedad del mundo, para sufrir en primera persona el martirio, y así dar testimonio del Evangelio del Señor crucificado y resucitado. Si la palabra de Jesús esta dirigida principalmente a los Doce, su llamada naturalmente alcanza, más allá del momento histórico, todos los siglos. En todos los tiempos El llama a las personas a contar exclusivamente con El, a dejar todo lo demás y a estar totalmente a su disposición y de este modo a disposición de los demás: a crear oasis de amor desinteresado en un mundo, en el cual tantas veces parecen contar solamente el poder y el dinero. ¡Agradecemos al Señor, porque en todos los siglos nos ha donado hombres y mujeres que por amor suyo han dejado todo lo demás, haciéndose signos luminosos de su amor!



 ¡Basta pensar en personas como San Benito y Escolástica, como Francisco y Clara, Isabel de Hungría y Eduviges de Polonia, como Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila hasta Madre Teresa de Calcuta y Padre Pío! Estas personas, con toda su vida, se han convertido en una interpretación de la palabra de Jesús, que en ellos se hace cercana y comprensiva para nosotros. Oremos al Señor, para que también en nuestro tiempo done a tantas personas el valor de dejarlo todo, para así estar a disposición de todos.



Pero si ahora volvemos al Evangelio, podemos percatarnos de que el Señor no habla solamente de algunos pocos y de su tarea particular; el sentido de aquello que El dice vale para todos. De qué cosa se trata en última instancia, lo expresa una vez más de la siguiente manera: “quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?” (Lc 9, 24s). Quien quiere solamente poseer la propia vida, tomarla solo para sí mismo, la perderá. Solo quien se entrega recibe su vida. Con otras palabras: solo aquel que ama encuentra la vida. Y el amor requiere siempre el salir de si mismo, requiere abandonarse a sí mismo. Quien mira hacia atrás para buscarse y quiere tener al otro solamente para sí, justamente de este modo pierde a sí mismo y al otro. Sin éste más profundo perderse a sí mismo no hay vida. El inquieto anhelo de vida que hoy no da paz a los hombres acaba en el vacío de la vida perdida. “quien pierda su vida por mí…”, dice el Señor: un dejar a sí mismo, en modo más radical, es posible solo si con ello al final no se cae en el vacío, sino en las manos del Amor eterno. Solo el amor de Dios, que ha perdido a sí mismo por nosotros entregándose a nosotros, hace posible también para nosotros el ser libres, de dejar perder y así encontrar verdaderamente la vida. Este es el concepto que el Señor quiere comunicarnos en el pasaje evangélico tan aparentemente duro de este Domingo. Con su palabra El nos dona la certeza de que podemos contar con su amor, con el amor de Dios hecho hombre. Reconocer esto es la sabiduría de la cual habla la lectura de hoy. Aquí también vale la afirmación de que de nada sirve todo el saber del mundo, si no aprendemos a vivir, si no aprendemos qué cosa verdaderamente es importante en la vida.





“Sine dominico non possumus!”. Sin el Señor y el día que Le pertenece no se realiza una vida bien lograda. El Domingo, en nuestras sociedades occidentales, se ha transformado en un fin de semana, en tiempo libre. El tiempo libre, especialmente en la prisa del mundo moderno, ciertamente es una cosa bella y necesaria. Pero si el tiempo libre no tiene un centro interior, del cual proviene una orientación en su conjunto, acaba por ser tiempo vacío que no nos fortalece y recrea. El tiempo libre necesita de un centro –el encuentro con Aquel que es nuestro origen y nuestra meta. Mi gran predecesor en la sede episcopal de Munich y Freising, el Cardenal Faulhaber, lo expresó una vez de la siguiente manera: “Da al alma su Domingo, da al Domingo su alma”.





Precisamente porque en el Domingo se trata en profundidad el encuentro, en la Palabra y en el Sacramento, con el Cristo resucitado, el alcance de este día abraza la realidad entera. Los primeros cristianos han celebrado el primer día de la semana como Día del Señor, porque era el día de la resurrección. Sin embargo muy pronto la Iglesia tomó conciencia también del hecho de que el primer día de la semana es el día de la mañana de la creación, el día en el que Dios dijo «Haya luz» (Gn 1,3). Por esto el Domingo es para la Iglesia también la fiesta semanal de la creación –la fiesta del agradecimiento y de la alegría por la creación de Dios. En una época, en la cual, a causa de nuestras intervenciones humanas, la creación parece expuesta a múltiples peligros, tendríamos que acoger conscientemente inclusive esta dimensión del Domingo. Para la Iglesia primitiva, el primer día, después, ha asimilado progresivamente también la herencia del séptimo día, el šabbat. Participamos en el reposo de Dios, un reposo que abraza a todos los hombres. Así percibimos en este día un poco de la libertad y de la igualdad de todas las creaturas de Dios.





En la oración de este Domingo recordamos principalmente que Dios, mediante su Hijo, nos ha redimido y adoptado como hijos amados. Luego le pedimos que mire con benevolencia a los creyentes en Cristo y que nos done la verdadera libertad y la vida eterna. Rezamos por la mirada de bondad de Dios. Nosotros mismos tenemos necesidad de esta mirada de bondad, más allá del Domingo, hasta la vida de cada día. Al orar sabemos que esta mirada ya nos ha sido donada, es más, sabemos que Dios nos ha adoptado como hijos, nos ha acogido verdaderamente en la comunión consigo mismo. Ser hijo significa – lo sabía muy bien la Iglesia primitiva- ser una persona libre, no un siervo, sino uno que pertenece personalmente a la familia. Y significa ser heredero. Si nosotros pertenecemos a aquél Dios que es el poder sobre todo poder, entonces no tememos y somos libres. Y somos herederos. La herencia que El nos ha dejado es El mismo, su Amor. Sí, Señor, haz que este conocimiento nos penetre profundamente en el alma y que así aprendamos el gozo de los redimidos. Amén.










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